sábado, 20 de diciembre de 2014

La buena estrella



Cuando era pequeña mi padre me contó que hay gente que nace con buena estrella. Pero pocos, muy pocos elegidos, podían decir como yo que habían nacido de una estrella. Y además de una buena, la supuesta hermana de Sirio que, en el momento de alumbrarme, se apagó para siempre del firmamento.
Mis padres se casaron muy jóvenes y enamorados. Dos años después, mi padre acabó la carrera de arquitectura que había compaginado todo ese tiempo con los trabajos de delineante y dibujante de retratos y caricaturas. Desde entonces, su mayor ilusión fue tener hijos.
Tras un lustro y comprarse su primer coche, el sueño de formar su propia familia se había convertido  en una obsesión.
En su décimo aniversario de casados, diseñó una casa más grande con jardín y piscina con la idea de que su futura descendencia tuviera espacio para jugar y correr.
A los quince años, adquirió un telescopio profesional e instaló un observatorio en la buhardilla. No era astrónomo pero su escasa formación inicial la compensó con la pasión y el tiempo que dedicaba  al estudio y observación de aquel remoto y misterioso mundo interestelar.
Con cuarenta y un años recién cumplidos y veinte de matrimonio, le diagnosticaron un cáncer de colon. Y no quiso morirse antes de ver nacer a un hijo de su sangre.
El día que lo operaban, mi madre le anunció con lágrimas de esperanza en los ojos que yo, su primer vástago, por fin estaba en camino. Y mi padre se sintió el hombre más dichoso no sólo del mundo sino del universo entero. Él siempre tuvo una visión interplanetaria y global de la vida y de su entorno físico. Y escrutando con la mirada el techo blanco y aséptico de la habitación del hospital, dijo que me llamaría Estrella o tal vez Estela.
La intervención quirúrgica fue mejor de lo que el cirujano había previsto y mi padre se recuperó relativamente pronto. Durante los meses de baja laboral, cambió de dieta,  programó una tabla de ejercicios que practicaba a diario en el parque. Se apuntó a la moda de las artes marciales y luego al yoga. Nunca estuvo mejor mi padre. Desbordaba tanto optimismo y vitalidad que, apenas empecé a gatear por el parqué de casa, se propuso darme un hermanito.
Tras cinco años de infructuosa búsqueda, abandonó su empresa comprendiendo que yo era fruto de un milagro que no habría de volverse a repetir. Y que dada la naturaleza excepcional de los milagros, debía de celebrarlo cada día. Así que me malcrió aún más. Todos y cada uno de mis caprichos y deseos, sin importar lo caros, descabellados e inútiles que fueran, se materializaban casi al instante para, meses o incluso días después, terminar olvidados en un rincón de mi habitación o la buhardilla.
Cuando cumplí los seis años, mandó instalar en el jardín un tiovivo calcado al que había en el parque de atracciones de Montjuïc pero a menor escala. Una semana antes me había montado en uno de esos caballitos eléctricos y me había fascinado su movimiento continuo hacia arriba y hacia debajo mientras el tiovivo giraba sin fin como una peonza. Aquel juguete era una preciosidad y la envidia de amigos y enemigos del que me hastié tras dar una docena de vueltas. No obstante, accedía con agrado y una sonrisa no exenta de orgullo y prepotencia a viajar con mis amigos y primos, los hijos de mi único tío y hermano de mi padre. Además de no querer contrariar su anhelo expreso o tácito de montarse en mi tiovivo, con este gesto conseguía sobrealimentar y extender mi fama de niña rica, feliz y generosa más allá de la zona residencial de Pedralbes.
Ninguna novedad o moda que saliera a la venta relacionada con mis intereses se le resistía al bolsillo de papá. Ya se tratara de juguetes, juegos, entretenimiento, ropa o cultura. De este modo fui la primera de mis amigas en disfrutar y hartarme de la colección completa de Nancys, Leslys, Barbies y su perpetuo novio Kent. Y en alardear de Rosaura, la muñeca hecha a escala humana. También giré en exclusiva el primer aro hula-hop y el yoyó profesional ante la abierta expresión de sorpresa y admiración de mis compañeros de clase. Empapelé rápidamente las estanterías de casa con los títulos ilustrados de Walt Disney y Bruguera y cuantas nuevas ediciones de libros y cuentos salían al mercado. Tampoco me perdía ningún estreno de películas infantiles o aptas para todos los públicos. Ni desperdiciaba la ocasión que tal privilegio me brindaba de desvelar, no sin cierta alevosía, su argumento a mi círculo de fans.
Mis gustos y curiosidad parecían no tener freno. Ni siquiera por razón de mi sexo. Porque entre mis juguetes más valorados, destacaban un escaléxtrix cuya estructura y recorrido cubría la mitad de la buhardilla, un circuito de trenes y juegos de mecano. Pero, sin lugar a dudas, mi predilecto era la colección de aeromodelismo. Setenta fieles reproducciones en miniatura de los modelos y prototipos más significativos en la historia de la aviación.
Desde muy temprana edad tenía muy claro que prefería el cielo a la tierra. Los aviones antes que los coches y el ferrocarril. A los diez años ya me seducía la idea de que no existían límites para mí más allá de la tierra. Que la tierra era solo el comienzo, el punto de partida. Que había un espacio etéreo, infinito que yo, algún día, habría de franquear y explorar como piloto de aviones (profecía que se hizo realidad en cuanto cumplí los dieciocho años).
Con tal cantidad y variedad de juguetes conseguí no sólo ser el centro de envidias de las niñas, sino también de una cohorte de seguidores masculinos cada vez más numerosa. Me gustaba que me admiraran y agasajaran con su compañía y atenciones sin importarles que mi rostro y cuello fuera una constelación interminable de granos de pus y cicatrices frescas incluso a la precoz edad de los nueve años.
Donde no lograba ser la primera era en el colegio por mucho que me esforzara. No sobresalía en matemáticas ni en lengua. Mi impericia saltando el potro tampoco ayudó en nada a elevar mi historial académico a un nivel digno de mi persona y popularidad.
