jueves, 25 de junio de 2015

Y el deseo se hizo carne

Yo era de esa clase de niñas soñadoras que recolectaban conchas en verano y bailaban a escondidas en el patio de casa. De aquellas niñas que en la alborada de su adolescencia emulaban a las Mamachicho. De esas chicas que descubren un día que su vecino la espía. Que me espía no sólo cuando bailo en el patio de mi casa de verano. Si no también mientras camino por el paseo marítimo, me siento a tomar un refresco en algún chiringuito, me bronceo y baño en la playa o me pierdo de noche por algún pueblo cercano que celebra sus fiestas patronales. Pero lejos de violentarme el control remoto que Marcelo parecía ejercer sobre mí yo me mostraba segura y extrañamente coqueta.
Ahora soy de esas mujeres entrada en los cuarenta, divorciada, con dos hijos, que conserva en naftalina un puñado de sueños y algunas conchas viejas en la casa familiar de la costa andaluza que atestiguan un tiempo pasado feliz. Es agosto y nuestro taxi se detiene en ese punto exacto de mi memoria infantil. Al salir me faltan manos. Portar un par de maletas y bregar al mismo tiempo con Isma y Marta, de 7 y 5 años, bajo un sol de justicia supera el límite de mi aguante. Me detengo unos segundos a mitad de camino para coger aire cuando de pronto cae sobre mí el peso acuciante, protector de unos ojos conocidos. Me resisto a levantar la mirada. Tal vez la imaginación, el recuerdo o quién sabe el cansancio, el hartazgo del presente han vuelto a activar el reflejo automático aprendido hace tantos años.
Supe que se trataba de Marcelo un par de días más tarde cuando coincidimos en las fiestas del pueblo vecino. Surgió de súbito entre el gentío, las casetas de pinchos morunos, la neblina y el estruendo de las tracas de pólvora. Lo miré muy sorprendida y algo sofocada. Nos saludamos e intercambiamos a gritos unas palabras. Logro entender que se ha separado y que sus hijos viven con su ex mujer. Han pasado veintiocho años desde el último verano que nos vimos. A los catorce años se enroló en sucesivas campañas estivales de excavaciones arqueológicas, al principio terrestres y luego submarinas.
Hablamos tan cerca que puedo sentir el hálito caliente de sus palabras, su olor a cerveza, el cosquilleo de sus vibraciones en mi oído. Su proximidad empieza a resultarme excitante y peligrosa. Por un momento el leve contacto de su vello con mi brazo hace que salten chispas de mi piel. Aparto el brazo rápidamente abrumada por el deseo contradictorio de dejarme seducir y de escapar al mismo tiempo. Doy un paso atrás y me cruzo con sus ojos. Unos ojos negros aún más profundos bajo la luz de la luna y la humareda de la pólvora. Una mirada que me llama a voces, que me tienta, me cautiva. No puede ser, me digo, me repito a mí misma y me despido torpe, abruptamente. Tropiezo con la gente mientras busco con ansiedad a mi prima para que me lleve de vuelta a casa.
La mañana del martes salgo a correr por la playa. De regreso por la avenida principal Los Pinos su mirada gitana se desploma sobre mí desde lo alto como el rayo más luminoso y fulminante de la mañana. Miro con disimulo y lo localizo reclinado sobre la barandilla azul de la casa de sus padres en la misma postura que lo recordaba cuando me espiaba bailando. Sabe que le observo porque de pronto se inclina un poco más acodándose en la baranda y silba mientras enfilo cansada la calle Cruces, abro y cierro el pestillo de la verja de casa.
Nuestros caminos confluyen la mañana siguiente por la pineda que conduce al paseo marítimo. Corremos un rato en paralelo, acompasados sin decirnos nada. Mi respiración se acelera y siento flato pero continúo corriendo. Al llegar a la playa me refresco la cara en una ducha y me seco con el borde sudado de la camiseta. Me suelto la coleta. Balanceo el pelo de un lado a otro, aliviada, liberada. Los ojos de Marcelo se clavan en mi camiseta empapada y luego se cuelan por el escote. Me cruzo de brazos un tanto ruborizada mientras nuestros pasos horadan la arena. A estas horas la playa está prácticamente desierta de bañistas.
Al llegar a la orilla nos descalzamos y seguimos caminando dejándonos sorprender por el frío batir de las olas. Esquivamos poco después entre risas los hilos transparentes de un par de cañas de pescar separadas apenas un metro y medio la una de la otra. Habríamos recorrido un quilómetro cuando arribamos al final de la playa, donde el agua se recoge en el recodo íntimo de una cala. Marcelo corre de pronto jovial y espontáneo como el niño que un día conocí. Se detiene frente a la roca grande amurallada de la caleta, se agacha y palpa la piedra por debajo del agua buscando probablemente mejillones entre sus oquedades. Sin levantarse, me dice alegre y lacónico:
-¿Te acuerdas?
Por unos instantes nuestros ojos destellan al recobrar la ilusión de cuando éramos niños y adolescentes y veníamos a coger mejillones y cuantos tesoros enterrara la arena, arrastrara el mar a la orilla o anidara en la roca. Claro que me acordaba Eran pedazos de mí que aún vivían en la memoria. De aquellas expediciones marinas conservaba además tres conchas y un guijarro blanco perforado que me había regalado Marcelo el último verano. Una piedra que se deshacía como el polvo por las hendiduras del tiempo. Por la larga espera.
Arrastrada por su entusiasmo y la evocación de aquellos lejanos días compartidos me acerqué y me uní a él en la tarea de hallar moluscos. Apenas había y los que encontramos eran minúsculos, benjamines. El turismo masivo y la pesca furtiva de las últimas décadas provocaban esos efectos dañinos sobre el ecosistema. Exhalé un suspiro de desilusión y añoranza. Viendo Marcelo que la tristeza nublaba por un momento la expresión de mi cara, añadió:
-El mundo cambia. La vida es devenir. El tiempo fluye pero siempre queda algo de su paso, su huella indeleble. Queda el cauce de nuestra memoria que vuelve a llenar el río de agua, guijarros y truchas, de juncos su orilla y de ninfas y seres imaginarios su fondo.
Aparté la mirada por temor a que vislumbrara en ella la tonta fantasía, la ridícula nostalgia que abrigaba desde la adolescencia de llegar a querernos algún día. Porque Marcelo estaba en lo cierto: hay parte del pasado y de los sueños que no mueren jamás. Que incluso pueden ser tan poderosos y reales o más que el presente. Yo, coleccionista de caracolas, me reconocí enseguida en esa bella y turbadora imagen de buceadora de tiempos y sueños.
Mi incomodidad porque pudiera descubrir mi secreto me apremió de pronto a dar media vuelta y desandar el camino recorrido. No habría dado más de un par de pasos cuando me incliné a recoger de la arena una concha moteada. Y me detuve a inspeccionarla con aire admirativo de espaldas a Marcelo. De súbito todo mi cuerpo se estremeció al sentir el contacto de sus manos frías y húmedas sobre mis hombros desnudos y ardientes. Los acarició durante unos segundos sin prisas, con suavidad. Yo me quedé inexplicablemente petrificada como si la amalgama de arena, agua y salitre hubiera fundido mis pies en una peana invisible. El aliento cálido y subyugante de Marcelo erizaba la piel de mi nuca, cuello, espalda al mismo tiempo que la brisa marina revolvía mi cabello y lo salpicaba de gotas de agua.
No sé cómo de repente me giró igual que una peonza y, cediendo al peso del deseo, caímos en la arena, abrazados, uno encima del otro. Nuestros labios se encontraron y besaron sensuales, perezosos, sin urgencia. Sentía su pecho palpitar sobre mí, el frenesí de la pasión anunciándose, el hormigueo rugoso de la arena crujiendo en mi espalda. Sin dejar de explorar mi boca, Marcelo me acarició el brazo y luego quiso entrelazar su mano a la mía. Pero yo seguía inexpugnable con el puño cerrado aferrando la concha que había encontrado, protegiendo mi tesoro. Con amorosa y paciente constancia logró que abriera cada uno de mis cinco dedos. Y arrebatándome el caparazón del bivalvo lo arrojó de pronto al mar.
Contrariada desvié la mirada por unos segundos hacia el horizonte azul esquivando la boca ávida de Marcelo. Pero él deslizó su lengua suave y húmeda por mi cuello venciendo mi resistencia una vez más. Ahora quería fundirme en sus labios, sus brazos, su cintura con la vehemencia, la furia de un caballo salvaje liberado tras un largo cautiverio. Mis labios se deleitaron en su frente, sus mejillas, sus párpados entrecerrados. Y luego recorrieron su mentón recién rasurado, su vigoroso y ancho cuello con sabor a mar. Me perdí durante un rato en el nacimiento de su pecho terso, sin apenas vello y más bien corpulento. Mi boca, mis ojos, mis manos ansían continuar explorando, sentir cada milímetro del cauce de su cuerpo. Adentrarse por primera vez en su selva virgen, el jardín prohibido de Marcelo como si el paraíso, la única felicidad posible en ese instante, se concentrara en su cuerpo. Beber de su boca, mordisquear el lóbulo de su oreja, tierno y sensible, dibujar con la lengua el delicado redondel de su ombligo. Descubrir un lunar justo encima constituye para mí en esos instantes una fuente inagotable de placeres insospechados, de dulzura y sensualidad innombrables. Sus brazos de pronto me acogen firmes y amorosos y me dejo acurrucar en el regazo de su pecho. Mi piel respira su aliento cálido y ubicuo como la brisa marina. Mis manos se deslizan por el hueco de su cintura y se hunden en la profundidad de sus nalgas que semejan rocas cubiertas de algas suaves sumergidas en el fondo del mar.
A la curiosidad y necesidad de conocer a Marcelo, le siguió el imperioso deseo de unirme a él en carne y en espíritu. Me apreté contra él. Quería sentirlo tan cerca como mi propia piel. Romper las últimas fronteras que separaban nuestros cuerpos. La frontera de nuestra epidermis para que su piel fuera mi piel. Que su hálito se confundiera con mi hálito, que mi boca exhalara sus gemidos. Pero antes de que el deseo extinguiera la última pavesa que alumbraba mi razón y dejarme arrastrar hacia la más absoluta de las locuras, mi mente garabateó una rápida composición de lugar y situación. Estábamos en la playa a la vista de los primeros bañistas del día, muchos de ellos acompañados de menores. Marcelo captando al momento mi repentina conciencia de vergüenza me alzó inesperadamente en brazos. Yo hundí mi rostro en su torso sabiendo de antemano adónde me llevaba. Su respirar ya de por sí agitado resollaba en mi oído mientras se alejaba de la playa y su hipnótico murmullo. Empecé a cubrirle de besos cuando ascendía, como yo había anticipado, por el cerro. Besos por la piel delicada de su cuello, besos en su hombro, su tórax pétreo y erizado por el sobreesfuerzo y la excitación. Besos, un océano de besos en su boca exhausta pero insaciable y jugosa.
Una vez en lo alto del cerro, recorrió con dificultad los últimos cincuenta metros. Después agachándose se dispuso a entrar conmigo en brazos en la cueva que de niños nos servía de refugio y lugar de juego. Por mucho cuidado y atención que puso en el empeño, mi pie izquierdo rozó la pared rasposa de la roca. Me quejé riendo y él tambaleante e hilarante estuvo a punto de dejarme caer de bruces.
Me recuesta sobre la tierra batida y me besa mirándome a los ojos bajo la tenue e íntima luz que se cuela por la recoleta gruta. Sus besos son tranquilos, sensuales, exploradores, intensos. Yo me impregno poco a poco de sus labios, de la textura suave y húmeda de su piel, su sabor, su olor a sudor y mar salada. Me recreo en su labio inferior, viajo de una comisura a otra, sintiendo el calor, el fuego de toda la superficie de su piel entregada, inflamada por el deseo y el amor. Las yemas de mis dedos delinean el contorno de su boca exuberante, recorren tranquilas cada una de las líneas verticales que la franquean, rastrean con deleite todos los caminos que confluyen en su boca, esa fuente y sumidero inagotable de placer y regocijo. Y luego lo beso con extrema dulzura asiéndolo por el mentón, acercándolo un poco más hacia mí. Acoto y sello el perfil de su boca, sus labios, los caminos trazados, recién aprendidos por mis dedos. Rozo su perilla y un estremecimiento me incita, me apremia a besarlo con más ímpetu, imperativamente.
Lo miro durante un instante sobrexcitada, enfebrecida por su contacto tan próximo, por mi sed desbocada, por el deseo quemando en sus ojos. Y él sin dejar de mirarme, se desprende de su camiseta, la dobla y solícito y amoroso me la coloca como almohada. Se reclina y siento su olor sobre mí, su torso resplandeciente, sudoroso y bello mientras se acomoda en mi cadera, en la cavidad de mi vientre. Lo abrazo y le acaricio la espalda, el hueco bien definido y firme de su cintura. Mis manos después se dirigen decididas hacia las suaves y sólidas mesetas de sus nalgas y masajean su redondez. Noto cómo su deseo va creciendo bajo mi abdomen. Me muestro confiada, libre para amarle sin ataduras, sin tapujos. Porque este encuentro y los tres sucesivos que tendríamos para mí son mucho más que meros escarceos. Marcelo transciende lo meramente físico. Es carne y espíritu.
Marcelo residía en Alicante y viajaba mucho por España y el extranjero impartiendo conferencias sobre arqueología submarina. Precisamente el sábado siguiente partía para Gijón. Una lástima porque aparte del placer que compartimos, sabía que de un modo u otro había amado a ese hombre desde el día, ya lejano, que lo sorprendí espiándome. Desde aquella tarde que nos despedimos me acompañaría la sospecha de que los sueños, en caso de materializarse, sólo se cumplen una vez. Que el deseo se hace carne y espíritu una vez en la vida. Porque en medio de las promesas románticas que declaramos al viento y al oleaje, tuve el pálpito de que tardaríamos muchos años en volvernos a ver de nuevo. Pero supe que nunca olvidaría lo que vivimos juntos aquel verano, que la voluntad de mi memoria se rebelaría contra las leyes inexorables del tiempo, ese tiempo que al devenir pasado se proclama olvidadizo, se rebela siempre fugitivo, huero como el interior de mis conchas y esas piedras que se empeñan en deshacerse y desaparecer un día definitivamente.

