jueves, 30 de octubre de 2014

El roce hace el daño







Tras cumplirse un año desde mi separación con Raúl, mi amiga Raquel me animó a conocer al primo de su marido, que vivía en Valencia, donde iban a veranear cada año.
Ángel y yo nos intercambiamos unos correos electrónicos para poco después pasar a escribirnos a través de WhatsApp, enviarnos fotografías, alguna carta por correo tradicional y hablar por teléfono.
Él trabajaba en una fábrica de su ciudad natal y en su tiempo libre escribía novela negra. En la última década había terminado siete relatos que guardaba en los cajones de su habitación. Tenía cuarenta y cinco años y vivía aún con sus padres. 
Yo me enamoré enseguida de sus fotos, su cabello castaño ondulado, sus ojos azules, su voz varonil y modulada, sus palabras escritas apresuradamente. Y sin darme cuenta fui haciendo míos sus sueños de amor, pasión y aventura. El único obstáculo que se interponía entre nosotros era el trabajo y la relativa distancia geográfica que nos separaba.
Yo le hablaba de Barcelona, de sus playas y montañas. De los pueblos pintorescos que visitaríamos algún día juntos, de los cientos de senderos que como riachuelos de tierra y piedra se abrían paso a través de la montaña de Collserola, el pulmón verde de mi ciudad. ¡Cuántas veces me soñé despierta entrelazada a su mano temblorosa, a sus brazos fornidos pero tiernos bajo tantos escenarios y luces diferentes de la geografía real e imaginaria de Valencia y Barcelona!
Cada noche nos deseábamos y amábamos con frenesí desde el teléfono.Y luego me despedía cubriendo de besos la pantalla del smarphone y me dormía abrazada a él sintiendo la tibieza del cuerpo de Ángel. En mi cabeza de mujer enamorada no me cabía la menor duda que era el hombre de mi vida.
En julio, ya en plena canígula y tras siete meses de intenso cortejo on line, deseaba que llegara el mes de agosto con una ansiedad desbordante. Las últimas semanas fueron frenéticas y se me hicieron largas. Terriblemente largas.
El día tres de agosto me montaba en el asiento de atrás del Renault Mègane de mi amiga para ir por fin a conocer al primo de Paco. Tan pronto llegamos a Valencia quise verlo pero no fue posible como tampoco al día siguiente. Me sentía contrariada, decepcionada. Y la ansiedad devoraba mis entrañas por momentos. 
Nuestro primer encuentro tendría lugar en una playa abarrotada de bañistas y sombrillas. Ángel acampó su toalla una hora más tarde que nosotros en el escueto y apretado territorio apache que habíamos delimitado con nuestra nevera, bolsas, toallas, sombrilla y tumbonas. Yo ese día de tórrido estío estrenaba mi biquini amarillo fosforito y me había embadurnado a conciencia el cuerpo de pies a cabeza con la crema de máxima protección solar. Al levantarme de mi silla para saludarlo sonreí mientras calzaba las gafas de cristales oscuros en la coronilla de mi pamela. Y él respondió esbozando una sonrisa de sarro y  aliento a Ducados.
Raquel y su marido nos dejaron solos en medio de una vorágine de niños corriendo y jugando , perdidos entre un sinfín de parasoles que parecían estandartes de colores azotados por la furia del viento y el oleaje. Sus ojos enseguida llamaron mi atención. Eran azules como el mar, ese horizonte lejano que desde la orilla se antojaba un poco más cercano,  pero profundo e impenetrable. Porque su mirada era huidiza, esquiva como las olas que se rompían en la arena una y otra vez sin saber nunca si querían quedarse o marcharse para siempre. O tal vez simplemente fuera tímido.
