sábado, 21 de febrero de 2015

Te quiero más que a unos zapatos viejos



 

Tras reconsiderarlo durante meses, Ricardo y yo decimos en febrero matricularnos en el polideportivo de nuestra ciudad. Desde el verano pasado me acomplejaban mis brazos de murciélago. Y Ricardo juraba y perjuraba que él, acérrimo amante del sofing, la videoconsola, el fútbol y la Fórmula 1 televisados, sólo necesitaba mantener el tono muscular.
A parte de las consabidas agujetas y flatulencia de las primeras sesiones de entrenamiento  con toda clase de aparatos de musculación, la cinta de correr y la bicicleta, me sentía animada y llena de vitalidad. Sin embargo, Ricardo rayaba la euforia y, bajo mi punto de vista, la enfermedad de la vigorexia. Porque a las dos semanas de inscribirnos, pasaba más tiempo en el gimnasio  que en casa.
Aquella repentina fiebre de Ricardo por el deporte empezaba a preocuparme cuando una tarde del mes de marzo lo sorprendí mirando embobado a Eva. Él estaba sentado en el simulador de remo detrás de ella, que ejercitaba los glúteos. Eva, una atractiva treintañera, iba ataviada con unas mallas cortas muy ajustadas y un top deportivo de un llamativo color fucsia. Con el paso de los días me convencí de que eran figuraciones mías. Así que me olvidé del tema concentrando toda mi energía en lograr el objetivo de modelar y fortalecer mi cuerpo para lucirlo sin complejos el próximo verano.
Un sábado por la mañana de principios de abril saliendo del supermercado del barrio nos topamos con Eva. Ricardo palideció y se quedó mudo. Por un momento sus ojos se cruzaron, inquietos y evasivos. Yo la saludé con desdén y frialdad. Ella respondió sofocada extraviando la mirada en las bolsas blancas con el logotipo colorido del supermercado que yo llevaba.
Regresamos a casa en silencio. Vaciamos las bolsas y colocamos la compra sin mirarnos  ni dirigirnos una sola palabra, con el miedo agarrado a las pupilas.
A la tarde Ricardo quiso que saliéramos a dar un paseo. Cogimos el coche, dejamos atrás Corbera de Llobregat y nos detuvimos  en l’Amunt a pocos pasos del monasterio de Sant Ponç. Un par de perros vociferaban desde el interior del edificio en ruinas que hay enfrente del aparcamiento sin asfaltar.
–Perdóname –dijo al fin con voz trémula al llegar junto al decrépito almez relleno de mortero que custodia la entrada de la vieja iglesia desde hace siglos.
No respondí. Un hondo sentimiento de tristeza y resquemor me asfixiaba. Y sentí la urgencia de evadirme, de esconderme, hacerme invisible. Y me puse a observar y palpar con extrema delicadeza el grueso tronco remendado del almez como si fuese una herida que aún sangrara.
–No me creerás si te digo que nos hemos visto una sola vez –añadió con más aplomo. Llevábamos un rato sentados sobre un par de piedras del recoleto pinar que se alza frente a la explanada que hay detrás de la ermita. Yo permanecí callada con la barbilla apoyada en las rodillas y abrazada a las piernas balanceando levemente el cuerpo  hacia delante y hacia atrás. Mis ojos paseaban absortos por la pequeña alfombra de pinaza.
–Supongo que tampoco servirá de nada si te confieso que estoy profundamente arrepentido. Y…y… que te quiero mucho.
Hizo una pausa. Lo miré de soslayo. Se tocaba cabizbajo la frente. Después echó hacia atrás su escaso cabello sin dejar de mirar al suelo. Su mano se detuvo por un momento en la coronilla. Y se rascó. Al realizar este gesto me sorprendió descubrir el extraordinario volumen que habían adquirido sus bíceps.
–Porque te quiero más que a mis zapatos viejos –declaró mientras arqueaba las cejas y prestaba atención a sus náuticos de hacía no sé cuántas temporadas. Por su expresión parecía que acabara de llegar a una evidencia científica irrefutable.