lunes, 16 de marzo de 2015

Por el amor de un músico



Mientras espero en la cola de una de las máquinas expendedoras de billetes de la estación de Sants, en Barcelona, recibo la inesperada llamada de mi amiga Rebeca. Al colgar el móvil, hurgo con impaciencia en el bolso hasta que tanteo y extraigo el monedero.  Ya llega mi turno y no quiero perder el último tren. Cuento las monedas cuando alguien llama mi atención. Un chico me pide esbozando una sonrisa amplia y radiante cincuenta céntimos. La calderilla que lleva no alcanza para comprar un billete sencillo y la máquina le ha rechazado dos veces la tarjeta de crédito. No puedo dejar de mirarlo. Es alto, delgado y fibrado y, aun no siendo agraciado, su sonrisa por genuina y envolvente ejerce en mí un extraño magnetismo. El traje negro le cuadra perfectamente en la cruz de los hombros, el talle y estatura. Su aspecto es impecable y distinguido. En el suelo, tocando ligeramente su pierna izquierda, hay una maleta de ruedas también oscura. Y lleva colgada en bandolera lo que parece una guitarra enfundada.
Rebusco en mi monedero. Y al fin, le entrego triunfante los cincuenta céntimos. Sonriéndome de nuevo, promete devolvérmelos en cuanto pueda. Insisto que no es necesario. Mientras hablo me observa callado, circunspecto durante un rato. Y luego asegura con expresión admirativa que el timbre de mi voz es muy musical y hermoso. Le agradezco el halago con modestia. Introduzco el dinero en la ranura, recojo mi título de transporte y me encamino a la vía número trece. Él se ofrece a acompañarme. Acelero el paso. Llevo tanta prisa que valido el billete sin haberme despedido. Desde el otro lado de la barrera, Daniel me pide mi número de teléfono abriendo la funda de su móvil. Se lo dicto precipitadamente en la distancia mientras anuncian por megafonía la arribada de mi convoy. 
Dos días después vuelvo a tener noticias de él. “Por fin he reunido los cincuenta céntimos. He tenido que pedir un préstamo a mi madre. Perdona la demora. Espero que no me cobres intereses”, se excusa medio en broma desde el otro lado del teléfono. Me río de su ocurrencia y añado un comentario pretendidamente gracioso. “Oye, ¿sabes que tu voz suena más increíble por teléfono?”, me dice de pronto. Trabajo en un comedor escolar  a tiempo parcial en Barcelona, estudio interpretación desde hace un par de años y, siempre que me dejan, participo sin demasiada fortuna en castings de anuncios y películas. Por tanto, entrenar y cuidar las cuerdas vocales es uno de mis objetivos prioritarios.
Quedamos en Barcelona, a la puerta de McDonald’s de Plaza Cataluña, junto al Fnac, a las once de la noche. Una hora intempestiva pero a Daniel le es imposible llegar más pronto. Se retrasa media hora y acepto sus disculpas. Durante el encuentro ríe con frecuencia y yo también. Su risa es peligrosamente contagiosa, además de cautivadora. Y mientras fluye el humor entre los dos, él busca mis ojos. Yo trato de esquivarlos. Tengo miedo de enamorarme. Hace seis meses que rompí con mi ex.
Mis esfuerzos resultan inútiles. Mis hormonas están a flor de piel. Con los labios untados con el sabor frío y aromático de los frutos del bosque del helado que he tomado como postre, acerco mi cara a la suya para besarlo. Cierro los párpados suave y sensualmente, deseándolo, esperando recibir su boca. Y ante mi gesto de decepción y sorpresa, Daniel me responde con una nueva sonrisa tranquilizadora. Como siempre, fascinante, irresistible.
Al subir al bus nocturno, me roza la mano y vuelve a sustituir el beso de despedida por la consabida inclinación oblicua de la comisura de sus labios. Una expresión de felicidad que brilla en su rostro, sus ojos, su tez. Antes de tomar asiento noto un vacío que identifico con añoranza. Tengo ganas de verlo y besarlo.
Sueño con él esa noche, o más bien por la mañana. Me despierto con un sudor frío recorriéndome el cuerpo y con su vago recuerdo alejándose de mi mente.
Nos citamos la segunda vez en Arco de Triunfo también a las once de la noche. Desconozco por qué ha elegido precisamente esa zona. Pero tampoco me interesa demasiado averiguarlo. El lugar me resultaba indiferente. Sólo quiero estar con él.
Un hombre tal vez beodo me dirige, tambaleante y con la lengua trabándosele, un improperio ininteligible que me resulta muy desagradable. Siento miedo aguardando sola sentada a aquellas horas en uno de los bancos de piedra más próximo al monumento romano. Es otoño, un martes no festivo, sin luna aunque la mayoría de farolas que bordean a uno y a otro lado el paseo permanecen iluminadas. Me parece una noche embrujada. Apenas pasa gente y, aún menos especímenes con apariencia normal. Daniel comparece diez minutos tarde. Suspiro aliviada al verlo llegar con su porte noble y elegante indumentaria.
Me coge la mano y la besa tan levemente que apenas la roza con sus labios carnosos. Y anunciándome alegre que su madre se encuentra en un viaje organizado por el Imserso, me propone una velada romántica con música y baile en su casa. Invitación que acepto al momento. Entonces comprendo por qué hemos quedado en Arco de Triunfo.
Tras caminar un cuarto de hora, nos detenemos en una vieja portería pero bien conservada salvo por el ascensor que no funciona. Subimos a pie hasta la tercera planta, pasando por el entresuelo. Es un piso de techos altos con moldura totalmente reformado. Salón con suelo de parqué color miel. Un lugar muy acogedor y cálido. Sin embargo, estoy nerviosa. Siento que quizás me he precipitado adentrándome en su territorio en este segundo encuentro.
Me ofrece una cerveza fría. Manipula la mini cadena y la música de Bryan Adams hace de pronto más íntima la sala. Identifico la banda sonora del largometraje Robin Hood. A mi madre le encanta. Me sorprenden los gustos musicales de Daniel siendo tan joven. Pero me agrada lo que oigo. Muchísimo en realidad. Estoy excitada, entonada, diría que un punto o dos desinhibida, ignoro si por el efecto del alcohol, la música, por Daniel o por todo junto. Me da por reír de repente. Me cuesta controlarme. Cambio las carcajadas por una sonrisa fija, imperturbable, mostrando los dientes manchados de carmín rosa cuando, agarrándome por la cintura a media luz, me conduce al centro del salón, que se convierte en una improvisada pista de baile.
La tarima cruje mientras nuestro instinto y cuerpos danzan tan pegados que parecen querer fundirse, hacerse uno. Sus manos bajan y trepan de mis caderas a la cintura alternativamente. Mi piel arde, se derrite dentro de la estrechez elástica de mi vestido negro. También percibo el calor de su piel, de su aliento quemándome el cuello. Parece que interpreta correctamente las señales que emite mi temperatura corporal porque deja de abrazarme y sus dedos gatean por encima de mi cintura y se detienen a acariciar mis senos. La ropa me ahoga. Necesito liberar el fuego que aprisiona mi pecho. Y entonces, Daniel empieza a descorrer poco a poco la cremallera frontal del vestido. Cómo ansío sus besos, sus caricias, el contacto sedoso de su piel ardiente.
Sus manos diestras encienden en mí una pasión irrefrenable, incontenible. Quiero, necesito más. Giro y levanto el cuello buscando su boca con ansiedad.  No resisto más. Me urge probar, comerme su boca, fundirme dentro de ella. Pero él girándose a su vez, rechaza mis labios, mi lengua. Experimento confusión, desasosiego. No acierto a entender nada. No salgo de mi estupor. Durante unos segundos lo observo enmudecida, atónita, sin atreverme a pedirle explicaciones.
Estampándome un súbito y sonoro beso en la otra mejilla, desaparece tras la puerta de color cerezo de una habitación. Regresa con una guitarra, probablemente la misma que le vi el día de la estación. Apaga el aparato de música. Se sienta en una silla blanca de piel e interpreta la melodía de una canción de Sting. Yo permanezco en pie, rodeándole el hombro. Su manejo del instrumento es proverbial. Las notas cobran vida. Vibran de sentimiento y vida. Lo contemplo embelesada, rendida. Sigo deseándolo. Creo que me he enamorado sin remisión. Siento la tentación de volver a besarlo. De intentarlo de nuevo. Refreno mi impulso a tiempo. No quiero que me responda con otro desaire.
Al acabar la pieza aplaudo exaltada. Por mis ojos asoman lágrimas. Le confieso con sincero entusiasmo que nunca antes he oído acordes tan cristalinos y bellos, tan semejantes a la voz humana. Al timbre femenino, en realidad. Sonriendo Daniel tensa una cuerda y la suelta dejándola vibrar con sus tonos agudos. Mis dedos corren a tocar las cuerdas blancas perladas de la guitarra. Su tacto es muy suave y recuerda a la membrana  o a la piel de un animal. Él molesto retira mi mano inesperadamente. “Suena tan bien porque sus cuerdas están vivas”, asegura circunspecto. Abro mucho los ojos y, nuevamente, no atino a decir nada.
Luego adoptando una expresión más relajada y fascinante, sonrisa incluida, me propone que le cante una canción. Que desea deleitarse con mi bonita voz. Yo, estando acostumbrada a la improvisación y flexibilidad que me exige mi carrera de actriz en ciernes, no me extraña demasiado su petición y accedo encantada a cumplir su deseo. Elijo para la ocasión el tema Stop, de la cantante de los años ochenta, Sam Brown, intuyendo que siente especial debilidad por la música de aquella época que no corresponde con nuestra generación. Voy a arrancar a cantar, cuando con un gesto, me indica que espere un momento. Baja la cabeza y pulsa las cuerdas de su guitarra muy concentrado y de veras encantador. Los acordes corresponden a la melodía de Stop.  Entonces ya sí me dispongo a entonar una versión muy personal de la canción.
Daniel alza la vista de tanto en tanto sin perder la concentración ni el ritmo en ningún momento. Me estudia unos segundos complacido con lo que oye y luego vuelve a bajar los ojos. En tres ocasiones veo que los cierra y se estremece de emoción. Qué sensibilidad  y don tiene para la música. Yo, por mi parte, no recuerdo haber interpretado con tanto sentimiento y entrega como canté Stop aquella madrugada. Al terminar, yo continúo pegada a su lado acariciándole el hombro amorosa y solícitamente. No recibo aplausos ni sonoras ovaciones. Sólo sé que entonces, y sólo entonces, pegó  su nariz a la mía y, por fin, ladeando la cabeza ligeramente, me besó, derramando su humedad y carnosidad sobre mis labios anhelantes. Quiero repetir pero él, dirigiendo su boca a mi oído, me susurra excitado “cómo me gusta tu voz, me la comería ahora mismo”. Yo sonrío dichosa paseando voluptuosa mi cara por la suya hasta alcanzar de nuevo su concavidad bucal entreabierta. El segundo beso es mucho más largo. La lengua  brota de su garganta y se prolonga hacia mi boca y después al paladar. Un apéndice flexible, extenso y ancho, ávido de deseo. Al tocar la campanilla con la punta de su lengua, siento que me asfixio, que no puedo respirar. Intento protestar pero de pronto de un mordisco me arranca la lengua. Aprovechando que me quejo y revuelvo de dolor, me lleva en brazos a su habitación. Me ata a la cama y, obligándome a abrir la boca, me extirpa las dos cuerdas vocales inferiores (los pliegues o músculos elásticos responsables de la producción de sonidos al efectuar la vibración) valiéndose de una especie de tenazas de acero. Quiero gritar y de mi boca salen borbotones de sangre y pena. Mucha pena y dolor.
 
