jueves, 11 de agosto de 2016

Penélope o Desirée




Por ti, amor, habría sido Desirée antes que Penélope. Hubiera cerrado los ojos y me habría abandonado a los caprichos del deseo. Así no tendría ahora que alimentarme de las migajas secas del recuerdo de tu amor marchito.
Me habría dejado alcanzar por el rayo fulminante de tu mirada, ensordecerme por el trueno de tu voz y promesas varoniles, doblegarme a tu gemido arrollador. Me habría rendido a la tormenta de la pasión, mi boca se habría fundido con tus besos de fuego y agua. Mi piel desnuda se habría embebido de tu lluvia impetuosa. Habría caído de rodillas y me hubiera hundido en el fango del deseo hasta desaparecer en sus arenas movedizas. Habría ardido contigo para siempre en los vastos confines del placer. Desirée habría devorado al fin a Penélope para poder amarte así, sin límites, condiciones ni recelos. Habría volado libre hacia ti una y mil veces más, dando rienda suelta a mis más profundas y oscuras pulsiones. Cualquier cosa con tal de no renunciar a ti y a todo eso que nos dábamos que tú llamabas amor y yo, sexo.
Y es que te añoro a veces. Sólo a veces. Siento nostalgia de aquella noche de verano algo fría en que nos amamos a la luz de la luna tras días de flirteo. Añoranza de aquella historia de amor que pudo ser y no fue. A veces sin querer busco en el cielo la constelación de estrellas que titilaba en lo alto mientras el deseo estrechaba y templaba nuestros cuerpos ateridos. Pero ni una sola vez me he vuelto a cruzar con esos astros estáticos y expectantes. Como tampoco jamás he vuelto a ver en otro rostro amado la misma llama que ardía aquella noche en tus ojos de plata.
Yo cedí a la pasión en busca de amor cuando tú sólo buscabas una ventura más. Una historia de amor que no pudo ser y no fue y que, sin embargo, cuántas veces añoro. Como a veces, cuando te sueño y me despierto huérfana de tus besos. Como a veces, en las noches de agosto en que tirito de frío y bajo la persiana para no mirar al cielo y no tener que encontrarme con las lágrimas de San Lorenzo cayendo. Y para espantar el recuerdo de aquel fragmento del poeta Mario Benedetti que me escribiste al día siguiente que, como un funesto oráculo, predecía el fin de tus besos:
Te espero cuando miremos al cielo de noche:
Tú allí,
Yo aquí,
Añorando aquellos días
en los que un beso marcó la despedida,
quizás por el resto de nuestras vidas.

Y me pregunto tantas veces en qué fallamos y qué podríamos haber cambiado. Cómo habrías dejado tú de ser el disoluto casanova y yo la fiel Penélope. Pero decidimos separarnos y permanecer leales a nuestros ideales.
Me doy cuenta ahora que más que Penélope fui y sigo siendo como Ulises, navegando y naufragando una y otra vez por mares convulsos, sorteando monstruos y peligros, enfrentando tentaciones y falsas promesas. Una persona que ha vivido en carne propia la odisea de haber zozobrado y luchado contra tempestades, cíclopes, escilas, Caribdis, sirenas, ninfas y circes. Y que no se rindió pese a todo porque siguió surcando los mares embravecidos de Poseidón en busca de la isla de Ítaca, su querida patria. Fiel a sí misma, fiel a su amor, fiel a su reino. Con la diferencia que a mí no me espera nadie en Ítaca cada vez que miro al cielo.

También me pregunto ahora si no fuiste más que un canto de sirena en mi travesía y que, gracias a la voluntad de Odiseo y Penélope, evité encallar en el turbio y antojadizo destino de una amistad peligrosa. Y es, sin duda, cuando mi mente teje estas elucubraciones cuando dejo al fin de añorarte. A ti y a Desirée.  

