Con tan sólo veinte años de edad la fama
de Ona ya había traspasado las estrechas fronteras de la comarca que la había
visto nacer y crecer. A los ocho años tuvo el primer sueño que le reveló el
paradero de su prima desaparecida unos días antes, a la que había estado muy
unida. No es que el espíritu de los muertos desaparecidos hablaran con Ona. Se
comunicaban únicamente con imágenes del lugar y el estado en que se hallaban,
como si tras la muerte fueran capaces de hacerse selfis y remitírselos directamente al subconsciente
de Ona.
A principios de un caluroso mes de
julio, una mujer venida del otro extremo del país vestida de llanto y cansancio
tocó la puerta de la casa de la clarividente. Hacía dos meses que su hijo de
once años no había regresado después de marcharse al colegio una mañana. La
policía no lo había encontrado ni había logrado reunir ninguna pista fiable
hasta el momento. Ona ofreció a la mujer alojamiento en su casa aquella noche mientras
ella invocaba en sueños al hijo desaparecido.
De muy mañana la vidente se despertó
sobresaltada y bañada en sudor. Inmersa aún en la oscuridad de su habitación,
las imágenes oníricas que conservaba en el recuerdo bailoteaban en su mente
entre brumas confusas y entrecortadas como garabatos ininteligibles. Los sueños
aparecían velados igual que los negativos de un carrete fotográfico incompleto
y en mal estado.
La segunda noche distinguió con claridad
a un niño moreno en el fondo fangoso de una laguna, que llevaba sujeta al cuello
una gruesa cadena. Ona quiso acompañar a la desolada madre a buscar el cuerpo de
su hijo. Su intuición y nuevos sueños la
guiaron finalmente hasta un lago situado a un centenar de quilómetros del
domicilio de la residencia habitual de la familia Rueda Blasco.
Los padres del niño fletaron una barca y
remaron hacia donde Ona les iba indicando.
La muchacha se mostraba esa mañana especialmente inquieta y temerosa,
mirando de continuo en todas direcciones. De camino al lugar exacto, la
embarcación de cuatro plazas se ladeó por un momento tras chocar contra un
neumático que sobresalía apenas de la superficie. Y en el breve vaivén Ona cayó
al agua. Empezó a agitar con desesperación brazos y piernas y a suplicar
auxilio. Y al acercarse el hombre e ir a cogerla de una mano, Ona se hundió en el
profundo sumidero de sus aguas oscuras. El padre del niño se zambulló en el
agua de inmediato y fue a su rescate. Durante la segunda de las diez inmersiones
que llegó a realizar, salió a la superficie el vestido blanco de Ona, encadenando
a su alrededor círculos de diferentes tamaños. La prenda resplandecía bajo la
luz del sol con un intenso color blanco níveo e inmaculado.
La joven murió ahogada como había
vaticinado en un sueño la noche precedente pero hasta el día de hoy la policía
científica sólo ha podido rescatar e identificar el cuerpo sin vida del niño y
esclarecer las circunstancias de su muerte. El joven y un amigo en lugar de ir
al colegio decidieron pasar la mañana de su desaparición en la cercana finca
del padre de su amigo. Animado por éste, el niño quiso lidiar una vaquilla sin
control sanitario de la que recibió una cornada mortal en el pecho. Al avisar
al padre que había muerto, éste trasladó al lago el cuerpo del niño y lo arrojó
al agua atándole al cuello la cadena del perro que vigilaba su finca.
En cuanto a Ona hay gente que asegura que
nunca murió. Nadie ha vuelto a verla pero desde que se hundió en el lecho de
lodo aquella mañana, familiares, amigos y amantes de desaparecidos se acercan a
la orilla del lago a llorarlos. Y cuentan que basta que caiga una sola lágrima de
las derramadas en el estanque donde yace el alma de Ona para que esa misma
noche sueñen con su ser querido y les revele su paradero para que vayan a
buscarlo y puedan al fin enterrarlo en
paz.
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