Cuando era pequeña mi padre me contó
que hay gente que nace con buena estrella. Pero pocos, muy pocos elegidos,
podían decir como yo que habían nacido de una estrella. Y además de una buena,
la supuesta hermana de Sirio que, en el momento de alumbrarme, se apagó para
siempre del firmamento.
Mis padres se casaron muy jóvenes y
enamorados. Dos años después, mi padre acabó la carrera de arquitectura que
había compaginado todo ese tiempo con los trabajos de delineante y dibujante de
retratos y caricaturas. Desde entonces, su mayor ilusión fue tener hijos.
Tras un lustro y comprarse su primer
coche, el sueño de formar su propia familia se había convertido en una obsesión.
En su décimo aniversario de casados,
diseñó una casa más grande con jardín y piscina con la idea de que su futura
descendencia tuviera espacio para jugar y correr.
A los quince años, adquirió un
telescopio profesional e instaló un observatorio en la buhardilla. No era
astrónomo pero su escasa formación inicial la compensó con la pasión y el
tiempo que dedicaba al estudio y
observación de aquel remoto y misterioso mundo interestelar.
Con cuarenta y un años recién
cumplidos y veinte de matrimonio, le diagnosticaron un cáncer de colon. Y no
quiso morirse antes de ver nacer a un hijo de su sangre.
El día que lo operaban, mi madre le
anunció con lágrimas de esperanza en los ojos que yo, su primer vástago, por
fin estaba en camino. Y mi padre se sintió el hombre más dichoso no sólo del
mundo sino del universo entero. Él siempre tuvo una visión interplanetaria y
global de la vida y de su entorno físico. Y escrutando con la mirada el techo
blanco y aséptico de la habitación del hospital, dijo que me llamaría Estrella
o tal vez Estela.
La intervención quirúrgica fue mejor
de lo que el cirujano había previsto y mi padre se recuperó relativamente
pronto. Durante los meses de baja laboral, cambió de dieta, programó una tabla de ejercicios que
practicaba a diario en el parque. Se apuntó a la moda de las artes marciales y
luego al yoga. Nunca estuvo mejor mi padre. Desbordaba tanto optimismo y
vitalidad que, apenas empecé a gatear por el parqué de casa, se propuso darme
un hermanito.
Tras cinco años de infructuosa
búsqueda, abandonó su empresa comprendiendo que
yo era fruto de un milagro que no habría de volverse a repetir. Y que dada la
naturaleza excepcional de los milagros, debía de celebrarlo cada día. Así que
me malcrió aún más. Todos y cada uno de mis caprichos y deseos, sin importar lo
caros, descabellados e inútiles que fueran, se materializaban casi al instante
para, meses o incluso días después, terminar olvidados en un rincón de mi
habitación o la buhardilla.
Cuando cumplí los seis años, mandó
instalar en el jardín un tiovivo calcado al que había en el parque de atracciones
de Montjuïc pero a menor escala. Una semana antes me había montado en uno de
esos caballitos eléctricos y me había fascinado su movimiento continuo hacia
arriba y hacia debajo mientras el tiovivo giraba sin fin como una peonza. Aquel
juguete era una preciosidad y la envidia de amigos y enemigos del que me hastié
tras dar una docena de vueltas. No obstante, accedía con agrado y una sonrisa
no exenta de orgullo y prepotencia a viajar con mis amigos y primos, los hijos
de mi único tío y hermano de mi padre. Además de no querer contrariar su anhelo
expreso o tácito de montarse en mi tiovivo, con este gesto conseguía
sobrealimentar y extender mi fama de niña rica, feliz y generosa más allá de la
zona residencial de Pedralbes.
Ninguna novedad o moda que saliera a
la venta relacionada con mis intereses se le resistía al bolsillo de papá. Ya
se tratara de juguetes, juegos, entretenimiento, ropa o cultura. De este modo
fui la primera de mis amigas en disfrutar y hartarme de la colección completa
de Nancys, Leslys, Barbies y su perpetuo novio Kent. Y en alardear de Rosaura,
la muñeca hecha a escala humana. También giré en exclusiva el primer aro
hula-hop y el yoyó profesional ante la abierta expresión de sorpresa y
admiración de mis compañeros de clase. Empapelé rápidamente las estanterías de
casa con los títulos ilustrados de Walt Disney y Bruguera y cuantas nuevas
ediciones de libros y cuentos salían al mercado. Tampoco me perdía ningún
estreno de películas infantiles o aptas para todos los públicos. Ni desperdiciaba
la ocasión que tal privilegio me brindaba de desvelar, no sin cierta alevosía,
su argumento a mi círculo de fans.