jueves, 28 de julio de 2016

El muro de los lamentos




Cada día una docena de alumnos de secundaria almorzaba en un banco del parque que había detrás del instituto. Una mañana uno de los chicos, Nacho, rogó silencio de pronto mientras se acercaba entre curioso y enigmático a una vieja casa deshabitada de dos plantas. Sus ventanas y puertas estaban enrejadas y tapiadas, de cuyo balcón, igualmente cegado por una capa de mortero, colgaba un gastado letrero casi inteligible escrito a mano que decía En venta.  Al llegar junto a una de las dos ventanas de la primera planta arrimó un oído a la pared. Rosa y Miquel se aproximan y lo imitan. Y tras unos segundos de profundo silencio y no conseguir oír nada, Miquel proclamó histriónico y divertido:
-¡Uy, qué miedo, un hombre-lobo aullando!
-Debe ser que estamos sordos como tapias, espetó con sorna casi de inmediato Carles.
El grupo se  ríe a excepción de Nacho que vuelve a suplicar silencio uniendo las manos delante de su barbilla y mirando hacia ellos.
-Vamos, Nacho, cuéntanos que oyes, le animó poco después María.
-Se escuchan los lamentos de un hombre que pide auxilio con un hilo de voz. Parece muy cansado  o que está ya moribundo.
Sus compañeros lo miraron entre temerosos e incrédulos antes de dirigirse de nuevo a las aulas. Pero Nacho permaneció en el parque unos minutos más recorriendo y golpeando la desconchada fachada de hormigón. Y comprobó que a las súplicas del hombre se superponían los maullidos breves y tristes de un gato. Su mirada subió hasta la segunda planta y se posó pensativa en  el tejado mohoso cubierto con las florecillas amarillas del diente de león.
Día tras día, durante una semana, Nacho sintió aquel continuo y sordo sufrimiento hasta que una mañana se apagó de pronto. Nadie más logró oírlo, quizás por esa razón no se atrevió a avisar a la policía. Ni siquiera en ese instante en que comprendió muy apenado qué había sucedido dentro de aquella especie de cárcel. Tampoco fue capaz de presentarse aquella tarde, después del instituto, en la academia de música donde sus profesores siempre habían elogiado su extrema sensibilidad  y  percepción auditiva.
Al comenzar el segundo curso siguió siendo objeto de mofa por parte de sus compañeros. Un día ante una nueva  provocación de Joan, acertó a defenderse  con una frase lapidaria:
-La verdad acaba viendo la luz- y a continuación añadió mirando a todos como hechizado- si no ya veréis de aquí a seis meses cuando uno de vosotros se cruce con la muerte.
Joan no pudiendo contenerse por más tiempo, saltó como disparado por un resorte sobre Nacho estampándolo cual muñeco de trapo contra una pared de la calle. Aquello fue toda una declaración pública de guerra contra Nacho a la que se sumaría el resto del grupo.
El descolorido cartel de En venta desapareció un día de la casa abandonada y su aspecto se fue remozando poco a poco ante las idas y venidas de los alumnos.  En el tiempo que duró la reforma Nacho albergó en secreto el temor de que los obreros descubrieran el cuerpo inerte de aquel moribundo  y su gato cuyos lamentos oyó a lo largo de una semana y que lo perseguían aún en forma de pesadillas. Se sucedieron los meses y finalizaron las obras pero no trascendió pista ni noticia algunas sobre ningún finado ni desaparecido.
Por abril corrió pronto la horrible noticia: Joan había sido arrollado por un tren de largo recorrido a su paso por su pequeña ciudad natal. Nadie en clase se atrevió a verbalizarlo aunque en su fuero interno no les cabía la mínima duda que Nacho era, si no el autor, el responsable de aquella espantosa muerte prematura.
A mediados de mayo el balcón y ventanas de la casa se colorearon de súbito de flores primaverales. Las persianas se subían y bajaban. Tras orearse la vivienda, las ventanas se entornaban. De vez en cuando se podía ver a una chica regando las petunias colgantes, secar el exceso de agua que caía en el balcón.
Los ojos de Nacho escrutaban la casa y a sus inquilinos, una pareja joven y su bebé, con una ciega obsesión no exenta de temor cada vez que pasaba por allí o se quedaba a almorzar en el parque guardando la distancia con sus compañeros. Le intrigaba especialmente saber si entre la familia habría también un gato.
Para quienes lo conocían bien,  Nacho había cambiado mucho.  Ahora era solitario y retraído y hasta huraño. Vivía obcecado y torturado por el insoportable peso de la muerte de Joan y de aquel hombre agonizante al que no se atrevió a socorrer. En los últimos meses visitaba con regularidad a un psiquiatra, pero no volvió a ser el mismo. A decir verdad, continuaba oyendo voces que nadie más podía oír pese a la medicación prescrita (y que él no tomaba porque nunca dudó de su salud mental).
Despedían el curso los estudiantes con desigual satisfacción y calificaciones, cuando la televisión pública se hizo eco del siniestro final que había tenido Martí Puig la semana precedente. Mientras su familia pasaba unos días en casa de sus suegros, el hombre, de 30 años, fue asaltado en su domicilio por unos ladrones que, después de atarlo a un sillón y robarle, le asestaron tres puñaladas que lo sumieron en una lenta agonía. Junto al cuerpo se halló el gato de sus vecinos,  también muerto porque la puerta del patio cerrada le impidió regresar. No hubo testigos. Nadie oyó nada a través del doble acristalamiento y los muros aislantes de la vivienda asaltada. 
-La casa está situada detrás de un instituto de enseñanza secundaria -oyó Nacho informar al periodista. 
El chico se echó las manos a la frente y lanzando dos alaridos pudo, al fin liberado,  llorar las muertes de Joan y Martí Puig.