 
Relato publicado también en la revista eye2magazine.com

miércoles, 4 de marzo de 2015

Las caras del amor






Querido Amor (sí, querido más que odiado).
Me decido hoy a escribirte para decirte, para repetirme a mí misma en realidad, que en los asuntos del corazón nada es tan difícil pero tampoco tan sencillo como parece o queremos creer. Durante años te he reprochado que te rendiste muy pronto, que fuiste un cobarde abandonando el barco mientras yo me dejaba la piel remando con ciego denuedo, sin rumbo certero ni fuerzas ya, conduciéndome sola sin saberlo hacia un naufragio inminente. Pero ahora sé que lo poco o mucho que hiciste fue todo lo que pudiste hacer. Que el amor es la víctima propiciatoria de los males y locura que aqueja a nuestro mundo cotidiano, el chivo expiatorio de cuanto nos rodea y sucede.
No, no pretendo censurarte de nuevo. Sabes que eres grande y poderoso. Lo eres todo pero también muy vulnerable. Estás indefenso, sientes pavor, lo sé. El miedo no te deja crecer. Tus complejos te atenazan en tu crisálida. Esperamos lo mejor de ti, que nunca nos falles pero cuando la ilusión de felicidad se desvanece y se instala en nuestra alcoba la insatisfacción y la sinrazón, renegamos pronto de tus bondades.
He meditado largamente buscando el verdadero sentido del Amor, en mayúsculas, su entidad y las formas que adopta. Y he reflexionado sobre todo en la capacidad, interés y recursos personales (emocionales, racionales y hasta materiales) que ponen el hombre y la mujer al servicio del (buen) Amor a lo largo de una relación. Finalmente he llegado a la conclusión que, salvo casos excepcionales, el Amor se asocia al amor físico vehiculado a través básicamente de los archilaureados conceptos de pasión y enamoramiento. Lo que yo llamo tu cara visible.  Amar es, en gran medida, una corazonada, un arrebato, el secuestro, la sublimación de los sentidos, buscada o no pero casi siempre deseada. El Amor se opone, así, a la razón y al ejercicio de la voluntad, la disciplina y el esfuerzo. Quizás se deba a este motivo que cuando nuestra mente racional disecciona fríamente a nuestro amante, antaño casi perfecto, sus innumerables pequeños defectos nos resulten insufribles. Su retraimiento frente a la locuacidad de los primeros encuentros. La previsible monotonía conyugal frente al desenfreno del principio. Llegados a este punto de no retorno es comprensible que lo interpretemos como señal de que el amor está muerto y optemos por liberarnos de su yugo. O por ignorarlo. A golpe de enfados, reproches, malentendidos, silencios, distanciamiento, incubamos insatisfacción, desconfianza e indiferencia. Borramos la huella de viejas declaraciones de amor, apisonamos las últimas flores del Edén. Firmamos nuestra renuncia.
Mucho se discute si es el corazón o la mente quien gobierna o debería llevar las riendas de nuestra vida como si pudiéramos cercenarnos a voluntad y retozar decapitados o sin corazón por el mundo o la alcoba. Cada emoción, ya sea de alegría o tristeza, desencadena en nosotros una reacción. De nuestra capacidad de discernimiento y aprendizaje dependerá de cómo nos conduzcamos y lleguemos a un buen o mal puerto después.
Cuando antes me refería a los recursos económicos que estaríamos dispuestos a invertir en ti, no aludía tanto a los regalos con que se agasajan los amantes durante las mieles del enamoramiento como al dispendio destinado a organizar encuentros imaginativos y participar en terapias individuales y de pareja con el fin de sanar y alimentar a ese niño tan desconocido, asustadizo y susceptible que es el amor.  ¿Por qué nos sacrificamos en el ámbito profesional con el propósito de conseguir un empleo o un ascenso y no en desentrañar y mejorar nuestro acervo sentimental? ¿Por qué esa dicotomía entre lo íntimo y lo social, el ser y el trabajar?
Queremos seguir siendo los amos y señores de nuestra vida pero soltamos rápidamente el timón cuando nos enamoramos. ¡Qué mejor capitán que tú, Amor,  para conducirnos hacia el puerto de la felicidad y estabilidad conyugales a través de un mar imprevisible de emociones! Una abigarrada miríada de emociones que tantas veces se han cruzado en nuestro camino y que aún hoy nos cuesta distinguir y nombrar con certeza, sin pudor. En el momento que tus flechas atraviesan nuestra voluntad se inicia el disparatado periplo del amor que, sin embargo, parece empeñado en discurrir cíclicamente como las estaciones del año. O como un enfermo bipolar crónico. La pasión se libera y arrastra a los amantes hacia una tórrida playa caribeña para más tarde, meses, años, encallar en el hielo de la desilusión, los reproches, el retraimiento. Un mundo inhóspito rodeado de profundos icebergs que no es más que el espejo de sinsabores de dos almas desconectadas, heridas que no han aprendido a comunicarse y unir sus fuerzas, su corazón, su mente para dirigir su relación.  
Mucho se habla que la propia naturaleza promiscua del hombre y la mujer es la responsable de tantas separaciones y divorcios. Que la iglesia y la moral nos ha abocado a vivir durante siglos en una monogamia impuesta. Nuestra sociedad prescribe  que cada cual debe actuar según los dictados de su corazón y deseos advirtiendo (o tranquilizándonos) al mismo tiempo que el amor es un viaje de ida y vuelta. Un pájaro libre al que la rutina derriba y la ilusión levanta en cualquier momento. Nuevos amores nos brindarán mil y una oportunidades de renacer, como el ave fénix, de nuestras cenizas. O del hielo. Una vez más nos convertiremos en esos seres irresistibles, encantadores, dotados con los atributos de Adonis o Afrodita. Y entonces todo volverá a ser posible. Te pediremos de nuevo la Luna y un poco más para tratar de resarcirnos de la suma de agravios y tormentos padecidos en tu nombre. Creeremos haber hallado al hombre perfecto, el padre ideal que buscábamos. A esa mujer fiel, a esa futura madre amantísima mientras nos arda el pecho y el amor nos ilumine con su original fulgor. Aplacarás, Amor, el dolor de antiguas desilusiones, te domesticarás, te enmascararás tras ese nuevo rostro, ese cuerpo al que prodigamos las caricias que negamos un día, no hace mucho, a otros, a otras. El amor como un intercambio de mercaderías de ilusiones de usar y tirar. Una noria, una ruleta que gira sin fin. El amor como cama donde se curan casi todos los males hasta que éste enferma y cae en brazos de otro santo o santa. Del santo amor. En demasiadas plazas toreamos a diario como para tener también que salir a lidiar contigo, Amor, con nuestras relaciones, nuestra desidia. Tamaño disparate. Te desprenderías de tu irresistible halo de misterio. Dejarías de constituir el motor interior que impulsa a millones de personas a volver a empezar de nuevo. Se extinguiría uno de los raros misterios que nos regala aún la vida. Un presente del que, afortunadamente, disfrutamos cada vez con más frecuencia. ¡Menudo currículum vítae lograríamos atesorar si viviéramos cien años! Devendríamos expertos en amarnos y desamarnos. Y seguiríamos dando lustre a la cara visible de Eros,  mientras, su lado oscuro permanecería eclipsado, sepultado en un inframundo creciente de icebergs.   
 