Levanté la vista de inmediato hacia la bóveda de pinos componiendo una mueca de disgusto. La alusión a sus zapatos viejos chirriaba en mis oídos igual que una repentina interferencia en el dial de la radio. Y Pepe Da Rosa, sus chistes y canciones de la década de los setenta y ochenta golpearon mi memoria. Especialmente el monólogo dedicado a la veneración que sentía por sus viejos zapatos tras comprarse y sufrir la tortura de unos zapatos nuevos.          
–Eres la horma de…–trató de proseguir Ricardo.
–Por Dios, no me vengas ahora con que soy la horma de tus zapatos –estallé sarcástica sin poder contener por más tiempo la humillación de verme relegada al papel nada atractivo de un calzado de segunda mano.
–Me refería a la horma de mi vida, la horma de mi pasado, de mi presente y, si tú quieres, del futuro –aventuró Ricardo con la voz rota y los ojos enrojecidos–. Yo te quiero y te seguiré queriendo. Ella sólo ha sido un antojo, uno de esos objetos de deseo que a veces compramos compulsivamente en un centro comercial. Productos inútiles a los que en dos días dejas de hacer caso y acabas almacenando en el trastero de casa para tirarlos a la basura o regalarlos más tarde.                                    
Esa era la forma habitual de expresarse Ricardo, prosaica y práctica.
Nos levantamos y de vuelta a la ermita, me detuve en la explanada a contemplar la montaña. Una imponente cadena de triángulos verdes casi en penumbra me abrazaba desde lejos como las mudas murallas de una vieja ciudad. Y sentí que me vaciaba por dentro. Que un viento suave calmaba la llama de mi furia, la calentura de celos, la sed de venganza. Que la tristeza infinita y el orgullo herido se acallaban. Entonces pude verme a mí misma como una mujer vulnerable con miedo a perder  a la persona que más quería en la vida. Una mujer que amaba y temía por encima de todo. Una oleada de lágrimas me sacudió en ese instante. Cual dique traté de dominarlas. Aunque en vano.
Seguí caminando hasta el aparcamiento intuyendo tras una cortina de lágrimas y de oscuridad el paisaje difuminado de la sierra, los olivares, los campos abandonados, la iglesia milenaria.
Arrancamos el coche bajo una tromba de ladridos apenas amortiguados por el runrún del viejo motor. Al alejarnos, la sombra gigante de la montaña se fue achicando. E inesperadamente se abrió entre nosotros una brecha de luz que fue creciendo a medida que llegábamos a la población de Corbera para poco después apagarse. Y el cielo se tatuó de estrellas. Y una luna no sé si creciente o menguante nos siguió de cerca. Muy de cerca.

Relato publicado también en la revista eye2magazine.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 11 de febrero de 2015

2099:viaje al exoplaneta Excesius. Parte III y última



La nave EcoHispania IV recorre solitaria la ignota galaxia Dioscuros. Una hora más tarde se dispone a aterrizar en el sur de Excelsius, su cara visible. Tienen suerte, aún no se ha ocultado el sol. Y pueden ver un campo de dunas y rocas de hielo, envuelto por una niebla baja de un color gris blanquecino. Como si el exoplaneta viviera de continuo abrumado por la amenaza de una lluvia torrencial que nunca acabara de desatarse. Un cielo melancólico, exiliado en un mundo sin apenas claridad. Porque aquí los días se suceden presurosos, efímeros como espejismos de luz que se desvanecen en ciento treinta minutos. Para luego caer en un gélido y profundo sueño de veinte horas.
Registra una gravidez superior a la de la Tierra. Su temperatura ambiental marca -40 grados centígrados. Su atmósfera se compone de dióxido de carbono, nitrógeno, hidrógeno, monóxido de carbono, amoníaco y metano. Y carece de oxígeno. Un ambiente irrespirable semejante al de la Tierra primigenia.