El sueño de Ona




Con tan sólo veinte años de edad la fama de Ona ya había traspasado las estrechas fronteras de la comarca que la había visto nacer y crecer. A los ocho años tuvo el primer sueño que le reveló el paradero de su prima desaparecida unos días antes, a la que había estado muy unida. No es que el espíritu de los muertos desaparecidos hablaran con Ona. Se comunicaban únicamente con imágenes del lugar y el estado en que se hallaban, como si tras la muerte fueran capaces de hacerse selfis  y remitírselos directamente al subconsciente de Ona.
A principios de un caluroso mes de julio, una mujer venida del otro extremo del país vestida de llanto y cansancio tocó la puerta de la casa de la clarividente. Hacía dos meses que su hijo de once años no había regresado después de marcharse al colegio una mañana. La policía no lo había encontrado ni había logrado reunir ninguna pista fiable hasta el momento. Ona ofreció a la mujer alojamiento en su casa aquella noche mientras ella invocaba en sueños al hijo desaparecido.
De muy mañana la vidente se despertó sobresaltada y bañada en sudor. Inmersa aún en la oscuridad de su habitación, las imágenes oníricas que conservaba en el recuerdo bailoteaban en su mente entre brumas confusas y entrecortadas como garabatos ininteligibles. Los sueños aparecían velados igual que los negativos de un carrete fotográfico incompleto y en mal estado.
La segunda noche distinguió con claridad a un niño moreno en el fondo fangoso de una laguna, que llevaba sujeta al cuello una gruesa cadena. Ona quiso acompañar a la desolada madre a buscar el cuerpo de su hijo. Su  intuición y nuevos sueños la guiaron finalmente hasta un lago situado a un centenar de quilómetros del domicilio de la residencia habitual de la  familia Rueda Blasco.
Los padres del niño fletaron una barca y remaron hacia donde Ona les iba indicando.  La muchacha se mostraba esa mañana especialmente inquieta y temerosa, mirando de continuo en todas direcciones. De camino al lugar exacto, la embarcación de cuatro plazas se ladeó por un momento tras chocar contra un neumático que sobresalía apenas de la superficie. Y en el breve vaivén Ona cayó al agua. Empezó a agitar con desesperación brazos y piernas y a suplicar auxilio. Y al acercarse el hombre e ir a cogerla de una mano, Ona se hundió en el profundo sumidero de sus aguas oscuras. El padre del niño se zambulló en el agua de inmediato y fue a su rescate. Durante la segunda de las diez inmersiones que llegó a realizar, salió a la superficie el vestido blanco de Ona, encadenando a su alrededor círculos de diferentes tamaños. La prenda resplandecía bajo la luz del sol con un intenso color blanco níveo e inmaculado.
La joven murió ahogada como había vaticinado en un sueño la noche precedente pero hasta el día de hoy la policía científica sólo ha podido rescatar e identificar el cuerpo sin vida del niño y esclarecer las circunstancias de su muerte. El joven y un amigo en lugar de ir al colegio decidieron pasar la mañana de su desaparición en la cercana finca del padre de su amigo. Animado por éste, el niño quiso lidiar una vaquilla sin control sanitario de la que recibió una cornada mortal en el pecho. Al avisar al padre que había muerto, éste trasladó al lago el cuerpo del niño y lo arrojó al agua atándole al cuello la cadena del perro que vigilaba su finca.
En cuanto a Ona hay gente que asegura que nunca murió. Nadie ha vuelto a verla pero desde que se hundió en el lecho de lodo aquella mañana, familiares, amigos y amantes de desaparecidos se acercan a la orilla del lago a llorarlos. Y cuentan que basta que caiga una sola lágrima de las derramadas en el estanque donde yace el alma de Ona para que esa misma noche sueñen con su ser querido y les revele su paradero para que vayan a buscarlo y puedan al fin  enterrarlo en paz.