El día de mi primera comunión lucí el vestido largo, con velo y diadema de oro y brillantes más espectacular y ostentoso que cualquier flamante modelo con los que se paseaba Romy Schneider por las pantallas del cine y la televisión en su papel de Sissi, la emperatriz. En cambio, Montse, mi única prima, no pudo ni conformarse con llevar un discreto vestidito corto y una diadema de flores de tela. De modo que hubo de aplazarla para el año siguiente con el fin de que pudiera aprovechar mi vestido. Le quedaba por encima de los tobillos, inconveniente que solucionó mi tía añadiéndole un volantito que confeccionó con la tela de tul del velo. Aquel día tan esperado, Montse entró y salió de la iglesia con la cara descubierta y sin tocado porque yo me negué a prestarle también mi corona. A saber qué hubiera hecho con ella…
Creo que la inquina que sentía hacia mi prima despertó el mismo día que tuve uso de razón. Ella era más agraciada y femenina que yo. Únicamente compartíamos como marco un cabello de tirabuzones oscuros y brillantes. Pero aparte del pelo, ella y yo conformábamos dos cuadros totalmente distintos en cuanto a la forma, el estilo y el color. Incluso diría antagónicos. Yo parecía más bien un retrato pintado por Picasso en su época azul. Ella recordaba a una de esas mujeres de belleza castiza aunque de tez más clara retratadas por Julio Romero de Torres.
Mi rostro era cetrino y anguloso, y lo sigue siendo pero menos, como el de mi tío Felipe y mi primo Guillem. El de Montse, ovalado, delicado, atractivo, de una homogeneidad  y color casi marmóreos. Ella constituía el centro de miradas de niños y hombres por su belleza y su carácter dulce y cercano; yo, por las cosas que  ella no tenía.
Desarrollé muy pronto una intuición avizora cada vez que mi madre se disponía a empaquetar algunos de los juguetes que había dejado de hacer caso para enviárselos a Montse y sus dos hermanos. Encontrándome en este difícil trance, yo invariablemente me plantaba delante de mi madre, con los brazos cruzados y la expresión enfurruñada. Por si mi postura respecto a donar involuntariamente parte de mi botín no era lo suficientemente explícita, en alguna ocasión estuve tentada de retarle  con la frase lapidaria que tanto me gustaba decir cuando jugaba a pistoleros: “antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver”.
Sin embargo, los argumentos que esgrimía mamá me acababan desarmando. Porque apelaba a mi corazón de buena samaritana repitiéndome como una triste cantinela la vida de penurias que sufría mi tío Felipe y su familia.
Y a menudo añadía enigmática:
-Algún día sabrás lo afortunada que eres.
Yo siempre claudicaba. No porque me apiadara de mi prima Montse. No. Lo hacía por mi tío. Era mi manera de agradecerle las entretenidas tardes que me permitía pasar a bordo del autobús que conducía recorriendo las calles de Barcelona una y otra vez hasta caer rendida. O aquellos contados fines de semana que libraba y jugaba conmigo al escaléxtrix y los aviones.
Y mientras yo soñaba con viajar y volar, mi padre continuaba incansable e insaciable escrutando el cielo nocturno con su telescopio. Los días que no quería irme a la cama, él enfocaba la luna, Venus, el carro, la Vía Láctea y cuantos planetas, astros y constelaciones conocía para que yo los contemplara. En verano estando de vacaciones o en los días festivos más claros, sin nubes y coincidiendo con la luna nueva, nos llevaba a  mi madre y a mí a la montaña de Collserola en Molins de Rei o El Papiol. Pasando el Castell Ciuró o les escletxes, buscaba entre las piedras y la hojarasca seca un triángulo llano donde apoyar el trípode del telescopio. Cuando apagaba la linterna yo no sabía qué me impresionaba más si aquella profunda e impenetrable oscuridad que parecía que fuera a devorarnos de un momento a otro, o aquella miríada sin fin de ojos brillantes que nos miraban desde el firmamento. 
Desde aquel lugar, la mancha de color gris blanquecino de la Vía Láctea se apreciaba con un poco más de claridad. Aunque el polvo interestelar dificultaba la observación del centro de la constelación.
Tendría ocho años la primera vez que me habló mi padre de Siria, una supuesta estrella muerta, melliza de Sirio. Por entonces yo pedía con insistencia un hermanito a mis padres. Lo recuerdo bien. Entonces mi padre me contó que yo había nacido de Siria, una buena estrella que compadeciéndose de él accedió a concederle el deseo de tener una hija. De este modo renunció la estrella a seguir viviendo y brillando en el cielo miles de años más para convertirse en la primogénita y salvadora de un hombre enfermo de cáncer.
-Tú, hija, eres un milagro que ayudó a que se produjera otro milagro: que yo siguiera viviendo.
Yo me quedé sin palabras. Y sentí el deseo irrefrenable de localizar el punto exacto que había ocupado Siria en la Vía Láctea escrutando el cielo a través del telescopio.
-¿Ves una estrella muy brillante?
-No –contesté impaciente a mi padre.
-Mira hacia el este de la Vía Láctea, al oeste del Cinturón de orión.
-¿Ves ahora una estrella muy brillante?
-Sí  -afirmé,  por fin, maravillada pegando más mi ojo izquierdo a la lente.
-Pues Siria estaba situada justo a su lado derecho antes de desaparecer y lucía tanto o más que su mellizo.
Aquellas excursiones nocturnas se terminaron de súbito como otras tantas cosas y buenos momentos el día que mi padre murió arrollado por un autobús urbano cruzando una calle de Sants. Siempre me imagino esa tarde a mi padre distraído elucubrando con qué regalo sorprendería a la niña de sus ojos tras recorrer y estudiar los escaparates de juguetería del barrio de Sants. Sin embargo, todo o casi todo apunta a que iba a visitar a mi tío Felipe. Y digo casi porque el sobre con el dinero que llevaba guardado en el bolsillo de su chaqueta para el pago del alquiler del piso de mi tío, se lo robaron antes de que llegara la ambulancia.
Ni en vida ni una vez fallecido, mi padre obtuvo el renombre ni el número de encargos que su admirado Antoni Gaudi,pero ejerció su mismo oficio y murió de un modo parecido. Ironías o tal vez coherencias del destino. Tenía 54 años y yo, 12.
Por un tiempo me sentí una estrella huérfana. Luego supe a qué se refería mi madre cuando me decía que algún día sabría lo afortunada que era. Me confesó que yo había nacido no de una estrella, sino de tres. De mi madre, de mi padre y mi tío. Dos padres. Uno pobre, otro rico. Uno que deseó que naciera, otro que lo hizo posible. Un padre que me enseñó a mirar y desear el cielo y otro que me mostró el medio para llegar hasta él.