Xavier elige una extensa llanura de nieve granulada pero al ir a posarse el vehículo se tambalea inesperadamente. A sus pies se ha abierto una profunda sima helada. Hace equilibrios para no caer  y, elevándose de nuevo, prueba de aterrizar unos metros más adelante con igual resultado. Sin embargo, en este segundo intento los astronautas descubren que el cráter entierra algo más que témpanos. “¿Minerales? ¿Hidrocarburos?”-se preguntan intrigados.
Como las dunas corredizas les impiden aparcar en un lugar estable, permanecen en el aire mientras envían a los androides a explorar la zona. Los tres robots saltan dentro de la segunda sima y descienden ralentizados uno tras otro sus ochenta metros de profundidad como si se ayudaran con paracaídas. El humanoide rubio guarda en su concavidad abdominal un bote hermético que contiene muestras de hielo. El moreno recoge y agrupa varios fósiles de animales vertebrados e invertebrados que ha localizado en la capa superior de la depresión. Dos de ellos son calaveras completas que pertenecen a diferentes especies cuyo volumen craneal recuerda al del Homo sapiens. El tercer androide se encarga de sondear el terreno y extraer materia descompuesta para su análisis y datación.
Xavier y Rocío determinan que los huesos tienen más de un milenio. El hielo es en realidad litio cristalizado. Y descubren amoníaco, metano y dióxido de carbono en el subsuelo, fruto de la descomposición de bacterias, plantas, animales y sus desechos a lo largo de millones de años. Lo más esperanzador, con todo, es que detectan residuos de agua, muy ínfimos pero al fin y al cabo agua. Hallazgos que les lleva a conjeturar que también hubo hace mucho tiempo vida vegetal. Los científicos se encierran en un silencio larvado de quimeras imposibles, de hipótesis inverosímiles. “¿Qué es lo que propició la evolución hacia formas de vida complejas y anaerobias, algunas de ellas presumiblemente inteligentes, a partir de dióxido de carbono y en ausencia de oxígeno?” Andan tan abstraídos cavilando que se han olvidado por completo de Gorka y Almudena.
Hace ya horas que ha oscurecido cuando se despiertan y resuelven tomar rumbo hacia la cara oculta de Excelsius. La zona norte registra una temperatura más moderada, 0 grados. Al estar situada a mayor distancia de su núcleo que el hemisferio sur, donde sufre un importante achatamiento, aquí el peso de la gravedad es inferior. Al cabo de unos minutos amanece con el tímido resplandor de una cerilla. La niebla ha desaparecido. La temperatura asciende hasta alcanzar los 5 grados. El aire mira cristalino, misterioso, levemente rosáceo como si se hubiera impregnado del rubor de un lejano crepúsculo. Un ambiente cálido y ensoñador que, sin embargo, alberga un paisaje agreste, invernal y telúrico dominado por moles de rocas agujeradas y grandes planicies salpicadas por discretos oteros blancos de litio cristalizado. La vista no tropieza con ningún árbol, matorral o planta silvestre. Pero hay algo de color oscuro de distinto tamaño, con formas caprichosas, zoomórficas incluso, que parchea el camino blanco. Lejos del roquedal descuella una imponente montaña nívea engastada al parecer de granos de litio bruñidos por un sol deslucido, de mirar anciano, lánguido. Una luz próxima a extinguirse.
Consiguen aterrizar al primer intento en un solar llano y firme próximo al paraje de rocas. Los robots inician su expedición por el roquedal. Los astronautas no salen de su asombro mientras siguen sus movimientos desde la nave a través de las cámaras que llevan incorporadas en sus receptores oculares. En la mayoría de cuevas que registran, se encuentran cadáveres de animales pintorescos en avanzado estado de descomposición o su esqueleto. Todos carnívoros y con una considerable capacidad craneal. Identifican también los restos de las dos especies halladas en la sima del sur que confirman que su talla es similar a la del Homo sapiens pero de complexión más fuerte. Una especie tiene por extremidades superiores un par de brazos a medio camino entre unas aletas, alas o tentáculos cubiertos de cerdas oscuras al igual que su cabello. Mientras que en el otro animal apenas se diferencia sus patas delanteras  de las traseras. Las inferiores acaban en forma de largas y curvilíneas uñas como las de un felino y las manos recuerdan más a las de un simio. Por su volumen encefálico presuponen que eran tan inteligentes o más que los humanos. Y, además, deducen por su posición yacente que expiraron en lo que parece constituían sus hogares u hospitales. Sin embargo, no hallan ningún vestigio de cultura en forma de herramientas, escritura o arte.