martes, 21 de junio de 2016

Lo sublime


Toni aún soñaba con ser algún día poeta. Componer poemas al estilo de los escritores del siglo de Oro, como Lope de Vega o Góngora. Captar y retener para siempre en un soneto el bello cantar y el aleteo de una avecilla, versificar el delicado perfume de su amada. Lograr en invierno el milagro de despertar la primavera con sus flores vistosas, sus pájaros y mariposas revoloteando. Espantar, e incluso desterrar definitivamente, la melancolía evocando la imagen siempre perenne de árboles en flor mirándose en el agua clara de un riachuelo en una mañana fresca y soleada. Transmitir al lector lo sublime, conseguir hacerle olvidar lo cotidiano y tedioso de la vida moderna.
Hacía quince años que su trabajo de vendedor en unos grandes almacenes consumía gran parte de su existencia. Y el descanso de las largas jornadas le robaba muchas horas de su tiempo de ocio. Pero su vida interior, ese espacio invisible y acorazado donde seguía siendo libre, sabía que nada ni nadie se la podrían arrebatar.
Tras haberse licenciado en filología clásica, un primo suyo lo colocó con veinticuatro años en el centro comercial. Dos años más tarde, se casaría con su novia del instituto, María José. Ahora casi rozando la cuarentena, continuaba siendo un hombre de amores y costumbres estables aunque de espíritu inquieto. Se diría que su mente era una fragua de ideas y sueños incesante como si imaginar constituyera el motor de su existencia o su vida misma. Era una fuerza ciega y dominante, en cualquier caso superior a los dictámenes de su propia voluntad.
Los hijos nunca llegaron y su día a día junto a María José se le antojaba anodino. Pero esa mañana de mayo se sentía agradecido a la vida. Una vida que palpitaba dentro de su ser tan pródiga, generosa y exultante como la primavera que acababa de ver la luz. Nada más levantarse llamó a su empresa para comunicarle que se encontraba indispuesto y que volvería al trabajo en unos días.
Ni siquiera de joven fue lo que se dice un hombre de acción. Sin embargo, ese miércoles preparó un poco de comida, cogió una hamaca, una toalla y una libreta y bolígrafo y se montó en su Citroën.
Recorrió cientos de quilómetros en dirección a Girona, se desvió por un camino de tierra y se detuvo a la sombra de una haya. Bajó al río cargando con todos los bártulos y acampó sobre la aún fresca y húmeda hierba. Todo estaba en silencio, sumido en una serena calma. Se estiró en la hamaca y se puso a contemplar satisfecho el inmenso cielo azul despejado de nubes y de los tachones de humo que dejan sobre él el paso de aviones. Y poco a poco sus párpados se cerraron.
Al despertar de pronto sus ojos de color verde oliva escrutaron nerviosos la hilera de hayas que bordeaba la orilla. Sentía la presencia acechante de alguien que permanecía oculto tras la barrera de troncos. Sin atreverse a mover, estudió de arriba abajo cada uno de los árboles, escudriñó sus pies cubiertos de hierba y camomila acariciados por una sutil brisa. Buscó y buscó en vano sin dejar de sentir sobre él el lastre helador de aquellos ojos invisibles y amenazantes.
Observaba expectante y temeroso entre las ramas más altas cuando experimentó de repente una punzada en el brazo y vio moverse rápidamente algo oscuro y pequeño que tras saltar en uno de los reposabrazos de su tumbona desapareció sin dejar rastro. Se tocó el brazo. Le dolía igual que una picadura de avispa. Contrariado se lo miró y vio que de la pequeña herida brotaba un hilo de sangre. Se levantó y se la cubrió con tierra húmeda, y al ir a sentarse, el brazo se le entumeció y, poco después, se quedó inmovilizado. No quiso perder la calma, enturbiar el remanso de paz que se había propuesto vivir ese día junto al