Tras
cumplirse un año desde mi separación con Raúl, mi amiga Raquel me animó a
conocer al primo de su marido, que vivía en Valencia, donde iban a veranear
cada año.
Ángel
y yo nos intercambiamos unos correos electrónicos para poco después pasar a
escribirnos a través de WhatsApp, enviarnos fotografías, alguna carta por
correo tradicional y hablar por teléfono.
Él trabajaba en una fábrica de su ciudad natal y en su tiempo
libre escribía novela negra. En la última década había terminado siete relatos
que guardaba en los cajones de su habitación. Tenía cuarenta y cinco años y vivía aún con sus padres.
Yo
me enamoré enseguida de sus fotos, su cabello castaño ondulado, sus ojos azules,
su voz varonil y modulada, sus palabras escritas apresuradamente. Y sin darme
cuenta fui haciendo míos sus sueños de amor, pasión y aventura. El único
obstáculo que se interponía entre nosotros era el trabajo y la relativa distancia
geográfica que nos separaba.
Yo
le hablaba de Barcelona, de sus playas y montañas. De los pueblos pintorescos
que visitaríamos algún día juntos, de los cientos de senderos que como
riachuelos de tierra y piedra se abrían paso a través de la montaña de
Collserola, el pulmón verde de mi ciudad. ¡Cuántas veces me soñé despierta
entrelazada a su mano temblorosa, a sus brazos fornidos pero tiernos bajo
tantos escenarios y luces diferentes de la geografía real e imaginaria de
Valencia y Barcelona!
Cada
noche nos deseábamos y amábamos con frenesí desde el teléfono.Y luego me despedía cubriendo de besos la pantalla del smarphone y me dormía abrazada a él sintiendo la tibieza
del cuerpo de Ángel. En mi cabeza de mujer enamorada no me cabía la menor duda
que era el hombre de mi vida.
En
julio, ya en plena canígula y tras siete meses de intenso
cortejo on line, deseaba que llegara
el mes de agosto con una ansiedad desbordante. Las últimas semanas fueron frenéticas y se me hicieron largas. Terriblemente largas.
El
día tres de agosto me montaba en el
asiento de atrás del Renault Mègane de mi amiga para ir por fin a conocer al
primo de Paco. Tan pronto llegamos a Valencia quise verlo pero no
fue posible como tampoco al día siguiente. Me sentía contrariada, decepcionada. Y la ansiedad devoraba mis entrañas por momentos.
Nuestro
primer encuentro tendría lugar en una playa abarrotada de bañistas y
sombrillas. Ángel acampó su toalla una hora más tarde que nosotros en el
escueto y apretado territorio apache que habíamos delimitado con nuestra
nevera, bolsas, toallas, sombrilla y tumbonas. Yo ese día de tórrido estío
estrenaba mi biquini amarillo fosforito y me había embadurnado a conciencia el cuerpo de pies a cabeza con la crema de máxima protección solar. Al
levantarme de mi silla para saludarlo sonreí mientras calzaba las gafas de cristales oscuros en
la coronilla de mi pamela. Y él respondió esbozando una sonrisa de sarro y aliento a Ducados.
Raquel
y su marido nos dejaron solos en medio de una vorágine de niños corriendo y
jugando , perdidos entre un sinfín de parasoles que parecían estandartes de colores
azotados por la furia del viento y el oleaje. Sus ojos enseguida llamaron mi
atención. Eran azules como el mar, ese horizonte lejano que desde la orilla se
antojaba un poco más cercano, pero
profundo e impenetrable. Porque su mirada era huidiza, esquiva
como las olas que se rompían en la arena una y otra vez sin saber nunca si
querían quedarse o marcharse para siempre. O tal vez simplemente fuera tímido.
Se
quejó de las consecuencias de la crisis. De cómo se iban endureciendo las condiciones
laborales y enrareciendo el ambiente en la fábrica donde trabajaba desde hacía
dos décadas. De las horas extras que no cobraba, de su pérdida de poder adquisitivo,
de la política de recortes y ajustes, la corruptela general que subyacía en
todo el país. Mencionó su nuevo libro que reflejaba la asfixia e impotencia que
vivía a diario una familia de clase obrera. Iba desgranando y mezclando las
causas de su malestar y la trama de su nueva
novela cuando me chirriaron de pronto los oídos. Porque empecé a sentir que sus
palabras ásperas ungidas de realidad y sus ojos huidizos, vacíos de emoción rayaban
mis sueños, hiriéndolos de tristeza y decepción.
Me puse las gafas de sol y vi cómo se borraban ante mí aquellos días de ensueño en que nuestras manos caminaban entrelazadas
bajo una densa nube verde de pinos, encinas y robles. En los ojos de Ángel no había sueños. Sólo
cabía el mar y su profunda soledad. Una soledad atenuada únicamente por el murmullo
no de caracolas si no de un móvil, un ordenador y un teléfono fijo.
Era evidente que Ángel
no era exactamente como me lo había imaginado ni física ni personalmente. Me
hacía cargo de que todos estos meses había estado enamorada de alguien que en
realidad no existía sino en mi mente. Que había adquirido forma y fondo gracias
a un puñado de fotografías, cientos de mensajes impulsivos y deseos
hiperrománticos. Pero el Ángel que se me aparecía ahora en carne y hueso, sin trampa
ni cartón, me empezó a gustar. Porque al irnos a despedir experimenté por un
momento la irresistible tentación de besarlo en los labios. Y no sé por qué me
pareció que él sintió el mismo deseo.
Me
duché en el apartamento de mi amiga y le envié un WhatsApp para contrastar impresiones:
-Hoy
te habría besado si hubiéramos estado solos
-Me
siento muy halagado –dijo sin más.
-Mi
corazón está desbocado –contesté yo desafiante.
-Me
caes bien.
-Por
ahí se empieza. El roce hace el cariño
–tecleé presurosa.
-…o
el daño –escribió tras mantenerme en vilo durante tres minutos.
-Amar
es sufrir –añadió un minuto más tarde.
Mi
cabeza se puso a trabajar a mil por hora para tratar de encontrar sentido a todo lo que
estaba viviendo. Y me preguntaba si es que no le había gustado. Si fue mala idea
conocernos en la playa semidesnudos, mostrando al sol partes indeseables de mi
anatomía.
Al
día siguiente decido regresar a mi ciudad en autocar, el único transporte público que
tenía plazas disponibles en agosto. Me siento junto a la ventana y veo pasar
edificios altos, casi rascacielos, de apartamentos, y la interminable linea
azul que bordea la costa. Estoy furiosa y triste a la vez. No quiero saber nada
de ningún hombre. Y de nadie porque tampoco miro ni hablo con mi vecina, una
mujer de unos sesenta años. Entrábamos en Tarragona cuando recibí el aviso de
que me había llegado un mensaje por WhatsApp. Era él diciéndome que me echaba
de menos. No supe qué hacer. Si mandarlo de paseo por las playas de Valencia o
correr a sus brazos. Pero no hice ni una
cosa ni otra. Quise ponerme a prueba. Y me contuve de contestarle. Hasta que no pude
más y le dije, cinco minutos después, que yo también le encontraba a faltar.
En
los siguientes meses seguimos escribiéndonos, hablando y queriéndonos más que
nunca. Nos necesitábamos para vivir, como la arena al mar, como la tierra al
sol. Sólo vivíamos para que llegara semana santa y poder por fin amarnos.
Relato también publicado en la revista eye2magazine.com