sábado, 21 de febrero de 2015

Te quiero más que a unos zapatos viejos



 

Tras reconsiderarlo durante meses, Ricardo y yo decimos en febrero matricularnos en el polideportivo de nuestra ciudad. Desde el verano pasado me acomplejaban mis brazos de murciélago. Y Ricardo juraba y perjuraba que él, acérrimo amante del sofing, la videoconsola, el fútbol y la Fórmula 1 televisados, sólo necesitaba mantener el tono muscular.
A parte de las consabidas agujetas y flatulencia de las primeras sesiones de entrenamiento  con toda clase de aparatos de musculación, la cinta de correr y la bicicleta, me sentía animada y llena de vitalidad. Sin embargo, Ricardo rayaba la euforia y, bajo mi punto de vista, la enfermedad de la vigorexia. Porque a las dos semanas de inscribirnos, pasaba más tiempo en el gimnasio  que en casa.
Aquella repentina fiebre de Ricardo por el deporte empezaba a preocuparme cuando una tarde del mes de marzo lo sorprendí mirando embobado a Eva. Él estaba sentado en el simulador de remo detrás de ella, que ejercitaba los glúteos. Eva, una atractiva treintañera, iba ataviada con unas mallas cortas muy ajustadas y un top deportivo de un llamativo color fucsia. Con el paso de los días me convencí de que eran figuraciones mías. Así que me olvidé del tema concentrando toda mi energía en lograr el objetivo de modelar y fortalecer mi cuerpo para lucirlo sin complejos el próximo verano.
Un sábado por la mañana de principios de abril saliendo del supermercado del barrio nos topamos con Eva. Ricardo palideció y se quedó mudo. Por un momento sus ojos se cruzaron, inquietos y evasivos. Yo la saludé con desdén y frialdad. Ella respondió sofocada extraviando la mirada en las bolsas blancas con el logotipo colorido del supermercado que yo llevaba.
Regresamos a casa en silencio. Vaciamos las bolsas y colocamos la compra sin mirarnos  ni dirigirnos una sola palabra, con el miedo agarrado a las pupilas.
A la tarde Ricardo quiso que saliéramos a dar un paseo. Cogimos el coche, dejamos atrás Corbera de Llobregat y nos detuvimos  en l’Amunt a pocos pasos del monasterio de Sant Ponç. Un par de perros vociferaban desde el interior del edificio en ruinas que hay enfrente del aparcamiento sin asfaltar.
–Perdóname –dijo al fin con voz trémula al llegar junto al decrépito almez relleno de mortero que custodia la entrada de la vieja iglesia desde hace siglos.
No respondí. Un hondo sentimiento de tristeza y resquemor me asfixiaba. Y sentí la urgencia de evadirme, de esconderme, hacerme invisible. Y me puse a observar y palpar con extrema delicadeza el grueso tronco remendado del almez como si fuese una herida que aún sangrara.
–No me creerás si te digo que nos hemos visto una sola vez –añadió con más aplomo. Llevábamos un rato sentados sobre un par de piedras del recoleto pinar que se alza frente a la explanada que hay detrás de la ermita. Yo permanecí callada con la barbilla apoyada en las rodillas y abrazada a las piernas balanceando levemente el cuerpo  hacia delante y hacia atrás. Mis ojos paseaban absortos por la pequeña alfombra de pinaza.
–Supongo que tampoco servirá de nada si te confieso que estoy profundamente arrepentido. Y…y… que te quiero mucho.
Hizo una pausa. Lo miré de soslayo. Se tocaba cabizbajo la frente. Después echó hacia atrás su escaso cabello sin dejar de mirar al suelo. Su mano se detuvo por un momento en la coronilla. Y se rascó. Al realizar este gesto me sorprendió descubrir el extraordinario volumen que habían adquirido sus bíceps.
–Porque te quiero más que a mis zapatos viejos –declaró mientras arqueaba las cejas y prestaba atención a sus náuticos de hacía no sé cuántas temporadas. Por su expresión parecía que acabara de llegar a una evidencia científica irrefutable.
Levanté la vista de inmediato hacia la bóveda de pinos componiendo una mueca de disgusto. La alusión a sus zapatos viejos chirriaba en mis oídos igual que una repentina interferencia en el dial de la radio. Y Pepe Da Rosa, sus chistes y canciones de la década de los setenta y ochenta golpearon mi memoria. Especialmente el monólogo dedicado a la veneración que sentía por sus viejos zapatos tras comprarse y sufrir la tortura de unos zapatos nuevos.          
–Eres la horma de…–trató de proseguir Ricardo.
–Por Dios, no me vengas ahora con que soy la horma de tus zapatos –estallé sarcástica sin poder contener por más tiempo la humillación de verme relegada al papel nada atractivo de un calzado de segunda mano.
–Me refería a la horma de mi vida, la horma de mi pasado, de mi presente y, si tú quieres, del futuro –aventuró Ricardo con la voz rota y los ojos enrojecidos–. Yo te quiero y te seguiré queriendo. Ella sólo ha sido un antojo, uno de esos objetos de deseo que a veces compramos compulsivamente en un centro comercial. Productos inútiles a los que en dos días dejas de hacer caso y acabas almacenando en el trastero de casa para tirarlos a la basura o regalarlos más tarde.                                    
Esa era la forma habitual de expresarse Ricardo, prosaica y práctica.
Nos levantamos y de vuelta a la ermita, me detuve en la explanada a contemplar la montaña. Una imponente cadena de triángulos verdes casi en penumbra me abrazaba desde lejos como las mudas murallas de una vieja ciudad. Y sentí que me vaciaba por dentro. Que un viento suave calmaba la llama de mi furia, la calentura de celos, la sed de venganza. Que la tristeza infinita y el orgullo herido se acallaban. Entonces pude verme a mí misma como una mujer vulnerable con miedo a perder  a la persona que más quería en la vida. Una mujer que amaba y temía por encima de todo. Una oleada de lágrimas me sacudió en ese instante. Cual dique traté de dominarlas. Aunque en vano.
Seguí caminando hasta el aparcamiento intuyendo tras una cortina de lágrimas y de oscuridad el paisaje difuminado de la sierra, los olivares, los campos abandonados, la iglesia milenaria.
Arrancamos el coche bajo una tromba de ladridos apenas amortiguados por el runrún del viejo motor. Al alejarnos, la sombra gigante de la montaña se fue achicando. E inesperadamente se abrió entre nosotros una brecha de luz que fue creciendo a medida que llegábamos a la población de Corbera para poco después apagarse. Y el cielo se tatuó de estrellas. Y una luna no sé si creciente o menguante nos siguió de cerca. Muy de cerca.