río. De súbito el manso silencio se manchó de ladridos y de lo que parecía el galope sostenido de una caballería alejándose. Toni empezó a palidecer, su frente transpiraba un sudor frío al advertir que además del brazo se le paralizaban el cuello, la otra extremidad superior, y finalmente el tronco y las piernas. Le fue imposible girar la cabeza cuando presintió que alguien o algo se acercaba por detrás de la hamaca. Hizo un esfuerzo denodado por ver u oír algo. Lo que fuera, una presencia, una sombra tal vez. Pero sólo halló oscuridad, una negrura voraz que engulló también su conciencia.
Al volver en sí, por un momento miró a su alrededor. Se sentía desorientado. La idílica estampa del río y su verde ribera se habían evaporado del paisaje. Se encontraba solo en un lugar ignoto, desconocido. A lo lejos el horizonte perfilaba la sólida y formidable estructura de un castillo y sus murallas asomándose sobre un discreto otero en cuya atalaya ondeaba una bandera de color verde. Desde aquella distancia Toni no pudo discernir si portaría algún escudo real o nobiliario. No hizo ningún gesto por miedo a que sus miembros no le respondieran. Oteó de nuevo la fortificación tratando de hacer memoria y ponerle un nombre que finalmente no acertó a encontrar.
Toni se hallaba en el margen de un camino que conducía hasta el castillo. No queriendo incorporarse todavía, sus ojos viraron por los cuatro puntos cardinales, y más tarde, de abajo arriba. Aunque se había prohibido así mismo hacerlo, su miraba por fin se detuvo sobre la herida que se había hecho en el brazo. Y mientras la inspeccionaba con preocupación dio un respingo al percibir de pronto la voz de una mujer que apoyaba una mano sobre su hombro. No supo que lo sorprendió más, comprobar que su miembro había recuperado la sensibilidad o la inquietante aparición de aquella anciana de pelo cano, revuelto y cubierto de agujas de pino. Observó que era enana, de caderas prominentes. Una mujer singular, pintoresca sin duda. A quien menos se hubiera esperado encontrar en ese instante en que andaba más perdido que nunca.
La anciana se inclinó hacia él y le acercó a los labios una vasija rudimentaria de forma cóncava y de textura leñosa. Toni sorbió el líquido sin hacer preguntas. Estaba muy confuso. No comprendía qué estaba sucediendo. Segundos después sintió que los ojos le pesaban de nuevo y que la figura de la mujer se iba desvaneciendo al igual que su voluntad por permanecer despierto.
No supo cuánto tiempo habría dormido cuando un estremecimiento recorrió su espalda. Sentía mucho frío, la humedad le calaba los huesos. Comenzó a tiritar. Sus párpados se abrieron pero no consiguió distinguir nada que no fuera una densa oscuridad y vacío. Una suerte de terror se adueñó de sí. Se mostraba cada vez más aturdido, embotado. Intentó pensar en vano. Al sonido del castañeteo de sus dientes se añadió poco después el de unos pasos acercándose despacio, muy despacio como si se arrastraran con mucha dificultad. Unas pisadas que se detuvieron al cruzarse con él. Sintió un golpe seco, como si  algo le cayera encima. Se estremeció y encogió todo su cuerpo al oír el impacto pero inexplicablemente nada logró alcanzarlo. Luego escuchó unos gemidos y una respiración entrecortada muy próxima que pronto se convirtió en una lluvia incesante de sollozos desesperados, tristísimos. La mujer, porque quien lloraba sin duda era una joven, lanzó inesperadamente un alarido desgarrador al mismo tiempo que algo volvía a impactar por encima de la cabeza de Toni sin llegar a tocarlo como si hubiera chocado contra un cristal. Al llanto de la joven, se fueron acoplando las pisadas de una muchedumbre, murmullos y conversaciones cada vez más abigarradas y próximas. Únicamente lloraba aquella primera mujer. Algunos de los presentes dondequiera que estuviera Toni reían incluso.