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sábado, 13 de diciembre de 2014

Ojo clínico




Llevaba meses histérica esperando mi primera visita en el hospital para saber si mi problema tenía solución quirúrgica. Las semanas previas a la cita empecé a dormir mal, el pecho me palpitaba arrítmico, inquieto de día y de noche. Me costaba conciliar el sueño y, una vez conseguía dormirme, a las tres o cuatro horas recurrentes pesadillas me despertaban sobresaltada con el corazón bombeando sangre a toda máquina. Este estado de nerviosismo lo achaqué al principio a mis fracasados intentos de acercarme a un compañero de trabajo que no me rechazaba claramente pero que tampoco acababa de darme el sí definitivo.
No sería sino un par de días antes de ir al hospital cuando logré desenmascarar con ayuda de mi mejor amiga, Anabel, el verdadero origen de aquella congoja. Hacía cinco años una tía mía entró en coma debido a un error de cálculo en la anestesia que le administraron durante una intervención quirúrgica y ahora vivía casi como un vegetal. Que el fantasma de la parálisis me perseguía era ahora más que una evidencia. La actitud indecisa, maliciosamente ambigua de Juan también había añadido más leña a mi zozobra, para qué engañarse, pero tras cuatro meses infructuosos yo me mostraba ya escéptica, cautelosa respecto a nuestro futuro como pareja.
Sin necesidad de pedírselo, mi amiga me acompañó al hospital tranquilizándome en todo momento y contagiándome su incombustible optimismo. En cuanto apareció mi número en la pantalla de la sala de espera, me levanté de un salto del asiento dejando caer al suelo la sonrisa que me acababa de regalar Anabel contándome una de sus tantas ocurrencias. Rígida y seria entré en la consulta 512 custodiada por mi amiga.
El cirujano, un hombre joven de cara lunar y algo fornido, apenas me hizo caso ni dio crédito a los síntomas que le relaté apresuradamente y a la vía crucis que estaba viviendo dentro y fuera del baño desde hacía casi diez meses.
Ya empezaba a sospechar que no me operaría cuando de pronto me indicó con un gesto desafiante que me subiera a la camilla con el fin de comprobar si sufría hemorroides, una fisura anal o, por el contrario, una imaginación malsana. Tras de sí desplegó el biombo que había acollado a la pared. Me dijo que me colocara boca abajo con los antebrazos apoyados sobre la camilla y las rodillas dobladas. Se enfundó unos guantes azules desechables y se dispuso a explorar el conducto rectal. Hubo un momento en que dejé escapar un fuerte alarido de dolor, él se disculpó y al finalizar, me acercó dos apósitos. El diagnóstico y el tratamiento no ofrecían ya ninguna duda: se trataba de una fisura anal que requería una pequeña cirugía. Compungida vuelvo a la butaca y me siento de lado mientras mi amiga apoya solícita su mano sobre mi hombro con expresión triste. Las palabras del médico suenan ahora más que consoladoras, alentadoras. La anestesia sería local y la intervención, ambulatoria. Y me mira condescendiente, amable con unos ojos sorprendentemente diáfanos, cálidos, directos tras sus lentes circulares de miope. Le devuelvo la mirada y me sumerjo en la paz, el dulce sosiego de aquellas pupilas castañas casi infantil. Reímos en tres ocasiones sin dejar de entrelazar nuestros ojos como si fueran piedras lunares o cristales de topacio que quisieran engarzarse  para siempre. La camilla de tortura, el dolor físico y hasta Anabel parecían haberse disuelto  bajo el influjo de aquella apacible y secreta alianza.
El hombre se despide extendiéndonos una mano suave, tibia y firme mientras yo además le agradezco sus palabras reconfortantes. Salgo exultante del despacho precedida por una sonriente Anabel. La sala se encuentra medio vacía. Por un instante mantengo la convicción de que la mayoría de pacientes ha debido salir despavorida tras oír mis gritos. De camino al mostrador comento a mi amiga la buena impresión y confianza que el cirujano me ha transmitido. La candidez, la sinceridad y la serena hermosura de sus ojos. Anabel me escucha atenta con una sonrisa expansiva bailándole por las comisuras de la boca, los ojos y los pómulos sonrosados por la calefacción.
Nos acabábamos de añadir a la fila de personas que esperaba ante el mostrador cuando me espeta por fin con su habitual desenfado y picardía:
-Y a él también le ha gustado tu ojo…, digo tus ojos y mucho, no te quepa la menor duda.
La observo boquiabierta entre sorprendida y extrañada por espacio de un segundo antes de soltar una sonora carcajada y sentir una punzada a la altura del cóccix.

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viernes, 5 de diciembre de 2014

Diario de Elisabeth Holmes



Londres, 8 de abril de 1858

A las seis y media he encendido el fuego de la cocina, donde habré dormido unas seis horas. Luego me he puesto a limpiar el hollín, a barrer y quitar el polvo. He lustrado ocho pares de botas y seis de zapatos de los señores Ashton y sus cuatro invitados, los matrimonios Stewart  y Tull.
Después me entretuve en acabar de afilar la otra mitad de cuchillos que me había quedado pendiente de ayer. Tras lo cual corté un trozo de cuero y lo embadurné con la pasta de tiza y manteca de cerdo que había preparado hacía dos días. Engrasé los cubiertos para que no se oxidaran y los guardé envueltos en papel. Deslié los que había afilado la mañana anterior, los lavé, sequé y coloqué. 
A medida que los dueños de la casa y sus invitados se fueron despertando, subí a cada dormitorio dos recipientes de agua que previamente había calentado en la cocina y seis paños limpios, dos para secar los vasos, otros dos para las sillas de los orinales y un par más destinado al aseo personal.
Preparé después el desayuno que sirvió la joven Florence. Bajé las jofainas del agua sucia y los trapos usados. Hice las camas y vacié los orinales procurando como siempre que ni los señores ni sus huéspedes pudieran cruzarse conmigo y sus orinales por la escalera y el pasillo.
Lavé los platos. Empecé a preparar la comida. Salí a hacer un encargo para la señora Ashton. Al volver el señor me propinó una azotaina con su vara porque había ido a comprar con la ropa sucia del trabajo. No he llorado como lo hice ayer cuando me pegó tras servir la cena por oler mal y no haberme presentado debidamente aseada. Anoche al terminar mis servicios, a las doce, tampoco me bañé. El cansancio y las lágrimas me sumieron rápidamente en un sueño intranquilo.
Acabé de cocinar y Florence volvió a encargarse de servir la comida. Fregué de rodillas el suelo y la escalera de la casa así como la acera de la calle. Lavé la vajilla y cubiertos. Limpié la repisa de las ventanas. Ordené la despensa.
He preparado la cena y fregado los platos. A las diez de la noche he tenido que ponerme a calentar y subir a los dormitorios cerca de cincuenta cubos de agua para que los señores Ashton y sus huéspedes pudieran disfrutar de un relajante baño antes de irse a dormir. Y ya de madrugada, cansada en extremo, sucia y sudorosa me he caído rendida en la cama una vez más.