Mis gustos y curiosidad parecían no
tener freno. Ni siquiera por razón de mi sexo. Porque entre mis juguetes más
valorados, destacaban un escaléxtrix cuya estructura y recorrido cubría la
mitad de la buhardilla, un circuito de trenes y juegos de mecano. Pero, sin
lugar a dudas, mi predilecto era la colección de aeromodelismo. Setenta fieles
reproducciones en miniatura de los modelos y prototipos más significativos en
la historia de la aviación.
Desde muy temprana edad tenía muy
claro que prefería el cielo a la tierra. Los aviones antes que los coches y el
ferrocarril. A los diez años ya me seducía la idea de que no existían límites
para mí más allá de la tierra. Que la tierra era solo el comienzo, el punto de
partida. Que había un espacio etéreo, infinito que yo, algún día, habría de
franquear y explorar como piloto de aviones (profecía que se hizo realidad en
cuanto cumplí los dieciocho años).
Con tal cantidad y variedad de
juguetes conseguí no sólo ser el centro de envidias de las niñas, sino también
de una cohorte de seguidores masculinos cada vez más numerosa. Me gustaba que
me admiraran y agasajaran con su compañía y atenciones sin importarles que mi
rostro y cuello fuera una constelación interminable de granos de pus y
cicatrices frescas incluso a la precoz edad de los nueve años.
Donde no lograba ser la primera era en
el colegio por mucho que me esforzara. No sobresalía en matemáticas ni en
lengua. Mi impericia saltando el potro tampoco ayudó en nada a elevar mi
historial académico a un nivel digno de mi persona y popularidad.
El día de mi primera comunión lucí el
vestido largo, con velo y diadema de oro y brillantes más espectacular y
ostentoso que cualquier flamante modelo con los que se paseaba Romy Schneider por las pantallas del cine y la televisión en su
papel de Sissi, la emperatriz. En cambio, Montse, mi única prima, no pudo ni
conformarse con llevar un discreto vestidito corto y una diadema de flores de
tela. De modo que hubo de aplazarla para el año siguiente con el fin de que
pudiera aprovechar mi vestido. Le quedaba por encima de los tobillos,
inconveniente que solucionó mi tía añadiéndole un volantito que confeccionó con
la tela de tul del velo. Aquel día tan esperado, Montse entró y salió de la
iglesia con la cara descubierta y sin tocado porque yo me negué a prestarle
también mi corona. A saber qué hubiera hecho con ella…
Creo que la inquina que sentía hacia
mi prima despertó el mismo día que tuve uso de razón. Ella era más agraciada y
femenina que yo. Únicamente compartíamos como marco un cabello de tirabuzones
oscuros y brillantes. Pero aparte del pelo, ella y yo conformábamos dos cuadros
totalmente distintos en cuanto a la forma, el estilo y el color. Incluso diría
antagónicos. Yo parecía más bien un retrato pintado por Picasso en su época
azul. Ella recordaba a una de esas mujeres de belleza castiza aunque de tez más
clara retratadas por Julio Romero de Torres.
Mi rostro era cetrino y anguloso, y lo
sigue siendo pero menos, como el de mi tío Felipe y mi primo Guillem. El de
Montse, ovalado, delicado, atractivo, de una homogeneidad y color casi marmóreos. Ella constituía el
centro de miradas de niños y hombres por su belleza y su carácter dulce y
cercano; yo, por las cosas que ella no
tenía.
Desarrollé muy pronto una intuición
avizora cada vez que mi madre se disponía a empaquetar algunos de los juguetes
que había dejado de hacer caso para enviárselos a Montse y sus dos hermanos.
Encontrándome en este difícil trance, yo invariablemente me plantaba delante de
mi madre, con los brazos cruzados y la expresión enfurruñada. Por si mi postura
respecto a donar involuntariamente parte de mi botín no era lo suficientemente
explícita, en alguna ocasión estuve tentada de retarle con la frase lapidaria que tanto me gustaba
decir cuando jugaba a pistoleros: “antes tendrás que pasar por encima de mi
cadáver”.
Sin embargo, los argumentos que
esgrimía mamá me acababan desarmando. Porque apelaba a mi corazón de buena
samaritana repitiéndome como una triste cantinela la vida de penurias que
sufría mi tío Felipe y su familia.
