Por ti, amor, habría sido Desirée antes
que Penélope. Hubiera cerrado los ojos y me habría abandonado a los caprichos del
deseo. Así no tendría ahora que alimentarme de las migajas secas del recuerdo de
tu amor marchito.
Me habría dejado alcanzar por el rayo
fulminante de tu mirada, ensordecerme por el trueno de tu voz y promesas
varoniles, doblegarme a tu gemido arrollador. Me habría rendido a la tormenta
de la pasión, mi boca se habría fundido con tus besos de fuego y agua. Mi piel
desnuda se habría embebido de tu lluvia impetuosa. Habría caído de rodillas y
me hubiera hundido en el fango del deseo hasta desaparecer en sus arenas
movedizas. Habría ardido contigo para siempre en los vastos confines del placer.
Desirée habría devorado al fin a Penélope para poder amarte así, sin límites, condiciones
ni recelos. Habría volado libre hacia ti una y mil veces más, dando rienda
suelta a mis más profundas y oscuras pulsiones. Cualquier cosa con tal de no renunciar
a ti y a todo eso que nos dábamos que tú llamabas amor y yo, sexo.
Y es que te añoro a veces. Sólo a veces.
Siento nostalgia de aquella noche de verano algo fría en que nos amamos a la
luz de la luna tras días de flirteo. Añoranza de aquella historia de amor que
pudo ser y no fue. A veces sin querer busco en el cielo la constelación de
estrellas que titilaba en lo alto mientras el deseo estrechaba y templaba
nuestros cuerpos ateridos. Pero ni una sola vez me he vuelto a cruzar con esos
astros estáticos y expectantes. Como tampoco jamás he vuelto a ver en otro
rostro amado la misma llama que ardía aquella noche en tus ojos de plata.
Yo cedí a la pasión en busca de amor cuando
tú sólo buscabas una ventura más. Una historia de amor que no pudo ser y no fue
y que, sin embargo, cuántas veces añoro. Como a veces, cuando te sueño y me
despierto huérfana de tus besos. Como a veces, en las noches de agosto en que
tirito de frío y bajo la persiana para no mirar al cielo y no tener que
encontrarme con las lágrimas de San Lorenzo cayendo. Y para espantar el
recuerdo de aquel fragmento del poeta Mario Benedetti que me escribiste al día
siguiente que, como un funesto oráculo, predecía el fin de tus besos:
Te espero cuando miremos al cielo de
noche:
Tú allí,
Yo aquí,
Añorando aquellos días
en los que un beso marcó la despedida,
quizás por el resto de nuestras vidas.
Y me pregunto tantas veces en qué
fallamos y qué podríamos haber cambiado. Cómo habrías dejado tú de ser el
disoluto casanova y yo la fiel Penélope. Pero decidimos separarnos y permanecer
leales a nuestros ideales.
Me doy cuenta ahora que más que Penélope
fui y sigo siendo como Ulises, navegando y naufragando una y otra vez por mares
convulsos, sorteando monstruos y peligros, enfrentando tentaciones y falsas
promesas. Una persona que ha vivido en carne propia la odisea de haber zozobrado
y luchado contra tempestades, cíclopes, escilas, Caribdis, sirenas, ninfas y
circes. Y que no se rindió pese a todo porque siguió surcando los mares embravecidos
de Poseidón en busca de la isla de Ítaca, su querida patria. Fiel a sí misma,
fiel a su amor, fiel a su reino. Con la diferencia que a mí no me espera nadie
en Ítaca cada vez que miro al cielo.
También me pregunto ahora si no fuiste
más que un canto de sirena en mi travesía y que, gracias a la voluntad de
Odiseo y Penélope, evité encallar en el turbio y antojadizo destino de una
amistad peligrosa. Y es, sin duda, cuando mi mente teje estas elucubraciones
cuando dejo al fin de añorarte. A ti y a Desirée.