Se quejó de las consecuencias de la crisis. De cómo se iban endureciendo las condiciones laborales y enrareciendo el ambiente en la fábrica donde trabajaba desde hacía dos décadas. De las horas extras que no cobraba, de su pérdida de poder adquisitivo, de la política de recortes y ajustes, la corruptela general que subyacía en todo el país. Mencionó su nuevo libro que reflejaba la asfixia e impotencia que vivía a diario una familia de clase obrera. Iba desgranando y mezclando las causas de su malestar  y la trama de su nueva novela cuando me chirriaron de pronto los oídos. Porque empecé a sentir que sus palabras ásperas ungidas de realidad y sus ojos huidizos, vacíos de emoción rayaban mis sueños, hiriéndolos de tristeza y decepción.
Me puse las gafas de sol y vi cómo se borraban ante mí aquellos días de ensueño en que nuestras manos caminaban entrelazadas bajo una densa nube verde de pinos, encinas y robles. En los ojos de Ángel no había sueños. Sólo cabía el mar y su profunda soledad. Una soledad atenuada únicamente por el murmullo no de caracolas si no de un móvil, un ordenador y un teléfono fijo.
Era evidente que Ángel no era exactamente como me lo había imaginado ni física ni personalmente. Me hacía cargo de que todos estos meses había estado enamorada de alguien que en realidad no existía sino en mi mente. Que había adquirido forma y fondo gracias a un puñado de fotografías, cientos de mensajes impulsivos y deseos hiperrománticos. Pero el Ángel que se me aparecía ahora en carne y hueso, sin trampa ni cartón, me empezó a gustar. Porque al irnos a despedir experimenté por un momento la irresistible tentación de besarlo en los labios. Y no sé por qué me pareció que él sintió el mismo deseo.
Me duché en el apartamento de mi amiga y le envié un WhatsApp para contrastar impresiones:
-Hoy te habría besado si hubiéramos estado solos
-Me siento muy halagado –dijo sin más.
-Mi corazón está desbocado –contesté yo desafiante.
-Me caes bien.
-Por ahí se empieza.  El roce hace el cariño –tecleé presurosa.
-…o el daño –escribió tras mantenerme en vilo durante tres minutos.
-Amar es sufrir  –añadió un minuto más tarde.
Mi cabeza se puso a trabajar a mil por hora para tratar de encontrar sentido a todo lo que estaba viviendo. Y me preguntaba si es que no le había gustado. Si fue mala idea conocernos en la playa semidesnudos, mostrando al sol partes indeseables de mi anatomía. 
Al día siguiente decido regresar a mi ciudad en autocar, el único transporte público que tenía plazas disponibles en agosto. Me siento junto a la ventana y veo pasar edificios altos, casi rascacielos, de apartamentos, y la interminable linea azul que bordea la costa. Estoy furiosa y triste a la vez. No quiero saber nada de ningún hombre. Y de nadie porque tampoco miro ni hablo con mi vecina, una mujer de unos sesenta años. Entrábamos en Tarragona cuando recibí el aviso de que me había llegado un mensaje por WhatsApp. Era él diciéndome que me echaba de menos. No supe qué hacer. Si mandarlo de paseo por las playas de Valencia o correr a sus brazos.  Pero no hice ni una cosa ni otra. Quise ponerme a prueba. Y me contuve de contestarle. Hasta que no pude más y le dije, cinco minutos después, que yo también le encontraba a faltar.
En los siguientes meses seguimos escribiéndonos, hablando y queriéndonos más que nunca. Nos necesitábamos para vivir, como la arena al mar, como la tierra al sol. Sólo vivíamos para que llegara semana santa y poder por fin amarnos.