Y a menudo añadía enigmática:
-Algún día sabrás lo afortunada que
eres.
Yo siempre claudicaba. No porque me
apiadara de mi prima Montse. No. Lo hacía por mi tío. Era mi manera de
agradecerle las entretenidas tardes que me permitía pasar a bordo del autobús
que conducía recorriendo las calles de Barcelona una y otra vez hasta caer
rendida. O aquellos contados fines de semana que libraba y jugaba conmigo al
escaléxtrix y los aviones.
Y mientras yo soñaba con viajar y
volar, mi padre continuaba incansable e insaciable escrutando el cielo nocturno
con su telescopio. Los días que no quería irme a la cama, él enfocaba la luna,
Venus, el carro, la Vía Láctea y cuantos planetas, astros y constelaciones
conocía para que yo los contemplara. En verano estando de vacaciones o en los
días festivos más claros, sin nubes y coincidiendo con la luna nueva, nos
llevaba a mi madre y a mí a la montaña
de Collserola en Molins de Rei o El Papiol. Pasando el Castell Ciuró o les escletxes, buscaba entre las piedras y
la hojarasca seca un triángulo llano donde apoyar el trípode del telescopio.
Cuando apagaba la linterna yo no sabía qué me impresionaba más si aquella
profunda e impenetrable oscuridad que parecía que fuera a devorarnos de un
momento a otro, o aquella miríada sin fin de ojos brillantes que nos miraban
desde el firmamento.
Desde aquel lugar, la mancha de color
gris blanquecino de la Vía Láctea se apreciaba con un poco más de claridad.
Aunque el polvo interestelar dificultaba la observación del centro de la
constelación.
Tendría ocho años la primera vez que
me habló mi padre de Siria, una supuesta estrella muerta, melliza de Sirio. Por
entonces yo pedía con insistencia un hermanito a mis padres. Lo recuerdo bien.
Entonces mi padre me contó que yo había nacido de Siria, una buena estrella que
compadeciéndose de él accedió a concederle el deseo de tener una hija. De este
modo renunció la estrella a seguir viviendo y brillando en el cielo miles de
años más para convertirse en la primogénita y salvadora de un hombre enfermo de
cáncer.
-Tú, hija, eres un milagro que ayudó a
que se produjera otro milagro: que yo siguiera viviendo.
Yo me quedé sin palabras. Y sentí el
deseo irrefrenable de localizar el punto exacto que había ocupado Siria en la
Vía Láctea escrutando el cielo a través del telescopio.
-¿Ves una estrella muy brillante?
-No –contesté impaciente a mi padre.
-Mira hacia el este de la Vía Láctea,
al oeste del Cinturón de orión.
-¿Ves ahora una estrella muy
brillante?
-Sí
-afirmé, por fin, maravillada
pegando más mi ojo izquierdo a la lente.
-Pues Siria estaba situada justo a su
lado derecho antes de desaparecer y lucía tanto o más que su mellizo.
Aquellas excursiones nocturnas se
terminaron de súbito como otras tantas cosas y buenos momentos el día que mi
padre murió arrollado por un autobús urbano cruzando una calle de Sants.
Siempre me imagino esa tarde a mi padre distraído elucubrando con qué regalo
sorprendería a la niña de sus ojos tras recorrer y estudiar los escaparates de
juguetería del barrio de Sants. Sin embargo, todo o casi todo apunta a que iba
a visitar a mi tío Felipe. Y digo casi
porque el sobre con el dinero que llevaba guardado en el bolsillo de su
chaqueta para el pago del alquiler del piso de mi tío, se lo robaron antes de
que llegara la ambulancia.
Ni en vida ni una vez fallecido, mi
padre obtuvo el renombre ni el número de encargos que su admirado Antoni Gaudi,pero ejerció su mismo oficio y murió de un modo parecido. Ironías o tal vez
coherencias del destino. Tenía 54 años y yo, 12.
Por un tiempo me sentí una estrella
huérfana. Luego supe a qué se refería mi madre cuando me decía que algún día
sabría lo afortunada que era. Me confesó que yo había nacido no de una
estrella, sino de tres. De mi madre, de mi padre y mi tío. Dos padres. Uno
pobre, otro rico. Uno que deseó que naciera, otro que lo hizo posible. Un padre
que me enseñó a mirar y desear el cielo y otro que me mostró el medio para
llegar hasta él.
Relato publicado también en la revista eye2.magazine.com
Relato publicado también en la revista eye2.magazine.com