Transcurrieron horas tal vez, quizás las veinticuatros horas de todo un día y las voces se apagaron  a excepción del llanto de la mujer, que no se había movido de su lado sin que Toni pudiera verla ni rozarla siquiera. Sin embargo, tenía el pálpito de que la conocía. Ansiaba contemplarla, reconocerla. Poder consolarla, amarla. Luchó obstinado porque sucediera el milagro de poder abrir de nuevo los ojos, articular los dedos de las manos, escapar de aquel estado de inmovilidad, de aquella profunda oscuridad, sólo soportable por la compañía de aquella mujer desconsolada y fiel. Tras horas de infructuosos intentos, sus manos adquirieron de súbito el don del movimiento, las falanges de sus dedos se flexionaban y se extendían de nuevo. Sus pupilas volvieron a ser capaces de captar la luz. Una luz tan radiante como aquella última mañana de mayo que se coló por el balcón de su casa y más tarde vislumbraría en el río. Y la caja de cristal en la que yacía proyectó sin obstáculo los rayos solares que se filtraban a través de los ventanales de la gran sala ostentosamente decorada, que luego supo que se trataba de una capilla.  Y también pudo contemplar por fin el bello rostro anegado de lágrimas de la joven mujer y el ramo de flores que había depositado sobre el ataúd. Sin duda la conocía. Era María José, su mujer, que lucía los ropajes suntuosos y ademanes refinados de una princesa. Arrobado de pronto por un inmenso amor hacia ella, le brotaron de los ojos lágrimas emocionadas y la llamó por su nombre a través del cristal que los separaba. Pero no respondía. Probó una vez más llamando con los nudillos. Pero en lugar de socorrerle, la joven le dio la espalda y se dirigió lenta y cabizbaja hacia el otro extremo de la sala. Toni golpeó el ataúd con más fuerza e insistencia mientras gritaba el nombre de María José. En el instante en que la mujer franqueó la puerta y ésta se cerraba tras ella, el hombre se quedó sin aire. Se revolvió con furia dentro de su caja. Pero por un momento se detuvo. Le pareció haber escuchado al fin, a lo lejos, a María José. Su voz era cada vez más clara. Sonaba en sus oídos como un dulce mantra. Como el más bello poema de amor de Quevedo. Sin embargo, de pronto se esfumó todo, la sala, la urna de cristal y María José y se impuso la machacona monotonía musical de su teléfono móvil. Toni lo descolgó absolutamente desorientado. Se trataba de su jefe. Quería saber por qué no se había presentado ese día en su puesto de trabajo. Toni logró balbucear que ya había llamado dando el aviso. Sin embargo, nadie de la oficina dijo haberlo recibido. Tras colgar, se encontró de pronto con su rostro reflejado en el espejo de su habitación. Sin duda, tenía muy mal aspecto. La palidez de un enfermo. Se tocó la frente. Parecía que tenía fiebre.  Miró a su alrededor pensativo, con cierta inquietud. Y lo segundo que se encontró esa mañana fue la bandeja en su mesilla con el desayuno que le preparaba a diario María José. Sonrió al pensar en ella. En cómo se había dado cuenta de lo mucho que la amaba. Pero a diferencia de otros días esa mañana había un sobre apoyado sobre la taza de su café con leche. Olió el sobre antes de abrirlo. El perfume que desprendía volvió a evocarle la mujer de su vida, María José.
“Cariño, me marcho. Lo nuestro ha llegado a su fin. Te deseo todo lo mejor.
María José, decía la escueta nota.
El papel se le cayó de la mano mientras su mirada corría en dirección al armario. Había dos puertas abiertas y advirtió que su interior estaba vacío. Cerró los ojos, se derrumbó sobre la cama y por unos minutos ahogó en lágrimas sus sueños.



El príncipe feliz