Relato publicado también en la revista eye2magazine.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 11 de febrero de 2015

2099:viaje al exoplaneta Excesius. Parte III y última



La nave EcoHispania IV recorre solitaria la ignota galaxia Dioscuros. Una hora más tarde se dispone a aterrizar en el sur de Excelsius, su cara visible. Tienen suerte, aún no se ha ocultado el sol. Y pueden ver un campo de dunas y rocas de hielo, envuelto por una niebla baja de un color gris blanquecino. Como si el exoplaneta viviera de continuo abrumado por la amenaza de una lluvia torrencial que nunca acabara de desatarse. Un cielo melancólico, exiliado en un mundo sin apenas claridad. Porque aquí los días se suceden presurosos, efímeros como espejismos de luz que se desvanecen en ciento treinta minutos. Para luego caer en un gélido y profundo sueño de veinte horas.
Registra una gravidez superior a la de la Tierra. Su temperatura ambiental marca -40 grados centígrados. Su atmósfera se compone de dióxido de carbono, nitrógeno, hidrógeno, monóxido de carbono, amoníaco y metano. Y carece de oxígeno. Un ambiente irrespirable semejante al de la Tierra primigenia.
Xavier elige una extensa llanura de nieve granulada pero al ir a posarse el vehículo se tambalea inesperadamente. A sus pies se ha abierto una profunda sima helada. Hace equilibrios para no caer  y, elevándose de nuevo, prueba de aterrizar unos metros más adelante con igual resultado. Sin embargo, en este segundo intento los astronautas descubren que el cráter entierra algo más que témpanos. “¿Minerales? ¿Hidrocarburos?”-se preguntan intrigados.
Como las dunas corredizas les impiden aparcar en un lugar estable, permanecen en el aire mientras envían a los androides a explorar la zona. Los tres robots saltan dentro de la segunda sima y descienden ralentizados uno tras otro sus ochenta metros de profundidad como si se ayudaran con paracaídas. El humanoide rubio guarda en su concavidad abdominal un bote hermético que contiene muestras de hielo. El moreno recoge y agrupa varios fósiles de animales vertebrados e invertebrados que ha localizado en la capa superior de la depresión. Dos de ellos son calaveras completas que pertenecen a diferentes especies cuyo volumen craneal recuerda al del Homo sapiens. El tercer androide se encarga de sondear el terreno y extraer materia descompuesta para su análisis y datación.
Xavier y Rocío determinan que los huesos tienen más de un milenio. El hielo es en realidad litio cristalizado. Y descubren amoníaco, metano y dióxido de carbono en el subsuelo, fruto de la descomposición de bacterias, plantas, animales y sus desechos a lo largo de millones de años. Lo más esperanzador, con todo, es que detectan residuos de agua, muy ínfimos pero al fin y al cabo agua. Hallazgos que les lleva a conjeturar que también hubo hace mucho tiempo vida vegetal. Los científicos se encierran en un silencio larvado de quimeras imposibles, de hipótesis inverosímiles. “¿Qué es lo que propició la evolución hacia formas de vida complejas y anaerobias, algunas de ellas presumiblemente inteligentes, a partir de dióxido de carbono y en ausencia de oxígeno?” Andan tan abstraídos cavilando que se han olvidado por completo de Gorka y Almudena.
Hace ya horas que ha oscurecido cuando se despiertan y resuelven tomar rumbo hacia la cara oculta de Excelsius. La zona norte registra una temperatura más moderada, 0 grados. Al estar situada a mayor distancia de su núcleo que el hemisferio sur, donde sufre un importante achatamiento, aquí el peso de la gravedad es inferior. Al cabo de unos minutos amanece con el tímido resplandor de una cerilla. La niebla ha desaparecido. La temperatura asciende hasta alcanzar los 5 grados. El aire mira cristalino, misterioso, levemente rosáceo como si se hubiera impregnado del rubor de un lejano crepúsculo. Un ambiente cálido y ensoñador que, sin embargo, alberga un paisaje agreste, invernal y telúrico dominado por moles de rocas agujeradas y grandes planicies salpicadas por discretos oteros blancos de litio cristalizado. La vista no tropieza con ningún árbol, matorral o planta silvestre. Pero hay algo de color oscuro de distinto tamaño, con formas caprichosas, zoomórficas incluso, que parchea el camino blanco. Lejos del roquedal descuella una imponente montaña nívea engastada al parecer de granos de litio bruñidos por un sol deslucido, de mirar anciano, lánguido. Una luz próxima a extinguirse.
Consiguen aterrizar al primer intento en un solar llano y firme próximo al paraje de rocas. Los robots inician su expedición por el roquedal. Los astronautas no salen de su asombro mientras siguen sus movimientos desde la nave a través de las cámaras que llevan incorporadas en sus receptores oculares. En la mayoría de cuevas que registran, se encuentran cadáveres de animales pintorescos en avanzado estado de descomposición o su esqueleto. Todos carnívoros y con una considerable capacidad craneal. Identifican también los restos de las dos especies halladas en la sima del sur que confirman que su talla es similar a la del Homo sapiens pero de complexión más fuerte. Una especie tiene por extremidades superiores un par de brazos a medio camino entre unas aletas, alas o tentáculos cubiertos de cerdas oscuras al igual que su cabello. Mientras que en el otro animal apenas se diferencia sus patas delanteras  de las traseras. Las inferiores acaban en forma de largas y curvilíneas uñas como las de un felino y las manos recuerdan más a las de un simio. Por su volumen encefálico presuponen que eran tan inteligentes o más que los humanos. Y, además, deducen por su posición yacente que expiraron en lo que parece constituían sus hogares u hospitales. Sin embargo, no hallan ningún vestigio de cultura en forma de herramientas, escritura o arte.
La colección de osamentas que se amontonan en las oquedades de la roca revela también que fenecieron en masa en un breve lapso de tiempo. ¿Se debió a una catástrofe natural? ¿Fue un meteorito?¿Tal vez la erupción de un volcán?¿Una guerra? No. Los cuerpos se conservan intactos, no sufren quemaduras ni heridas. ¿Pero que murieran en su cama significa que lo hicieron plácidamente? Intuyen con un escalofrío que tampoco debió ser así.
Cierran los monitores y aguardan callados el regreso de los androides. La imaginación de Xavier, sin embargo, vuela ahora lejos, muy lejos de Excelsius y se sienta en las aulas de la Universidad a recordar sus clases de física, química y biología. Repasa los elementos de la tabla periódica y sus combinaciones. Luego recala en la prehistoria y se cruza con los amos indiscutibles del mundo durante millones de años, los dinosaurios. Descubre los primeros homínidos al abrigo de los árboles de la sabana. Cuando se fusionaba en su mente el homo de Neandertal con el homo sapiens y otra especie desconocida, horripilante en apariencia pero tan inteligente e insólita que era capaz de transmitir a su prole los conocimientos adquiridos y la cultura heredada genéticamente, una voz desafinada le conmina a girar la cabeza al igual que a Rocío.
Almudena vuelve a formular la misma pregunta:
-¿A qué esperáis a enterrar a Gorka, o es que pretendéis embalsamarlo en la Tierra para que lo veneren como un héroe nacional? No sé si lo sabéis pero está muerto- añadió encogiendo los hombros tras advertir la muda reacción de sorpresa del hombre y la mujer.
La astrofísica de Toledo no sólo ha recobrado la conciencia sino también su peculiar vis tragicómica.
Antes de organizar las exequias de Gorka, deciden investigar la naturaleza de las extrañas manchas que salpican el camino. Y descubren, no sin gran pavor, que se trata de costras que ocultan más cuerpos sin vida. Una capa mucosa y maloliente que recuerda al amoníaco, adherida a la piel gelatinosa, pelo, plumas, escamas o caparazón de los cadáveres.
Más tarde, cuando los humanoides excavan la montaña blanca, los astronautas confirman sus secretas sospechas. La montaña resulta ser otra sepultura…el cementerio de cientos de seres extraterrestres, hacinados allí precipitadamente por razones que desconocen. Rocío aparta la vista. Pero sus ojos no pueden escapar de tanta desolación. De la muerte que anida inhumada por capas de litio, rocas, pústulas bajo una luz pálida,  agonizante. La noche, esa negrura casi eterna que lo cubrirá todo, acecha cerca, muy cerca con su lúgubre mortaja de hielo para, una vez más, velar a sus muertos.
Apuran los últimos destellos del sol para enterrar a su compañero en una fosa que cava en un montículo el robot pelirrojo y que corona con una cruz unida por dos huesos. Reprimen su deseo de salir fuera a despedirse de Gorka porque el Instituto Espacial Surconfederado se lo ha prohibido expresamente. Y tras llorar su muerte y asumir con tristeza que la infinitud del Universo seguía obstinándose en arrinconar al hombre en una soledad sin salida, emprenden entre tinieblas el camino de regreso a casa.
Los argonautas se preparan para franquear la primera teleautopista.  Las muertes del exobiólogo y del sueño de que Excelsius albergara vida inteligente los mantiene, sin embargo, acogotados por el silencio cósmico y un peso fúnebre. En cuanto Xavier y Almudena reconocen a su madre galáctica, la alegría y las risas eclosionan de pronto como el nacimiento de una nueva vida. Rocío tarda en unirse a ellos. Almudena se desliza y va en busca de la chica.  La desembaraza de su protección y deja escapar  un alarido de horror que alerta a Xavier. El rostro de Rocío les mira fijamente con las cuencas de los ojos vacías, sangrantes. No respira.
En su segunda escala, los dos supervivientes enfundan sus cuerpos como quien trata de blindar su vida confinándose en compañía de su enemigo letal en un búnker acorazado de grafeno. Almudena siente un escalofrío de contrariedad y aprieta los párpados.
La astrofísica despierta exultante tras superar con éxito la peligrosa travesía. Su felicidad esta vez no está justificada tanto por el hecho de haber llegado a la Luna como de haberse librado de una temible muerte. Sin embargo, demora hasta el momento que se restablece la gravidez enfrentarse a la suerte que ha deparado a su compañero.
El recuerdo de Rocío acompaña sus pasos vacilantes, la respiración entrecortada, el corazón y las manos en un puño. Hasta que no abre la cápsula transparente no advierte que Xavier se retuerce de dolor con los ojos en blanco. Almudena recula lentamente negando con la cabeza, con la mirada extraviada. Cree que sufre de nuevo alucinaciones y grita presa del pánico mientras deambula por la nave sin rumbo cierto tratando de huir de sí misma. Xavier expira mudo cuando los robots contienen a la astrofísica, que quiere lanzarse al vacío.
La inquietud empieza a asomar en  el Instituto Espacial Surconfederado (IES). Desde hace un par de días aguardan el regreso de EcoHispania IV. Los malos presagios comienzan a correr por los Estados Conferados del Sur y, de allí, al resto del mundo. Sin embargo, a las 17:00 horas la nave establece comunicación con IES informando de su inminente arribada. El personal del Instituto espacial se organiza sin dilación con el fin de garantizar un aterrizaje seguro. Los periodistas y corresponsales despiertan de súbito de su agónica espera en la sala de prensa. Las autopistas y carreteras se colapsan. Las bocinas de los coches enervan la impaciencia por llegar a tiempo para presenciar el aterrizaje.
Las puertas de la aeronave se abren y emergen las tres copias de robots que saludan al enfervorizado público. Los vítores y flashes se detienen de pronto a la espera de que salga el resto de la tripulación. Transcurren los minutos y continúa sin comparecer ninguno de los cuatro astronautas humanos. La gente empieza a murmurar en sordina sorpresa. Los periodistas hacen pública la desaparición, aún no confirmada oficialmente, de las astrofísicas y los exobiólogos. Y no tardan en calificar de rotundo fracaso la misión Exodus I.
Entre las filas caóticas de espectadores un hombre se convulsiona estrábico y se desploma sobre su vecino. A un centenar de metros, otra mujer entra en trance y continúa agitándose unos segundos sobre la mantilla de arena del desierto. El ritmo de los caídos no cesa de crecer en los siguientes minutos. Su agonía es silenciosa. Sólo gritan los sobrevivientes, que corren despavoridos mirando al cielo, cubriéndose la cabeza…cayendo finalmente derrotados en el campo de batalla. Moribundos, enmudecidos, sin entrañas por un obús de enemigos invisibles.
El gobierno de Andalucía decreta el estado de emergencia mientras un equipo de científicos estudia y trata de luchar contra una mortífera bacteria. Un microorganismo comunitario, extremófilo originalmente anaerobio que vivía adaptado a un medio sin oxígeno que ha mutado rápidamente en aerobio. Un asesino compulsivo, un devorador insaciable, indestructible dotado de gran inteligencia, dispuesto a conquistar la Tierra y forjar una nueva estirpe que dominará el Universo. 