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martes, 25 de noviembre de 2014

La máquina del día después



Aquel veinte de junio de 2004 cambiaría mi vida para siempre. La mañana en que se produjo el accidente en el laboratorio de mamá estaba en la escuela (¿adónde si no?) sobrellevando como podía al baboso de don Claude y su aburrida lección sobre los ríos y afluentes de Francia.
Al girar el autobús escolar para entrar en la calle Saint Germaine, hacía rato que Cyntia, Olivier y una servidora esperábamos de pie a que se abrieran las puertas. Yo ese día estaba especialmente ansiosa por llegar a casa y soltar el puñado de mariquitas que había secuestrado en el patio del colegio con el fin de acabar con la plaga de pulgón que asolaba el jardín y huerto de mamá. Aunque he de confesar que en realidad lo que me interesaba era analizar su comportamiento y anatomía como ya hiciera anteriormente con una colección de hormigas y gusanos. No podía ni aún hoy puedo evitarlo, me pirran los animales, grandes y pequeños. No en vano mantenía por entonces el firme propósito de estudiar veterinaria
Faltarían unos cincuenta metros para llegar a la parada cuando el bus frenó y se detuvo inesperadamente. Lo primero que hice tras la sacudida fue palpar el bolsillo de la chaqueta del chándal para asegurarme que la cajita de cartón con las mariquitas seguía en su sitio. Luego bajé distraída los tres escalones de un brinco. A punto estuve de aterrizar sobre Cyntia y Olivier que permanecían en la acera quietos como dos pasmarotes.
Iba a protestar cuando me dio por mirar hacia el final de la calle. Estaba completamente tomada por una ambulancia, tres coches de patrulla de policía y uno de bomberos. No vi fuego ni humo por ninguna parte. Pero supe que había ocurrido algo terrible. Mis dos amigos me observaban con un poso de preocupación en la mirada. Ellos vivían y viven en los números 25 y 43. ¡Y yo… en el 103! Precisamente al final de la calle en cuyo sótano mi madre había montado su propio laboratorio.  De pronto eché a correr. Recuerdo que quería gritar. Llamar a mamá. Pero la agitación y turbación que me embargaba en aquellos momentos ahogaron mi voz.
Dejé a un lado el coche de bomberos y busqué la ambulancia con los ojos nublados. Di varios saltos mientras miraba a través de las puertas traseras. Pero sus cristales tintados no me dejaban ver nada. Entonces corrí hacia las ventanas laterales. Pero antes de que pudiera asomarme, un gendarme me sorprendió y me condujo hasta la casa vecina donde un par de hombres interrogaban a mi padre.
La Policía Judicial determinó que la muerte de Adèle, la ayudante de laboratorio de mamá, se había producido a consecuencia de un cortocircuito en la computadora con la que trabajaban. Durante días registraron sin resultado cada palmo del laboratorio medio calcinado recogiendo y analizando muestras en busca de los restos mortales de Claire, mi madre. Finalmente, la declararon oficialmente muerta y la familia y amigos dimos cristiana sepultura a su alma, que no a su cuerpo. Sin embargo, yo me ancoré desde el principio en la convicción de que seguía con vida. Dónde y por qué había desaparecido eran cuestiones que habría de averiguar. Por suerte, había heredado la tenacidad y espíritu inquisitivo de mi querida madre.
Precisamente por mi carácter despierto sabía que habían estado trabajando desde hacía años en un experimento muy ambicioso que mantuvieron en absoluto secreto. Tenía también conocimiento de que Claire, tan meticulosa como era, se había encargado de guardar  en la caja fuerte de casa cuantas anotaciones diarias había ido haciendo sobre el tipo y características del experimento, los procedimientos y programas informáticos empleados, los ensayos fallidos, sus incidencias y progresos. Al fin, después de varios intentos y gracias a la ayuda de mi padre, di con la clave de acceso y pude ojear los dos palmos de papel impreso con notas manuscritas en los márgenes que había dentro de la caja y constituía todo el legado científico de mi madre.
No sin gran sorpresa y fascinación, descubrí enseguida que Claire y Adèle habían creado una máquina del futuro. Durante el año anterior y los primeros meses de 2004, habían estado experimentando con objetos, organismos microscópicos, insectos y ratones. Con el fin de evaluar la eficacia de su invento, decidieron que una de ella habría de viajar al 20 de junio de 2014. Si lo lograban, cruzar la barrera del tiempo presente dejaría de ser una vieja aspiración humana relegada por entonces al mundo de la ciencia ficción para convertirse en un hecho constatado científicamente. Además de pionera en su campo, mi madre habría sido testigo de que no sólo organismos simples como las bacterias eran capaces de desafiar las leyes del tiempo lineal.
Los datos, fórmulas y jerga técnica con que se expresaba mi madre en aquel legajo de papeles representaban para una niña a punto de cumplir los once años un colosal jeroglífico tan incomprensible como apasionante. Con la idea obsesiva de desembrollar aquel galimatías y el incierto destino de mi progenitora, empecé a trazar con sumo cuidado y perseverancia mi carrera en el ámbito de las ciencias matriculándome simultáneamente a los dieciocho años en la facultades de Física e Ingeniería de Telecomunicaciones  en la Universidad de la Sorbona (París).
En mis primeras pruebas recurrí a pequeños objetos, bacterias y ácaros microscópicos. Luego pasé a organismos de uno a tres milímetros de longitud, como los pulgones. Empleé prácticamente un año en copiar el ADN de un arácnido y mandarlo al futuro. O cuanto menos, conseguí que desapareciera de la placa horizontal de la computadora. Pero tras estudiarlo y meditarlo con detenimiento, me percaté de que algo fallaba. Enviar materia inerte al futuro no constituía ningún problema. La dificultad parecía estribar en desplazar seres vivos. Gracias a la colaboración de genetistas, biólogos, ingenieros electrónicos y especialistas en nanotecnología detecté al fin algunas imprecisiones en las variables de las fórmulas y cálculos efectuados por mi madre y su auxiliar donde podía hallarse la clave de la solución al problema. Errores que traté de subsanar en la medida de lo posible.
Sin embargo, el tiempo pasaba raudo y la fecha límite para reencontrarme con mi madre, el diecinueve de junio de 2014, acechaba en la próxima esquina del calendario. Ya no era posible hacer más ensayos. Mi turno para viajar al futuro había llegado. En menos de un mes tuve que dejar atados los últimos cabos sueltos y prepararme psicológicamente con el fin de afrontar una aventura de cuyo éxito empecé a albergar no pocas dudas. Porque si no lo lograba perdería, tal vez, la única oportunidad de recuperar a mi madre.