La colección de osamentas que se amontonan en las oquedades de la roca revela también que fenecieron en masa en un breve lapso de tiempo. ¿Se debió a una catástrofe natural? ¿Fue un meteorito?¿Tal vez la erupción de un volcán?¿Una guerra? No. Los cuerpos se conservan intactos, no sufren quemaduras ni heridas. ¿Pero que murieran en su cama significa que lo hicieron plácidamente? Intuyen con un escalofrío que tampoco debió ser así.
Cierran los monitores y aguardan callados el regreso de los androides. La imaginación de Xavier, sin embargo, vuela ahora lejos, muy lejos de Excelsius y se sienta en las aulas de la Universidad a recordar sus clases de física, química y biología. Repasa los elementos de la tabla periódica y sus combinaciones. Luego recala en la prehistoria y se cruza con los amos indiscutibles del mundo durante millones de años, los dinosaurios. Descubre los primeros homínidos al abrigo de los árboles de la sabana. Cuando se fusionaba en su mente el homo de Neandertal con el homo sapiens y otra especie desconocida, horripilante en apariencia pero tan inteligente e insólita que era capaz de transmitir a su prole los conocimientos adquiridos y la cultura heredada genéticamente, una voz desafinada le conmina a girar la cabeza al igual que a Rocío.
Almudena vuelve a formular la misma pregunta:
-¿A qué esperáis a enterrar a Gorka, o es que pretendéis embalsamarlo en la Tierra para que lo veneren como un héroe nacional? No sé si lo sabéis pero está muerto- añadió encogiendo los hombros tras advertir la muda reacción de sorpresa del hombre y la mujer.
La astrofísica de Toledo no sólo ha recobrado la conciencia sino también su peculiar vis tragicómica.
Antes de organizar las exequias de Gorka, deciden investigar la naturaleza de las extrañas manchas que salpican el camino. Y descubren, no sin gran pavor, que se trata de costras que ocultan más cuerpos sin vida. Una capa mucosa y maloliente que recuerda al amoníaco, adherida a la piel gelatinosa, pelo, plumas, escamas o caparazón de los cadáveres.
Más tarde, cuando los humanoides excavan la montaña blanca, los astronautas confirman sus secretas sospechas. La montaña resulta ser otra sepultura…el cementerio de cientos de seres extraterrestres, hacinados allí precipitadamente por razones que desconocen. Rocío aparta la vista. Pero sus ojos no pueden escapar de tanta desolación. De la muerte que anida inhumada por capas de litio, rocas, pústulas bajo una luz pálida,  agonizante. La noche, esa negrura casi eterna que lo cubrirá todo, acecha cerca, muy cerca con su lúgubre mortaja de hielo para, una vez más, velar a sus muertos.
Apuran los últimos destellos del sol para enterrar a su compañero en una fosa que cava en un montículo el robot pelirrojo y que corona con una cruz unida por dos huesos. Reprimen su deseo de salir fuera a despedirse de Gorka porque el Instituto Espacial Surconfederado se lo ha prohibido expresamente. Y tras llorar su muerte y asumir con tristeza que la infinitud del Universo seguía obstinándose en arrinconar al hombre en una soledad sin salida, emprenden entre tinieblas el camino de regreso a casa.