lunes, 26 de enero de 2015

2099:viaje al exoplaneta Excelsius. Parte II



La nave EcoHispania IV flota ahora sobre un remanso espiral de 200.000 luceros. Los astronautas, sin embargo, creen que viajan a la derivan. El monitor de control tarda un minuto en confirmar que aquel mar de constelaciones en calma es, en efecto, nuestra galaxia. Resulta sorprendente y hasta disparatado: han recorrido en segundos los 27.000 años luz que les separaban del brazo de Perseo, la zona sudoeste de la nebulosa. Para cubrir esa misma distancia en la Tierra, hubieran necesitado cientos de milenios. El desplazamiento por una teleautopista es muy similar a hacerlo a través de un agujero negro. La diferencia entre ellos estriba en que caer dentro de un agujero negro tendría consecuencias fatales. Hubieran quedado atrapados en una gigantesca red de araña de la que no habría ya modo humano ni cósmico posible de escapar. Ni vivos ni muertos. Y, lo que es peor, sufriendo una terrible agonía. Porque además de deformarse el tiempo y el espacio que es lo que permite saltar al futuro, al alcanzar la zona de singularidad los cuerpos y materia atrapados son estirados, vaporizados y desgarrados violentamente hasta acabar por desintegrarse. La primera escala apenas ha durado quince segundos cronometrados pero ellos tienen la sensación de que el tiempo ha transcurrido a cámara lenta. Nadie ha perdido la conciencia. Pero sí se encuentran levemente aturdidos por el impacto del viaje exprés en su cuerpo y mente. Sus movimientos son torpes y lentos al principio. Almudena, la astrofísica de Toledo, experimenta además alucinaciones pero su estado de ánimo raya la euforia como el del resto. Rocío tarda un poco más en reaccionar y celebrar con sus compañeros el éxito de su primera incursión por un agujero de gusano. El sistema que regula el índice de gravitación parece que falla porque levitan. Sus cuerpos burbujean como la alegría que les desborda. Sus caras lunares sonríen, sus ademanes, ahora más ágiles y vivos, evidencian el optimismo, la euforia desatada por estar viviendo un momento único en la historia de la humanidad. Un jolgorio contagioso del que el trío de robots participa a su manera. Componiendo con los dedos el signo de la victoria y entrechocando sus manos de grafeno con las manos enguantadas de carne y hueso. Cuando los ánimos y los valores gravitatorios se van normalizando, concentran de nuevo su atención sobre la pantalla del monitor. Rocío, la astrofísica sevillana, acaba de poner en marcha el telescopio para avistar la nube de estrellas que forma la galaxia. A diferencia de la observación realizada desde la Tierra, se descubre ante ellos una miríada de luces nítidas y rutilantes aunque extrañamente móviles, cada vez más numerosas y lejanas como estrellas fugaces. Su belleza pasajera titilando en un espacio infinitamente dilatado, errante los sobrecoge, les corta las palabras. La mujer activa después el radiotelescopio. Los cuatro humanos mudan su expresión de pronto. Muestran ahora circunspección y tensión. Tratan de encontrar una teleautopista joven relativamente lejana a un agujero negro supermasivo, que saben que abundan en el centro de la Vía Láctea. Y, efectivamente, constatan con preocupación que hay a su alrededor más de uno acechándoles como guaridas de lobos. El interior de un agujero negro genera un campo de gravedad que nada, ni siquiera la luz puede escapar de él. Además son muy tramposos. No se dejan avistar directamente. Su presencia se detecta a través de los rayos x emitidos por estrellas binarias y galaxias activas próximas. Tras localizar y marcar la posición de las estrellas sobre las que inciden los agujeros negros que minan con su poderosa energía el núcleo de la galaxia, repasan con tiempo e inquietud las constelaciones recién apagadas. Y la estrella que ha muerto más recientemente es, desafortunadamente, vecina del agujero negro más masivo. No tienen escapatoria. Es la teleautopista más contemporánea a ellos de toda la galaxia. La única que de nuevo les devolverá al punto de partida, la Vía Láctea, y de ahí a la Tierra, en caso de culminar con éxito su misión. Pero no logran ponerse de acuerdo. El temor de acabar pereciendo en las fauces de un agujero negro los acorrala y paraliza. El tiempo se esfuma presuroso y estrangulador. Rocío y Gorka, solteros y sin familia, apuestan por dirigirse a otra teleautopista más longeva y alejada de la zona de peligro. Tomando esta vía retrocederían de diez a veinte años al regresar a su planeta. Una minucia temporal que no sólo preservaría sus vidas del riesgo de caer por accidente en el vacío, sino que ganarían años a la vida. Sin embargo, los otros dos astronautas humanos que insisten en seguir las directrices marcadas por el Instituto Espacial Surconfederado (IES), acaban convenciéndolos de lo contrario. Cada uno se coloca en el puesto asignado y se prepara para afrontar la travesía más larga y difícil del viaje. Pese a que Xavier, padre de familia, tiene más pericia como piloto, Gorka decide por esta vez comandar la nave. El resto se parapeta con cierto recelo en sus cápsulas translúcidas clavando su atención en Gorka. El vehículo da un rodeo con el fin de tomar la teleautopista por el extremo opuesto a la boca negra. Se aproximan. El conductor se aferra a los mandos. La tripulación observa y espera inmovilizada, olvidándose de respirar. Se disponen a entrar pero Hispania IV vira de pronto de un modo abrupto. Gorka intenta en vano de rectificar el rumbo. La nave está fuera de control. El agujero negro supermasivo ejerce sobre ella un magnetismo irresistible que la doblega y atrae como una brizna de chatarra. Gorka sale despedido e impacta contra el cristal frontal del aparato. Xavier se desprende rápidamente de su cápsula. Avanza con dificultad agarrándose a los respaldos de los asientos y se hace con los mandos. Pero se barrunta que es demasiado tarde para lograr esquivar el agujero. Mientras, Gorka sigue dando tumbos de un lado a otro de la nave en posición fetal y con las manos sobre la nuca. La inminencia del fin impele a Xavier a gritar con fuerza, con rabia. Y parece que su ingenio, espíritu y cuerpo se impregnan de esa misma fuerza colérica, descomunal para afianzarse en el asiento y activar en el último instante los motores retroturbopropulsores que los impulsa hacia atrás y consiguen alejarlos de una muerte segura. Gorka se ha fracturado al parecer varias costillas. Xavier le ayuda a sentarse y protegerse con su equipo individual antes de internarse en la segunda teleautopista. Segundos después son succionados por el sumidero de la estrella y se precipitan a través de su interminable intestino. La velocidad endiablada, demencial con la que caen contrae su campo de visión hasta el tamaño de un garbanzo. Los cuerpos celestes que tienen delante se aglomeran y proyectan haces de luz de color azul pero si vuelven la mirada hacia atrás, ven cómo se dispersan y se vuelven rojas. Con todo, la experiencia resulta más pausada e intensa que en la primera escala. Se han podido recrear más tiempo con las imágenes regresivas del alumbramiento del Universo y de su visión futura tras conseguir avanzar cinco millones de años luz. Un recuerdo que ha quedado también grabado en la memoria del ordenador para ulterior estudio y deleite de científicos y profanos. Cinco minutos de destellos cósmicos que darán en los próximos días la vuelta a la Tierra y que, sin duda, revolucionará el mundo. Impactos visuales capturados a una rapidez tan vertiginosa e inconcebible para la mente del hombre como lo son las sobrehumanas distancias y dimensiones de la bóveda celeste. Un mundo excesivamente grande y remoto que no cesa de crecer y alejarse. Un mundo únicamente abarcable durante siglos por teorías y ecuaciones que no eran sino meros espejismos y jirones de la realidad que escondía. Pero que a partir de ahora empezaba a estar al alcance de la mano. Un prodigio de la inteligencia y el progreso humanos que, como el Universo, porfían por romper sus propios límites y barreras en su afán de alcanzar el conocimiento de la verdad. Desvelar los misterios, origen y destino de la vida. Hace unos minutos que han salido de la teleautopista. Xavier se desprende de su cápsula perezosamente y se eleva sin voluntad como un globo de gas. Una rara inercia lo lleva junto a los tres robots. La misma fuerza que impulsa a Rocío a reunirse con ellos apenas noventa segundos después. Sin embargo, flotar en esos instantes es lo que menos desean el hombre y la mujer. Necesitan restablecer la circulación normal de su flujo sanguíneo y superar el embotellamiento, atonía muscular y somnolencia causados por el viaje en el tiempo. Son conscientes de que lo han logrado y de que están a un paso de llegar a Excelsius pero se sienten sin fuerzas ni ánimos para celebrarlo aún. Almudena sale de su burbuja al fin. Pero tras sufrir de nuevo alucinaciones y delirios, es presa de un episodio epiléptico que la sume en un estado de inconsciencia del que no acaba de despertar. Xavier y Rocío necesitan confiar que su compañera, una de las más reputadas y expertas astrofísicas del mundo, recobrará la conciencia para cuando aterricen en el exoplaneta. Ambos se dirigen luego movidos por un pálpito hacia donde está Gorka, que todavía permanece dentro de su equipo de protección. Y comprueban con gran consternación que una hemorragia interna ha sellado su acta de defunción. Xavier y la mujer se miran en silencio. Un par de lágrimas se detienen y anegan los ojos de Rocío. El destino se halla tan próximo que ni el llanto parece capaz de contenerlo.