La noche del dieciocho al diecinueve de junio tampoco conseguí dormir. Me levanté hastiada por el calor y mareada de dar vueltas en la cama. Salí a la terraza y me senté en el balancín de madera. Observé contemplativa e inquieta el cielo estrellado.
A las nueve de la mañana, ojerosa y con un dolor pulsátil clavado en las sienes y la nuca, me dirigí al laboratorio. Paul, mi padre, ya estaba dentro.
Me embutí el mono gris confeccionado con una malla inteligente producto de la nanotecnología. Me cubrí la cabeza y el rostro con un pasamontañas diseñado con el mismo tejido y color que el mono. Me ajusté a la muñeca un ordenador portátil en forma de reloj pulsera. Encendí la computadora del tiempo. Programé la hora, el día, mes y el año al que me trasladaría, el veinte de junio del año en curso, o sea, el día siguiente. Y añadí la fecha de regreso. Tecleé las coordenadas geográficas del número 103 de la calle Saint Germaine en Le Blanc. Y luego sincronicé la computadora  central con mi microordenador.
Me enfundé los guantes y antes de ponerme las gafas que me daban una visión caleidoscópica similar a la que tienen los insectos y, en definitiva, tapar la única zona de mi cuerpo descubierta, miré entre emocionada y nostálgica a mi padre. Quería acompañarme y compartir mi misma suerte, fuera la que fuera, pero era del todo imposible. Su cara reflejaba desasosiego. El miedo de perderme también a mí.
Estuve tentada de prometerle que regresaría con mamá. Pero me mordí la lengua parapetada tras mi armadura nanotecnológica. Luego lo abracé con ímpetu. Quería transmitirle seguridad y confianza. Y, por fin, encajándome las gafas protectoras y colocando las palmas de las manos sobre la pantalla de la máquina del tiempo, le di la orden de que pulsara el Enter.
Al oír el clic del botón me vino el pensamiento fugaz de que estaba a punto de vivir mi propia eutanasia asistida por Paul. Fugaz porque los acontecimientos se precipitaron de tal modo que borraron de mi mente cualquier pensamiento o emoción que no fuera mi particular travesía al futuro.
Aunque llevaba lentes y tenía los ojos cerrados, noté enseguida los haces de luz azul pasando rápidamente hasta una docena de veces por debajo de mis manos enguantadas. Casi simultáneamente experimenté una sucesión de chispazos de corriente eléctrica de bajo voltaje que recorrían y convulsionaban levemente mi cuerpo, desde las manos a los pies, de los pies a la cabeza. Lo último que sentí fue vértigo, un espasmo en el vientre y náuseas como si realmente hubiera sido impulsada y me hallara viajando a la velocidad de aquella luz que proyectaba la pantalla de la computadora.
Tenía la impresión de que, efectivamente, estaba entrando en otra dimensión de la realidad, si no directamente en el túnel de la muerte. Yo, mujer escéptica donde las haya, tuve de repente la urgente necesidad de creer en la vida después de la muerte. ¿Aventurarse a viajar al mañana no equivalía en cierto modo a adentrarse en el reino de los cielos? ¿A caso el futuro como tal no es un tiempo inexistente, inaprensible? ¿Tomaría forma y realidad el futuro para mí? ¿Y sería un tiempo reversible?
Al abrir de nuevo los ojos, me costó reconocer el laboratorio. Estaba aturdida, mareada. La migraña comprimía mi cráneo. Tardé unos minutos en acostumbrarme a aquella extraña visión caleidoscópica. Consulté el microordenador. Disponía tan sólo de un cuarto de hora para hallar a mi madre y regresar al presente. Inspeccioné con ansiedad la habitación. Conservaba en apariencia el mismo aspecto y orden del día anterior.
Al cabo de unos instantes detecté un movimiento junto a la puerta. Me acerqué cautelosa. Y desde aquellas lentes de insecto se me apareció de improviso la imagen más bella y deseada del mundo: la de mi madre multiplicada por diez, por una veintena de veces. Extendí una mano titubeante hacia ella y mis dedos traspasaron su cuerpo desnudo rozando la pared aséptica del laboratorio. Mis sospechas no tardaron en confirmarse: Claire era un ente virtual proyectado a través de la invisible pantalla del aire.
“¡¿Quién eres?!”, gritó temerosa no reconociéndome.
Tras identificarme, abrió los brazos y trató en vano de estrecharme contra su ser etéreo. Le di instrucciones rápidas y precisas con el fin de salir del futuro lo antes posible. Ella obedeció de inmediato quedándose inmóvil con las extremidades ligeramente separadas del tronco mientras yo iba radiando el perímetro de su cuerpo con ayuda de los guantes inteligentes. Al acabar pulsé el botón rojo del reloj orientando la palma de mi mano hacia la aureola de luz que había dibujado
Cerramos los ojos y contuvimos la respiración. Pero después de un minuto de tensa espera no se produjo ningún cambio. Empezaba a desmoralizarme. Miré a mi alrededor desesperada buscando una salida. Pero no podía pensar. Sentía una claustrofobia anticipada de lo que iba a ser nuestro destino, sin duda más próximo y terrible de lo que jamás hubiéramos querido imaginar. Claire me animó a que probara de nuevo. Esta vez apreté la tecla con todas mis fuerzas manteniéndola pulsada durante unos segundos.
Y después de experimentar un estremecimiento apenas perceptible, regresamos, por fin, al presente y Claire adoptó casi al instante la apariencia humana y juventud de antaño.
Al vernos aparecer, Paul se reunió con nosotras y nos fundimos en un intenso y largo abrazo mientras llorábamos y reíamos de pura felicidad. En esos momentos sentí por primera vez en mi vida que los milagros existían.
Como había previsto, Adèle y mi madre, habían diseñado una máquina que transformaba el ADN de seres vivos en unidades de información expresadas en bytes ante la imposibilidad de copiar y reproducir fielmente el genoma y células de organismos complejos. Adèle habría fallecido a consecuencia de un cortocircuito originado por un fallo en el sistema informático justo después de que Claire quedara atrapada en un futuro virtual, afortunadamente reversible. Un lugar que ahora se me antojaba inhóspito y muy diferente del mañana amable e idílico con el que todos estos años había necesitado soñar. Tal vez porque la dimensión de la realidad donde penetramos mi madre y yo no coincidía exactamente con el futuro o la limitada percepción que tiene la especie humana del tiempo y su devenir. O quizás tan sólo nos habíamos quedado a las puertas del futuro.
Aún era demasiado prematuro para aventurarlo, pero no descartaba la posibilidad de seguir investigando hasta desentrañar las claves científicas que permitieran viajar al futuro sin necesidad de armaduras nanotecnológicas y vivir en él, y no en su antesala, por muy lejano que fuera (¿O es que existía más de un futuro viable?). O en su defecto, hallar la fuente de la eterna juventud y el don de la invisibilidad.
 