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com



miércoles, 15 de octubre de 2014

La garza vanidosa y el mirlo enamorado


Una garza real se detuvo en otoño a beber agua en un lago urbano limítrofe a Barcelona. Era la primera escala que realizaba en su largo y siempre arduo periplo que empezaba en la Camarga francesa y culminaba en el país africano de Senegal. Porque tras surcar la península ibérica habría de superar un año más el reto de atravesar los confines inhóspitos del desierto del Sáhara.
La llegada de Odile al parque no dejó a nadie indiferente. Ni a sus habitantes los patos, fochas, gallinetas y una oca malhumorada; ni a sus vecinos los mirlos; ni las aves que lo visitaron aquella mañana, un grupo de lavanderas saltarinas, de gorriones, palomas y gaviotas ladronas.
Un mirlo joven con fama de poseer un pico de oro se enamoró de ella en el mismo instante en que aterrizó en la ribera. Y posándose sobre la muralla de hojas de lirios que serpenteaba la laguna, su voz aflautada y cristalina empezó a interpretar la melodía más dulce y melancólica que hubiera entonado jamás. Entonces la garza levantó la cabeza del agua y clavó sus ojos en Saúl. Unos ojos dorados enmarcados por un penacho azul marino que más que luceros, al mirlo le parecíeron dos soles. 
Para alegría del mirlo, esa noche la garza se quedó a dormir en el lago. Y a la siguiente también. Por fin al tercer día Odile se dirigió a él para formularle con su voz áspera una petición insólita. Deseaba que le trajera madroños maduros, recién acabado el estío. Ignoraba el mirlo por entonces que aquellas aves zancudas comieran también frutos así como que los propios mirlos estuvieran incluidos en su dieta habitual. Pero pese a las dificultades que le planteaba recolectar madroños fuera de época cumplió el encargo en la medida que se lo consintió la madre naturaleza.
La segunda prueba que debió superar Saúl consistió en demostrar su destreza en el arte de la pesca de truchas y carpas. Él cazaba y consumía insectos, lombrices de tierra, arañas, ciempiés, e incluso pequeños moluscos y ranas, además de sisar en los campos frutos de todo tipo. Pero nunca había probado el pescado. E intentó pescar una y otra vez en vano sin desanimarse en ningún momento. Como en opinión de la garza el mirlo padecía el grave defecto de ser paticorto, le conminó después a tallar y caminar sobre unos zancos de ramitas hechas de lentisco. De este modo lograría estar a su altura. Sin embargo, el resultado despertó la hilaridad de Odile. Y es que cada vez que el mirlo procuraba complacerla, la garza se burlaba invariablemente de él.
Transcurrieron las semanas, los meses y Odile seguía sin levantar el vuelo. Además de cantar y bailar el mirlo también le escribió y recitó versos encendidos de pasión, ensalzando el blanco níveo de su semblante y el gracioso penacho que rodeaba y teñía de azul oscuro sus párpados y nuca que le confería un misterioso e imponente aire faraónico. Glorificando su esbelto cuello gris, su boca ambarina y, ¡ay!, sobre todo, el aleteo hipnótico, sofocante de aquellos ojos dorados.
En más de una ocasión la hermana del mirlo, María, trató de persuadirle que abandonara aquel cortejo inútil, que su amor era imposible, que la garza era astuta y vanidosa y sólo pretendía jugar y reírse de él. La respuesta de Saúl siempre era la misma: “algún día también ella me querrá, estoy seguro porque veo sus ojos reflejados en el sol que así me lo dicen”. Mientras tanto, otra mirlo, Ada, empezaba a perder la esperanza de que el joven Saúl se fijara en ella. Durante los siguientes días se acercó entre temerosa y triste a la laguna con el obsesivo propósito de contemplar su imagen reflejada en el agua. Y siempre se veía insignificante, paticorta y siniestra por su color pardo oscuro comparada con la beldad y donaire natural de la garza. A partir de entonces caminó avergonzada, con el cuerpo encorvado y el pico apuntando el día entero a la hierba, los insectos y la tierra húmeda de las praderas. Y entre picoteo y picoteo se convenció de que jamás tendría pareja ni vería materializado su sueño de ser madre.
Odile regresó por primavera a los humedales de su Francia natal. Y en cuanto el viento de septiembre empezó a impregnar de olores y hojarasca otoñales las marismas tomó de nuevo rumbo a Barcelona. Voló sin descanso durante dos jornadas agitando y rasgando cielos de nubes melancólicas con sus grandes alas y profundas batidas. Saúl, alborozado por su vuelta, corrió a pretenderla y se afanó en demostrarle lo que había conseguido aprender durante su ausencia. Lo bien que entretejía, forraba y remataba los nidos. Cómo había progresado en sus clases de canto y pesca. Para enseñarle la habilidad que había adquirido en esta última labor, fue a buscar una red que había escondido en un seto de espino de fuego. Rasguñado por sus púas se colocó luego en un recodo del estanque, tendió la malla provista de un hilo superior y esperó paciente elevado en el aire a que picaran los peces. Cuando percibió que una carpa ondeaba el agua, tiró rápidamente del hilo y la malla se cerró capturándola en el interior. Segundos después un magnífico ejemplar de carpa caía aleteando a los pies de Odile. Sin embargo, su proeza volvió a ser premiada con las medallas del desdén y el desprecio llevándose además a la pradera el recordatorio de que era y sería siempre menudo, paticorto y negro como la noche.