viernes, 16 de enero de 2015

2099: viaje al exoplaneta Excelsius. Parte I




La primera potencia mundial en la carrera espacial, los Estados Confederados del Sur (EE CCOS), llamado España hasta 2025, está a punto de marcar un hito en la historia de la cosmonáutica. Lanzará por primera vez una nave tripulada con la doble misión de viajar y explorar en un tiempo récord el planeta extrasolar Excelsius con el fin de obtener nuevas fuentes de energía. La nave EcoHispania IV no sólo se aventurará a ir más allá de nuestro sistema solar si no que lo hará desafiando las leyes del tiempo y el espacio convencionales internándose en teleautopistas conocidas como agujeros de gusano intergalácticos.
La explotación de la plataforma petrolífera en las islas Canarias durante ocho décadas  consecutivas, los sucesivos gobiernos y políticas impulsados por los partidos y movimientos de ciudadanos Lo conseguiremos (Locos), Sólo juntos avanzaremos (Sojuav), Nuestras ideas suman (NI+), Trabajemos por el futuro (TxF) o El futuro es progreso (F=P) han hecho posible que EE CCOS despuntara y acabara imponiéndose en el campo de la investigación y aplicación tecnológica y científica aeroespacial. Avances que han redundado al mismo tiempo en una mejora significativa en la calidad de vida de sus habitantes.
A día de hoy es un país rico y avanzado que disfruta de una de la rentas per cápita e índice de bienestar y felicidad más elevados de Europa, superando incluso desde 2095 al supergigante asiático integrado por China e India. Los Emiratos Árabes y Arabia Saudí que, una vez extraída la última gota de crudo a finales de 1970 y 1980 respectivamente, compiten en la carrera espacial destinando el remanente de su riqueza nacional en viajar a otros planetas y hallar energías alternativas más limpias. Rusia y EE UU constituyen las dos potencias que mueven y entretejen los meridianos y paralelos del mundo al acaparar la mayor riqueza de petróleo y renta por persona. Aunque registran también las tasas más elevadas de criminalidad y suicidios dentro del conjunto de países desarrollados.
En EE CCOS los puestos de trabajo de largas jornadas que requieren mano de obra son cubiertos íntegramente por robots manuales especializados en lugar de por inmigrantes. Gracias a la implantación de programas software y de inteligencia artificial punteros de alta eficacia los beneficios económicos obtenidos de este modo se reparten entre el sector empresarial, los estados confederados y sus ciudadanos que dejaron de estar obligados a cotizar en la seguridad social desde el año 2088. Desde su nacimiento, los ecosureños perciben una renta vitalicia y un par de robots personales. Mientras un humanoide atiende los quehaceres domésticos, el segundo se encarga de entrenar y potenciar su talento natural y capacidades psicoemocionales y sociales. Las baterías ultraligeras de recarga solar instantánea con las que funcionan la robótica y un sinfín de aparatos de uso cotidiano así como el transporte rodado y aéreo individual y de pasajeros son fabricados a partir del grafeno, un material muy versátil, de múltiples cualidades y usos que, tras abaratarse en los últimos años, corre el peligro de desaparecer. Incluso la aeronave EcoHispania IV, que está a punto de despegar, se mueve gracias a él. Y lo contiene en su interior y superficie. En sus huesos y músculos livianos y flexibles pero duros, doscientas veces más resistentes que el acero y capaces de autoregenerarse; en su piel, poros, cerebro y neuronas que conducen con la máxima eficacia y rapidez el calor y la electricidad. Lleva grafeno hasta en el corazón mismo que lo propulsará en dirección a nuestra Vía Láctea.
Desde la madrugada del veintiséis de octubre cientos de miles de ecosureños se agolpan tras la alambrada de la estación del Instituto Espacial Surconfederado (IES) para contemplar, fotografiar y grabar de primera mano la que constituye una hazaña sin precedentes en la historia de la navegación sideral. La primera misión tripulada Éxodus I, con destino al exoplaneta Excelsius. El planeta fue descubierto por el equipo de astrónomos del IES dirigido por el astrofísico Celso Ramírez a través de Lumen, el mayor telescopio óptico del mundo, cuando el planeta transitaba frente a una estrella que lo hizo visible. Con la puntuación ESI de 0,9, Excelsius está clasificado dentro de la Zona Habitable y, por tanto, se presume que pudiera o ha contenido alguna vez agua en su superficie.
Los siete astronautas llegan a las diez de la mañana, hora peninsular, en un vehículo aéreo a la explanada del desierto de Almería Los Áridos donde antaño se rodaban películas espaguetis-western. El termómetro marca 33 grados. Al salir del coche para dirigirse a la rampa de entrada de la nave nadie distingue al par de mujeres astrofísicas de los dos hombres exobiólogos envueltos como van de pies a cabeza con monos de color beige. Pero los dispositivos personales de los asistentes capturan al instante los movimientos coordinados algo ralentizados de los tres robots humanoides que aparecen a cara descubierta y vestidos con ropa más ligera y ajustada. Los tres son reproducciones que corresponden a un mismo prototipo de varón, sólo que llevan injertos de pelo de diferente color. Las mujeres jóvenes suspiran al contemplarlos a través de sus potentes zooms o de una de las cuatro pantallas gigantes instaladas en el recinto. Podrían pasar perfectamente por un bello trío de galanes de cine. Pero éste no es el papel que están llamados a desempeñar en la misión Éxodus I. Se han concebido y preparado para poder ver en la oscuridad, soportar las extremas temperaturas y condiciones medioambientales de Excelsius, explorar su territorio profundamente abrupto y desgajado por la constante actividad volcánica  y recoger muestras de sus rocas de hielo, polvo y minerales. Todo ello con la esperanza de hallar y poder extraer en un futuro próximo minerales con los que producir nuevos materiales y energías más limpias para la atmósfera de la Tierra y seguir avanzando en la robótica, la ciencia y la tecnología. Tras reiterados fracasos de misiones anteriores realizadas alrededor de nuestro sistema solar, el viejo sueño acariciado durante décadas de encontrar la huella silenciosa de vida bacteriana parece que se haya desvanecido. Pero aunque a priori resulte remota constituye una posibilidad que late de nuevo en los corazones e imaginación no sólo de los ciudadanos sino de los científicos cada vez que el hombre se aventura a explorar el espacio.
Una calima densa y marrón colorea una vez más el cielo aunque está despejado de coches. La gente ha respetado la prohibición de volar esta mañana. Un sol justiciero incide contra la superficie de la nave y curte un día más el polvo del desierto. A las 10:59:50 segundos las cuatro pantallas gigantes anuncian al unísono el comienzo de la cuenta atrás recogiendo un primer plano de la base de lanzamiento y EcosHispania IV. La tribuna elevada agradablemente refrigerada donde se sitúa la sala de prensa es ahora un hervidero de actividad y voces que trasladan información e imágenes en directo y simultáneamente a cualquier punto del planeta.
A las once la nave, desprovista de cohetes y  lanzadera, se alza puntual en el aire a unos 140.000 km por hora escupiendo por unos instantes un zumbido sordo y una fina estela de arena y calor por encima de una vorágine de cabezas, cámaras de periodistas y corresponsales y dispositivos personales. Y ante el silencio admirativo de una multitud de ojos expectantes EcosHispania IV atraviesa como una flecha supersónica un ovillo de nubes arenosas encaminándose hacia la Luna y luego al corazón de la Vía Láctea desde donde podrá llegar a Excelsius, su destino final.
Recorren en menos de tres días los 384.400 km que distan de la Tierra a la Luna. Y sin dejar de orbitar, la astrofísica sevillana, Rocío, pone en marcha el radiotelescopio electrónico mientras sus compañeros observan y analizan los datos que va arrojando la pantalla sobre la magnitud y frecuencia de ondas electromagnéticas que irradian las estrellas más próximas. Constatan con gran alivio que aquella zona está libre de agujeros negros y, en consecuencia, no existe el riesgo de ser atraídos y engullidos por su fuerza gravitatoria. Registraba la máquina los últimos resultados cuando Gorka, el integrante más joven de la tripulación, señala con el dedo el punto exacto de una estrella que acaba de morir. Precisamente allí, en el cuerpo celeste que emite la señal más débil y el parpadeo más perezoso de la constelación que rodea a nuestro satélite natural, tomarán la primera teleautopista que les conducirá hasta la Vía Láctea, a unos 27.000 años luz de distancia. Un salto de titanes directo al futuro más remoto que jamás hubiera imaginado pisar algún día el ser humano. Lo más parecido a experimentar el infinito y su abstracción. Pero antes es de vital importancia recoger y conservar las coordenadas de la posición exacta que ocupa en el cielo aquella estrella recién extinta. Al comportarse igual que un agujero de gusano artificial, tendrían que volver a pasar por ella pero entrando por el otro extremo para regresar de nuevo al tiempo presente.
Xavier, el exobiólogo más alto y fornido, se sienta en la cabina de pilotaje y se encarga de virar y dirigir la nave hacia la primera teleautopista. El resto de la tripulación, incluidos los robots trillizos, se acomoda en sus respectivos asientos y manteniéndose bien firmes y pegados al respaldo, accionan el mecanismo del equipo de seguridad personal.
Los seis quedan encerrados casi al mismo tiempo en una cápsula anatómica transparente capaz de soportar la intensísima radiación inducida procedente del medio interestelar y amortiguar impactos producidos a velocidades superiores a la velocidad de la luz sin inflamarse, deformarse ni sufrir rasguño alguno. Como un rayo de grafeno EcoHispania IV se encamina directa hacia el ombligo de la estrella muerta. Un instante antes de penetrar en ella, Xavier pulsa el botón del mecanismo de protección individual y suelta los mandos de control.
La nave es atraída violentamente hacia el horizonte externo del cuerpo estelar dando un vuelco al desviar inesperadamente su trayectoria. De pronto cae en el horizonte interno por un extremo del agujero girando y acelerándose de un modo tan vertiginoso e instantáneo que la tripulación tiene ahora la impresión de que se ha detenido. Pero en realidad viaja a una velocidad imposible de precisar superior a la suma de la velocidad de la luz y del sonido. Los cuatro astronautas humanos permanecen expectantes, concentrados pero también azorados. Sus pupilas pavorosas, náufragas buscan la luz del cielo cuando de repente sus ojos, burbujas y la propia nave se colman con la extraordinaria visión de un destello luminoso cercano tan vivo y colosal como una galaxia incendiada de soles. Y son por espacio de unos segundos espectadores mudos de la fascinante historia de la creación del Universo. Pero el viaje ni el tiempo se detienen. Entran ahora en un agujero de gusano negro. Lo saben porque van a una velocidad aparente mucho mayor y se dirigen hacia afuera. Dentro del gusano el flujo del espacio convencional se invierte. Un nuevo flash de radiación proyecta esta vez ante sus ojos no menos maravillados un film de ciencia ficción sobre el futuro del Universo. Siguen cayendo y al cruzar el horizonte externo de un agujero blanco, reciben el tercer reflejo luminoso que les devuelve el espejismo del viejo Cosmos y el big bang. Al final del camino, el pasado y el futuro se cruzan por unos instantes. Detrás queda el Universo original formándose y delante, un nuevo mundo copia del anterior pero con los siete astronautas planeando sobre lo que parece la Vía Láctea, rodeados de miles de millones de brillantes estrellas. ¿Pero realmente podían asegurar que se trataba de la Vía Láctea y no de otra galaxia de las millones que pueblan el Universo en constante expansión? La incertidumbre se cierne de pronto sobre sus cabezas cual espada de Damocles a punto de caer y truncar su misión y esperanzas.

