jueves, 28 de julio de 2016

El sueño de Ona




Con tan sólo veinte años de edad la fama de Ona ya había traspasado las estrechas fronteras de la comarca que la había visto nacer y crecer. A los ocho años tuvo el primer sueño que le reveló el paradero de su prima desaparecida unos días antes, a la que había estado muy unida. No es que el espíritu de los muertos desaparecidos hablaran con Ona. Se comunicaban únicamente con imágenes del lugar y el estado en que se hallaban, como si tras la muerte fueran capaces de hacerse selfis  y remitírselos directamente al subconsciente de Ona.
A principios de un caluroso mes de julio, una mujer venida del otro extremo del país vestida de llanto y cansancio tocó la puerta de la casa de la clarividente. Hacía dos meses que su hijo de once años no había regresado después de marcharse al colegio una mañana. La policía no lo había encontrado ni había logrado reunir ninguna pista fiable hasta el momento. Ona ofreció a la mujer alojamiento en su casa aquella noche mientras ella invocaba en sueños al hijo desaparecido.
De muy mañana la vidente se despertó sobresaltada y bañada en sudor. Inmersa aún en la oscuridad de su habitación, las imágenes oníricas que conservaba en el recuerdo bailoteaban en su mente entre brumas confusas y entrecortadas como garabatos ininteligibles. Los sueños aparecían velados igual que los negativos de un carrete fotográfico incompleto y en mal estado.
La segunda noche distinguió con claridad a un niño moreno en el fondo fangoso de una laguna, que llevaba sujeta al cuello una gruesa cadena. Ona quiso acompañar a la desolada madre a buscar el cuerpo de su hijo. Su  intuición y nuevos sueños la guiaron finalmente hasta un lago situado a un centenar de quilómetros del domicilio de la residencia habitual de la  familia Rueda Blasco.
Los padres del niño fletaron una barca y remaron hacia donde Ona les iba indicando.  La muchacha se mostraba esa mañana especialmente inquieta y temerosa, mirando de continuo en todas direcciones. De camino al lugar exacto, la embarcación de cuatro plazas se ladeó por un momento tras chocar contra un neumático que sobresalía apenas de la superficie. Y en el breve vaivén Ona cayó al agua. Empezó a agitar con desesperación brazos y piernas y a suplicar auxilio. Y al acercarse el hombre e ir a cogerla de una mano, Ona se hundió en el profundo sumidero de sus aguas oscuras. El padre del niño se zambulló en el agua de inmediato y fue a su rescate. Durante la segunda de las diez inmersiones que llegó a realizar, salió a la superficie el vestido blanco de Ona, encadenando a su alrededor círculos de diferentes tamaños. La prenda resplandecía bajo la luz del sol con un intenso color blanco níveo e inmaculado.
La joven murió ahogada como había vaticinado en un sueño la noche precedente pero hasta el día de hoy la policía científica sólo ha podido rescatar e identificar el cuerpo sin vida del niño y esclarecer las circunstancias de su muerte. El joven y un amigo en lugar de ir al colegio decidieron pasar la mañana de su desaparición en la cercana finca del padre de su amigo. Animado por éste, el niño quiso lidiar una vaquilla sin control sanitario de la que recibió una cornada mortal en el pecho. Al avisar al padre que había muerto, éste trasladó al lago el cuerpo del niño y lo arrojó al agua atándole al cuello la cadena del perro que vigilaba su finca.
En cuanto a Ona hay gente que asegura que nunca murió. Nadie ha vuelto a verla pero desde que se hundió en el lecho de lodo aquella mañana, familiares, amigos y amantes de desaparecidos se acercan a la orilla del lago a llorarlos. Y cuentan que basta que caiga una sola lágrima de las derramadas en el estanque donde yace el alma de Ona para que esa misma noche sueñen con su ser querido y les revele su paradero para que vayan a buscarlo y puedan al fin  enterrarlo en paz.


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