El otoño siguiente Odile regresó al lago acompañada de una garza macho. El mirlo enamorado creía que se moría. Se había convertido en un consumado pescador y hasta comía a diario pequeñas cantidades de pescado. Pero se le secaron de pronto las ganas de alardear. Dejó de frecuentar el prado, se negó a comer. Y a las dos semanas, se murió de inanición y pena oculto entre las ramas de un arbusto de viburno plantado frente al pantano.
Cuando la garza supo que iba a ser madre se pavoneó y proclamó su preñez a los cuatro vientos diciendo a vecinos y desconocidos que su cría sería la más bella y graciosa criatura que hubiera pisado jamás aquel parque. A medida que su arrogancia crecía, un profundo sentimiento de infelicidad y desesperación se iba enquistando en el corazón de Ada.
Sin embargo, la hermana del mirlo muerto, espoleada por una sed insaciable de impartir justicia, trazó y llevó a cabo un plan con que vengarse de Odile. De este modo, un día, aprovechando que la pareja de garzas se hallaba pescando, hurtó el único huevo que había puesto, lo sustituyó por otro huero y el bueno lo depositó por la noche en el lugar donde Ada dormía.
Transcurrieron veintiocho días y el nido de las garzas reales no registró ninguna señal de vida. A última hora de esa misma tarde, pero en la pradera, al abrigo de un seto de retama blanca y de viburno, un  polluelo gris larguirucho con cabeza de alfiler graznaba por primera vez a su mamá mirlo.
Tras esperar cuatro semanas más sin que el huevo se abriera, Odile desoyó a Paul, su pareja, cuando trató de prevenirla de que tal vez su cría estaba muerta y continuó incubándolo día y noche. Mientras, Paul se encargó  de pescar y alimentarla durante meses. Hasta que se cansó de seguir esperando, de traer comida, y, sobre todo, de la  testarudez de Odile de no querer abandonar el nido. Debía volver a su país con o sin ella. Y una mañana se marchó a los humedales del sur de Francia.
La garza dejó de pescar. Se negaba a separarse un solo segundo de su futuro hijo. Creía que nacería de un momento a otro, cuando menos lo esperara. Y sin perder la soberbia aseguraba a quienes se le acercaban que cuánto más se demorara su nacimiento, más hermoso sería. Y con esta idea siguió incansable acuclillada el resto de la primavera, el verano, otoño y el invierno siguiente entre las cañas de los carrizales. Nutriéndose de insectos y, con mucha suerte, de algún pollo de focha extraviado.
María empezó a sentir compasión por Odile.Ya no quedaba en ella rastro de su belleza y vigor juveniles. Le partía el corazón cada vez que la veía dirigir una mirada furtiva al polluelo de garza que criaban las mirlos del parque y la sorprendía a continuación picoteando alicaída en el cascarón vacío cuando creía que nadie la observaba. Un día le ofreció una rana que está, con aire ofendido, rechazó al momento sin atender a las razones que esgrimía el pájaro sobre la necesidad de que ingiriera proteína animal. Ada también intentó ayudarla trayendo a su nido lombrices de tierra que tampoco aceptó girando su ajado cuello, antaño esbelto y lustroso. María y Ada organizaron un grupo de mirlos para tratar sin resultado de atrapar una anguila, carpa o trucha con que alimentarla. Y presas del desánimo se acordaron de Saúl, de su ingenio y tesón. También Odile tenía últimamente muy presente en su pensamiento al mirlo que la había pretendido. Y suspiraba en su frío nidal sabiendo que él la hubiera querido, alimentado y cuidado hasta el final.
Una noche de invierno en que granizaba, la garza soñó con el mirlo negro. Supo que era él porque alzando el cuello al cielo vio sus ojos pardo oscuro reflejados en el sol. Venía a buscarla para acompañarla de regreso a su país y los suyos. Viajaban uno junto al otro, rozándose amorosamente las alas, sobrevolando la Camarga francesa cuando Odile descubrió que una cría de mirlo los seguía muy de cerca. Miró a su amado sonriendo y le embargó entonces una felicidad desconocida. 
Al despertar a la mañana siguiente se fue a pescar. Entregó una trucha a la hija de Ada y el resto lo engulló decidida a  volver a Francia en cuanto sus fuerzas se lo permitieran. Porque había comprendido que nunca era demasiado tarde para empezar una nueva vida y aprender a ser feliz. Sin vanidad. Incluso sin hijos ni Saúl.

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com

El príncipe feliz