Los argonautas se preparan para franquear la primera teleautopista.  Las muertes del exobiólogo y del sueño de que Excelsius albergara vida inteligente los mantiene, sin embargo, acogotados por el silencio cósmico y un peso fúnebre. En cuanto Xavier y Almudena reconocen a su madre galáctica, la alegría y las risas eclosionan de pronto como el nacimiento de una nueva vida. Rocío tarda en unirse a ellos. Almudena se desliza y va en busca de la chica.  La desembaraza de su protección y deja escapar  un alarido de horror que alerta a Xavier. El rostro de Rocío les mira fijamente con las cuencas de los ojos vacías, sangrantes. No respira.
En su segunda escala, los dos supervivientes enfundan sus cuerpos como quien trata de blindar su vida confinándose en compañía de su enemigo letal en un búnker acorazado de grafeno. Almudena siente un escalofrío de contrariedad y aprieta los párpados.
La astrofísica despierta exultante tras superar con éxito la peligrosa travesía. Su felicidad esta vez no está justificada tanto por el hecho de haber llegado a la Luna como de haberse librado de una temible muerte. Sin embargo, demora hasta el momento que se restablece la gravidez enfrentarse a la suerte que ha deparado a su compañero.
El recuerdo de Rocío acompaña sus pasos vacilantes, la respiración entrecortada, el corazón y las manos en un puño. Hasta que no abre la cápsula transparente no advierte que Xavier se retuerce de dolor con los ojos en blanco. Almudena recula lentamente negando con la cabeza, con la mirada extraviada. Cree que sufre de nuevo alucinaciones y grita presa del pánico mientras deambula por la nave sin rumbo cierto tratando de huir de sí misma. Xavier expira mudo cuando los robots contienen a la astrofísica, que quiere lanzarse al vacío.
La inquietud empieza a asomar en  el Instituto Espacial Surconfederado (IES). Desde hace un par de días aguardan el regreso de EcoHispania IV. Los malos presagios comienzan a correr por los Estados Conferados del Sur y, de allí, al resto del mundo. Sin embargo, a las 17:00 horas la nave establece comunicación con IES informando de su inminente arribada. El personal del Instituto espacial se organiza sin dilación con el fin de garantizar un aterrizaje seguro. Los periodistas y corresponsales despiertan de súbito de su agónica espera en la sala de prensa. Las autopistas y carreteras se colapsan. Las bocinas de los coches enervan la impaciencia por llegar a tiempo para presenciar el aterrizaje.
Las puertas de la aeronave se abren y emergen las tres copias de robots que saludan al enfervorizado público. Los vítores y flashes se detienen de pronto a la espera de que salga el resto de la tripulación. Transcurren los minutos y continúa sin comparecer ninguno de los cuatro astronautas humanos. La gente empieza a murmurar en sordina sorpresa. Los periodistas hacen pública la desaparición, aún no confirmada oficialmente, de las astrofísicas y los exobiólogos. Y no tardan en calificar de rotundo fracaso la misión Exodus I.
Entre las filas caóticas de espectadores un hombre se convulsiona estrábico y se desploma sobre su vecino. A un centenar de metros, otra mujer entra en trance y continúa agitándose unos segundos sobre la mantilla de arena del desierto. El ritmo de los caídos no cesa de crecer en los siguientes minutos. Su agonía es silenciosa. Sólo gritan los sobrevivientes, que corren despavoridos mirando al cielo, cubriéndose la cabeza…cayendo finalmente derrotados en el campo de batalla. Moribundos, enmudecidos, sin entrañas por un obús de enemigos invisibles.
El gobierno de Andalucía decreta el estado de emergencia mientras un equipo de científicos estudia y trata de luchar contra una mortífera bacteria. Un microorganismo comunitario, extremófilo originalmente anaerobio que vivía adaptado a un medio sin oxígeno que ha mutado rápidamente en aerobio. Un asesino compulsivo, un devorador insaciable, indestructible dotado de gran inteligencia, dispuesto a conquistar la Tierra y forjar una nueva estirpe que dominará el Universo. 
El príncipe feliz