Relato también publicado en la revista eye2magazine.com



viernes, 14 de noviembre de 2014

Flores de miel, el recuerdo de un amor



Las flores de glicinia perfuman el aire de una encrucijada de calles empinadas. Desde hace un rato mis pies siguen obedientes la línea serpenteante de casas con patio y jardín que dibuja la calle La Laguna. Sin embargo, mi mente vaga sin rumbo fijo sorbiendo los últimos minutos que quedan para empezar mi primera clase de dibujo.
Todo parece nuevo. Es la primera vez que paseo por esta avenida de la urbanización. Mire allá donde mire la primavera retoña fresca y alegre. Pero esas flores dulzonas recién abiertas que cuelgan de pérgolas de madera y muros de algunas casas me huelen a viejo. A un dejà vu. A un amor de juventud que apenas duró cuatro estaciones.
Todo empezó con un beso que me supo a miel un día que olía a glicinia.
-¡Cómo huele  a miel!- exclamé aquella tarde aspirando con fuerza el aire cargado de aromas florales como si quisiera exprimir su esencia y guardarla en un frasco de cristal.
Él se echó a reír  y cogiéndome de la mano, cruzamos la calle. Justo enfrente, grandes racimos de flores lilas sobresalían de la tapia de una finca pintada de blanco. De un salto, arrancó un ramillete y me lo acercó a la nariz. Lo olí con los ojos cerrados confirmando con un cabeceo repetido de que, en efecto, era el mismo perfume que había percibido poco antes.
-¡Parecen flores de miel! -dije llena de alborozo.
Por entonces, mi olfato era inexperto e incapaz de reconocer la fragancia de flores que no fueran rosas o campanillas.
-Se llaman glicinias –aclaró él con una sonrisa mientras me miraba a los ojos.
Mi boca enmudeció al oír su nombre por primera vez. O más bien porque los labios de Roberto se adueñaron por unos segundos de mis palabras y aliento.
Aquel amor no cuajó y se partió en dos a finales de invierno, a las puertas de una nueva primavera. No sé si llegamos a celebrar juntos San Valentín. Sólo recuerdo que las flores amarillas de la mimosa empezaban a marchitarse y desprendían un olor más bien acre. Y también me acuerdo de que hacía unos días había aprendido a llamar aquel árbol por su nombre.
Han pasado ya muchas primaveras desde aquel romance. Su recuerdo fue amargo al principio. Luego, con la distancia del tiempo, el olvido fue haciéndose más grande que el recuerdo que ha permanecido de él. Un olvido que se alargó como la espigada sombra de un ciprés. Como una gota de aceite que se derrama sobre una carta de amor y emborrona sus palabras para siempre con su pringue y olor. Sólo que en vez de oler a aceite rancio, huele a flores de miel.

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com



jueves, 30 de octubre de 2014

El roce hace el daño







Tras cumplirse un año desde mi separación con Raúl, mi amiga Raquel me animó a conocer al primo de su marido, que vivía en Valencia, donde iban a veranear cada año.
Ángel y yo nos intercambiamos unos correos electrónicos para poco después pasar a escribirnos a través de WhatsApp, enviarnos fotografías, alguna carta por correo tradicional y hablar por teléfono.
Él trabajaba en una fábrica de su ciudad natal y en su tiempo libre escribía novela negra. En la última década había terminado siete relatos que guardaba en los cajones de su habitación. Tenía cuarenta y cinco años y vivía aún con sus padres. 
Yo me enamoré enseguida de sus fotos, su cabello castaño ondulado, sus ojos azules, su voz varonil y modulada, sus palabras escritas apresuradamente. Y sin darme cuenta fui haciendo míos sus sueños de amor, pasión y aventura. El único obstáculo que se interponía entre nosotros era el trabajo y la relativa distancia geográfica que nos separaba.
Yo le hablaba de Barcelona, de sus playas y montañas. De los pueblos pintorescos que visitaríamos algún día juntos, de los cientos de senderos que como riachuelos de tierra y piedra se abrían paso a través de la montaña de Collserola, el pulmón verde de mi ciudad. ¡Cuántas veces me soñé despierta entrelazada a su mano temblorosa, a sus brazos fornidos pero tiernos bajo tantos escenarios y luces diferentes de la geografía real e imaginaria de Valencia y Barcelona!
Cada noche nos deseábamos y amábamos con frenesí desde el teléfono.Y luego me despedía cubriendo de besos la pantalla del smarphone y me dormía abrazada a él sintiendo la tibieza del cuerpo de Ángel. En mi cabeza de mujer enamorada no me cabía la menor duda que era el hombre de mi vida.
En julio, ya en plena canígula y tras siete meses de intenso cortejo on line, deseaba que llegara el mes de agosto con una ansiedad desbordante. Las últimas semanas fueron frenéticas y se me hicieron largas. Terriblemente largas.
El día tres de agosto me montaba en el asiento de atrás del Renault Mègane de mi amiga para ir por fin a conocer al primo de Paco. Tan pronto llegamos a Valencia quise verlo pero no fue posible como tampoco al día siguiente. Me sentía contrariada, decepcionada. Y la ansiedad devoraba mis entrañas por momentos. 