Continuará

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com

martes, 6 de enero de 2015

De cómo salvé la vida en el naufragio del Juncal


El catorce de octubre de 1631, un día después de que falleciera el capitán general de la flota de la Nueva España, Miguel de Echazarreta, zarparon diecinueve buques de Veracruz (México) en dirección a La Habana y con destino final a mi lejana y añorada patria.
Viajábamos a bordo de la nao almiranta Nuestra Señora del Juncal más de trescientas personas y un cargamento superior a un millón de monedas de plata y reales, oro y otros metales preciosos, cacao, sedas y tintes.
Al cabo de unos días, encontrándome en cubierta con mis compañeros de tripulación, el viento del norte empezó a arreciar encrespando la mar y atrayendo hacia el galeón un ejército de nubes. Rápidamente el cielo se fue cubriendo de oscuros presagios.
Bajo las órdenes del contramaestre, los oficiales dividieron y organizaron en dos grupos a los marines, grumetes y pajes . Trabajamos con gran celeridad. Manipulamos escotas y recogimos velas, corriendo unos hacia babor y otros a estribor, nerviosos y agitados como una hueste de enfebrecidas hormigas que se mueven sin rumbo aparente y una visión clara de cómo actuar ante una emergencia.
Cuando bajábamos los velachos del mastelero de trinquete, el cielo comenzó a escupir rayos, truenos y mares de lluvia. El agua no sólo entraba por cubierta. Nuestra Señora del Juncal estaba agujereada por todas partes, de popa a proa, de arriba abajo, por la quilla, la bodega, los camarotes…Nada parecía salvarse a las filtraciones del agua del océano y la lluvia. Nos empleamos a conciencia en achicar de día y de noche el agua con ayuda de los cuencos más inverosímiles que se pueda imaginar, incluidos utensilios de cocina y de uso personal.
Después de dos semanas de temporal nos faltaban manos y las esperanzas de llegar a salvo a la costa de Campeche se desvanecían. Los camarotes estaban anegados y en cubierta el agua y las ratas ahogadas nos cubrían la cintura. El mástil mayor se había partido durante la realización de una maniobra fallida. Nuestro fatídico destino se acercaba inexorablemente. El Juncal se hundía con nosotros y parte del caudal de monedas y metales preciosos que Felipe IV había demandado con urgencia para que la corona española siguiera defendiendo y ocupando su lugar hegemónico en Europa.
Mientras unos continuábamos luchando contra los elementos y la razón, otros, tanto pasajeros como parte de la dotación de marines, andaban en apariencia ociosos. Entonces, sintiéndome de pronto desbordado por los acontecimientos, me atreví a mascar mi primera y, probablemente, única hoja de coca. Por suerte se conservaba prácticamente seca. Mascando en silencio y lentamente agradecí aquel caritativo regalo con que me había obsequiado un grumete estando aún en Veracruz.
Pero no estaba todo perdido para algunos de nosotros. Las más de trescientas atribuladas almas que había en el Juncal depositamos, en un momento u otro, nuestros ojos y última esperanza en la lancha destinada a salvaguardar el correo del monarca, a los nobles, al capitán y piloto del galeón.
Un grupo de hombres muy bien vestidos ofrecieron joyas al contramaestre a cambio de subir a la pequeña embarcación y librarse así de una muerte segura. Al parecer, tras varios intentos infructuosos por botar al agua la barca que carecía de mástil mayor, desistieron y se marcharon cabizbajos. Pero esto lo supe más tarde como también que aquellos aristócratas se retiraron a sus camarotes a esperar que la providencia hiciera su santa voluntad.
Apenas haría cinco minutos que había retomado con más calma y paciencia mi inútil labor de achicar agua, cuando el contramaestre me agarró de la camisa sucia y mojada y, sin mediar palabra, me arrastró junto a otro marinero hasta el lugar donde estaba la lancha. Nos sumamos a la veintena de hombres que maniobraban la barcaza, mientras un clérigo y otro pasajero se limitaban a observarnos y dar instrucciones que nadie atendía. El contramaestre regresó con un puñado de refuerzos más y, gracias a la experiencia y empeño del personal de la tripulación, conseguimos al fin hacernos a la mar.
Aquella noche del treinta y uno de octubre al uno de noviembre, subimos a la lancha un total de treinta y nueve pasajeros, el religioso, un comerciante y treinta y siete tripulantes, incluido el contramaestre. Mientras navegábamos pesada y lentamente por Cayos Arcas, entre la Bahía de Campeche y San Francisco, vimos afligidos cómo Nuestra Señora del Juncal desaparecía en el Golfo de México llevándose consigo al almirante de la flota Nueva España, Andrés de Aristizábal, y cerca de trescientas almas más. Que en paz descansen.
Con la barca sobrecargada, sin mástil mayor y apolillada, temí, y con razón, que nuestras vidas corrieran la misma suerte. Desde el momento que botamos la lancha, la mayoría nos dedicamos a recoger y tirar al mar con nuestros bonetes el agua que entraba por múltiples goteras. Y mientras unos pocos trataban de gobernar la embarcación y dirigirla hasta San Francisco de Campeche, el religioso se empeñaba en confesarnos y darnos la extremaunción a cada uno de nosotros. Sin apenas discutirlo acordamos rápidamente por unanimidad arrojar al clérigo a la borda con el fin de combatir no sólo el problema de sobrepeso que sufría la lancha. Cuando fuimos a cogerlo en volandas decididos a lanzarlo al agua, el muy astuto y rollizo religioso clamó piedad una y otra vez aferrándose a mi brazo con la fuerza de un león. No logrando zafarme de su mano, intermedié a su favor. Y entre sus ruegos, mis argumentos y gritos suplicantes, persuadimos al resto para que le perdonaran la vida. Finalmente tomamos la resolución de desprendernos de la mitad de las joyas y el botín que los nobles habían entregado al contramaestre. Una vez sanos y salvos, repartiríamos el resto del tesoro.
Cuando despuntaba el alba y después de pasar la noche en vela achicando agua, uno de los oficiales dio la voz de aviso de que había avistado un bote. De inmediato solté mi bonete, que quedó flotando en la superficie de la barcaza. Y levanté la mirada entre desfallecido y sorprendido buscando en el horizonte un resquicio de vida y movimiento al que agarrarme y no morir. Entonces divisé y reconocí el patache, la embarcación encargada de comunicarse y coordinar los diecinueve navíos que integraban la flota de la Nueva España. Tratamos de ponernos en pie todos a la vez mientras gritábamos y dirigíamos aspavientos de desbordante alegría y agradecimiento a nuestros salvadores. Un marinero y yo, no pudiendo contener por más tiempo la ansiedad y la emoción que nos embargaba, nos zambullimos de cabeza en el mar y nadamos extenuados y felices el centenar de metros que nos separaba del patache.
Ya en tierra, en Campeche, tuvimos noticias de que Nuestra Señora del Juncal no había sido el único navío de nuestra flota que había naufragado durante la travesía entre Veracruz (México) y La Habana (Cuba). También lo habían hecho, y antes que la almiranta, el galeón de escolta, Santa Teresa, y la nao mercante, San Antonio. Pero esta nueva desdicha no era la última que habríamos de lamentar. Porque a los pocos días de desembarcar, nos detuvieron a treinta y ocho de los treinta y nueve supervivientes del Juncal. La acusación: protagonizar un motín y provocar el naufragio de la nao almiranta. El denunciante: el religioso. ¡En mala hora no lo echamos a los tiburones!
Tras meses de incertidumbre arribamos a Cádiz el dieciséis de abril de 1632. Había transcurrido casi dos años desde que zarpamos de Sanlúcar de Barrameda rumbo a América. Pero aún tuvimos que armarnos de paciencia un poco más de tiempo antes de ser requeridos por la Casa de la Contratación, en Sevilla, y declararnos, por fin, inocentes de un delito que no habíamos cometido.

Relato publicado también en la revista eye2magazine.com



El príncipe feliz