Nuestro primer encuentro tendría lugar en una playa abarrotada de bañistas y sombrillas. Ángel acampó su toalla una hora más tarde que nosotros en el escueto y apretado territorio apache que habíamos delimitado con nuestra nevera, bolsas, toallas, sombrilla y tumbonas. Yo ese día de tórrido estío estrenaba mi biquini amarillo fosforito y me había embadurnado a conciencia el cuerpo de pies a cabeza con la crema de máxima protección solar. Al levantarme de mi silla para saludarlo sonreí mientras calzaba las gafas de cristales oscuros en la coronilla de mi pamela. Y él respondió esbozando una sonrisa de sarro y  aliento a Ducados.
Raquel y su marido nos dejaron solos en medio de una vorágine de niños corriendo y jugando , perdidos entre un sinfín de parasoles que parecían estandartes de colores azotados por la furia del viento y el oleaje. Sus ojos enseguida llamaron mi atención. Eran azules como el mar, ese horizonte lejano que desde la orilla se antojaba un poco más cercano,  pero profundo e impenetrable. Porque su mirada era huidiza, esquiva como las olas que se rompían en la arena una y otra vez sin saber nunca si querían quedarse o marcharse para siempre. O tal vez simplemente fuera tímido.
Se quejó de las consecuencias de la crisis. De cómo se iban endureciendo las condiciones laborales y enrareciendo el ambiente en la fábrica donde trabajaba desde hacía dos décadas. De las horas extras que no cobraba, de su pérdida de poder adquisitivo, de la política de recortes y ajustes, la corruptela general que subyacía en todo el país. Mencionó su nuevo libro que reflejaba la asfixia e impotencia que vivía a diario una familia de clase obrera. Iba desgranando y mezclando las causas de su malestar  y la trama de su nueva novela cuando me chirriaron de pronto los oídos. Porque empecé a sentir que sus palabras ásperas ungidas de realidad y sus ojos huidizos, vacíos de emoción rayaban mis sueños, hiriéndolos de tristeza y decepción.
Me puse las gafas de sol y vi cómo se borraban ante mí aquellos días de ensueño en que nuestras manos caminaban entrelazadas bajo una densa nube verde de pinos, encinas y robles. En los ojos de Ángel no había sueños. Sólo cabía el mar y su profunda soledad. Una soledad atenuada únicamente por el murmullo no de caracolas si no de un móvil, un ordenador y un teléfono fijo.
Era evidente que Ángel no era exactamente como me lo había imaginado ni física ni personalmente. Me hacía cargo de que todos estos meses había estado enamorada de alguien que en realidad no existía sino en mi mente. Que había adquirido forma y fondo gracias a un puñado de fotografías, cientos de mensajes impulsivos y deseos hiperrománticos. Pero el Ángel que se me aparecía ahora en carne y hueso, sin trampa ni cartón, me empezó a gustar. Porque al irnos a despedir experimenté por un momento la irresistible tentación de besarlo en los labios. Y no sé por qué me pareció que él sintió el mismo deseo.
Me duché en el apartamento de mi amiga y le envié un WhatsApp para contrastar impresiones:
-Hoy te habría besado si hubiéramos estado solos
-Me siento muy halagado –dijo sin más.
-Mi corazón está desbocado –contesté yo desafiante.
-Me caes bien.
-Por ahí se empieza.  El roce hace el cariño –tecleé presurosa.
-…o el daño –escribió tras mantenerme en vilo durante tres minutos.
-Amar es sufrir  –añadió un minuto más tarde.
Mi cabeza se puso a trabajar a mil por hora para tratar de encontrar sentido a todo lo que estaba viviendo. Y me preguntaba si es que no le había gustado. Si fue mala idea conocernos en la playa semidesnudos, mostrando al sol partes indeseables de mi anatomía. 
Al día siguiente decido regresar a mi ciudad en autocar, el único transporte público que tenía plazas disponibles en agosto. Me siento junto a la ventana y veo pasar edificios altos, casi rascacielos, de apartamentos, y la interminable linea azul que bordea la costa. Estoy furiosa y triste a la vez. No quiero saber nada de ningún hombre. Y de nadie porque tampoco miro ni hablo con mi vecina, una mujer de unos sesenta años. Entrábamos en Tarragona cuando recibí el aviso de que me había llegado un mensaje por WhatsApp. Era él diciéndome que me echaba de menos. No supe qué hacer. Si mandarlo de paseo por las playas de Valencia o correr a sus brazos.  Pero no hice ni una cosa ni otra. Quise ponerme a prueba. Y me contuve de contestarle. Hasta que no pude más y le dije, cinco minutos después, que yo también le encontraba a faltar.
En los siguientes meses seguimos escribiéndonos, hablando y queriéndonos más que nunca. Nos necesitábamos para vivir, como la arena al mar, como la tierra al sol. Sólo vivíamos para que llegara semana santa y poder por fin amarnos.

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com



miércoles, 15 de octubre de 2014

La garza vanidosa y el mirlo enamorado


Una garza real se detuvo en otoño a beber agua en un lago urbano limítrofe a Barcelona. Era la primera escala que realizaba en su largo y siempre arduo periplo que empezaba en la Camarga francesa y culminaba en el país africano de Senegal. Porque tras surcar la península ibérica habría de superar un año más el reto de atravesar los confines inhóspitos del desierto del Sáhara.
La llegada de Odile al parque no dejó a nadie indiferente. Ni a sus habitantes los patos, fochas, gallinetas y una oca malhumorada; ni a sus vecinos los mirlos; ni las aves que lo visitaron aquella mañana, un grupo de lavanderas saltarinas, de gorriones, palomas y gaviotas ladronas.
Un mirlo joven con fama de poseer un pico de oro se enamoró de ella en el mismo instante en que aterrizó en la ribera. Y posándose sobre la muralla de hojas de lirios que serpenteaba la laguna, su voz aflautada y cristalina empezó a interpretar la melodía más dulce y melancólica que hubiera entonado jamás. Entonces la garza levantó la cabeza del agua y clavó sus ojos en Saúl. Unos ojos dorados enmarcados por un penacho azul marino que más que luceros, al mirlo le parecíeron dos soles. 
Para alegría del mirlo, esa noche la garza se quedó a dormir en el lago. Y a la siguiente también. Por fin al tercer día Odile se dirigió a él para formularle con su voz áspera una petición insólita. Deseaba que le trajera madroños maduros, recién acabado el estío. Ignoraba el mirlo por entonces que aquellas aves zancudas comieran también frutos así como que los propios mirlos estuvieran incluidos en su dieta habitual. Pero pese a las dificultades que le planteaba recolectar madroños fuera de época cumplió el encargo en la medida que se lo consintió la madre naturaleza.
La segunda prueba que debió superar Saúl consistió en demostrar su destreza en el arte de la pesca de truchas y carpas. Él cazaba y consumía insectos, lombrices de tierra, arañas, ciempiés, e incluso pequeños moluscos y ranas, además de sisar en los campos frutos de todo tipo. Pero nunca había probado el pescado. E intentó pescar una y otra vez en vano sin desanimarse en ningún momento. Como en opinión de la garza el mirlo padecía el grave defecto de ser paticorto, le conminó después a tallar y caminar sobre unos zancos de ramitas hechas de lentisco. De este modo lograría estar a su altura. Sin embargo, el resultado despertó la hilaridad de Odile. Y es que cada vez que el mirlo procuraba complacerla, la garza se burlaba invariablemente de él.
Transcurrieron las semanas, los meses y Odile seguía sin levantar el vuelo. Además de cantar y bailar el mirlo también le escribió y recitó versos encendidos de pasión, ensalzando el blanco níveo de su semblante y el gracioso penacho que rodeaba y teñía de azul oscuro sus párpados y nuca que le confería un misterioso e imponente aire faraónico. Glorificando su esbelto cuello gris, su boca ambarina y, ¡ay!, sobre todo, el aleteo hipnótico, sofocante de aquellos ojos dorados.
En más de una ocasión la hermana del mirlo, María, trató de persuadirle que abandonara aquel cortejo inútil, que su amor era imposible, que la garza era astuta y vanidosa y sólo pretendía jugar y reírse de él. La respuesta de Saúl siempre era la misma: “algún día también ella me querrá, estoy seguro porque veo sus ojos reflejados en el sol que así me lo dicen”. Mientras tanto, otra mirlo, Ada, empezaba a perder la esperanza de que el joven Saúl se fijara en ella. Durante los siguientes días se acercó entre temerosa y triste a la laguna con el obsesivo propósito de contemplar su imagen reflejada en el agua. Y siempre se veía insignificante, paticorta y siniestra por su color pardo oscuro comparada con la beldad y donaire natural de la garza. A partir de entonces caminó avergonzada, con el cuerpo encorvado y el pico apuntando el día entero a la hierba, los insectos y la tierra húmeda de las praderas. Y entre picoteo y picoteo se convenció de que jamás tendría pareja ni vería materializado su sueño de ser madre.
Odile regresó por primavera a los humedales de su Francia natal. Y en cuanto el viento de septiembre empezó a impregnar de olores y hojarasca otoñales las marismas tomó de nuevo rumbo a Barcelona. Voló sin descanso durante dos jornadas agitando y rasgando cielos de nubes melancólicas con sus grandes alas y profundas batidas. Saúl, alborozado por su vuelta, corrió a pretenderla y se afanó en demostrarle lo que había conseguido aprender durante su ausencia. Lo bien que entretejía, forraba y remataba los nidos. Cómo había progresado en sus clases de canto y pesca. Para enseñarle la habilidad que había adquirido en esta última labor, fue a buscar una red que había escondido en un seto de espino de fuego. Rasguñado por sus púas se colocó luego en un recodo del estanque, tendió la malla provista de un hilo superior y esperó paciente elevado en el aire a que picaran los peces. Cuando percibió que una carpa ondeaba el agua, tiró rápidamente del hilo y la malla se cerró capturándola en el interior. Segundos después un magnífico ejemplar de carpa caía aleteando a los pies de Odile. Sin embargo, su proeza volvió a ser premiada con las medallas del desdén y el desprecio llevándose además a la pradera el recordatorio de que era y sería siempre menudo, paticorto y negro como la noche.
El otoño siguiente Odile regresó al lago acompañada de una garza macho. El mirlo enamorado creía que se moría. Se había convertido en un consumado pescador y hasta comía a diario pequeñas cantidades de pescado. Pero se le secaron de pronto las ganas de alardear. Dejó de frecuentar el prado, se negó a comer. Y a las dos semanas, se murió de inanición y pena oculto entre las ramas de un arbusto de viburno plantado frente al pantano.
Cuando la garza supo que iba a ser madre se pavoneó y proclamó su preñez a los cuatro vientos diciendo a vecinos y desconocidos que su cría sería la más bella y graciosa criatura que hubiera pisado jamás aquel parque. A medida que su arrogancia crecía, un profundo sentimiento de infelicidad y desesperación se iba enquistando en el corazón de Ada.
Sin embargo, la hermana del mirlo muerto, espoleada por una sed insaciable de impartir justicia, trazó y llevó a cabo un plan con que vengarse de Odile. De este modo, un día, aprovechando que la pareja de garzas se hallaba pescando, hurtó el único huevo que había puesto, lo sustituyó por otro huero y el bueno lo depositó por la noche en el lugar donde Ada dormía.
Transcurrieron veintiocho días y el nido de las garzas reales no registró ninguna señal de vida. A última hora de esa misma tarde, pero en la pradera, al abrigo de un seto de retama blanca y de viburno, un  polluelo gris larguirucho con cabeza de alfiler graznaba por primera vez a su mamá mirlo.
Tras esperar cuatro semanas más sin que el huevo se abriera, Odile desoyó a Paul, su pareja, cuando trató de prevenirla de que tal vez su cría estaba muerta y continuó incubándolo día y noche. Mientras, Paul se encargó  de pescar y alimentarla durante meses. Hasta que se cansó de seguir esperando, de traer comida, y, sobre todo, de la  testarudez de Odile de no querer abandonar el nido. Debía volver a su país con o sin ella. Y una mañana se marchó a los humedales del sur de Francia.
La garza dejó de pescar. Se negaba a separarse un solo segundo de su futuro hijo. Creía que nacería de un momento a otro, cuando menos lo esperara. Y sin perder la soberbia aseguraba a quienes se le acercaban que cuánto más se demorara su nacimiento, más hermoso sería. Y con esta idea siguió incansable acuclillada el resto de la primavera, el verano, otoño y el invierno siguiente entre las cañas de los carrizales. Nutriéndose de insectos y, con mucha suerte, de algún pollo de focha extraviado.
María empezó a sentir compasión por Odile.Ya no quedaba en ella rastro de su belleza y vigor juveniles. Le partía el corazón cada vez que la veía dirigir una mirada furtiva al polluelo de garza que criaban las mirlos del parque y la sorprendía a continuación picoteando alicaída en el cascarón vacío cuando creía que nadie la observaba. Un día le ofreció una rana que está, con aire ofendido, rechazó al momento sin atender a las razones que esgrimía el pájaro sobre la necesidad de que ingiriera proteína animal. Ada también intentó ayudarla trayendo a su nido lombrices de tierra que tampoco aceptó girando su ajado cuello, antaño esbelto y lustroso. María y Ada organizaron un grupo de mirlos para tratar sin resultado de atrapar una anguila, carpa o trucha con que alimentarla. Y presas del desánimo se acordaron de Saúl, de su ingenio y tesón. También Odile tenía últimamente muy presente en su pensamiento al mirlo que la había pretendido. Y suspiraba en su frío nidal sabiendo que él la hubiera querido, alimentado y cuidado hasta el final.
Una noche de invierno en que granizaba, la garza soñó con el mirlo negro. Supo que era él porque alzando el cuello al cielo vio sus ojos pardo oscuro reflejados en el sol. Venía a buscarla para acompañarla de regreso a su país y los suyos. Viajaban uno junto al otro, rozándose amorosamente las alas, sobrevolando la Camarga francesa cuando Odile descubrió que una cría de mirlo los seguía muy de cerca. Miró a su amado sonriendo y le embargó entonces una felicidad desconocida. 
Al despertar a la mañana siguiente se fue a pescar. Entregó una trucha a la hija de Ada y el resto lo engulló decidida a  volver a Francia en cuanto sus fuerzas se lo permitieran. Porque había comprendido que nunca era demasiado tarde para empezar una nueva vida y aprender a ser feliz. Sin vanidad. Incluso sin hijos ni Saúl.

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com

El príncipe feliz