sábado, 20 de diciembre de 2014

La buena estrella



Cuando era pequeña mi padre me contó que hay gente que nace con buena estrella. Pero pocos, muy pocos elegidos, podían decir como yo que habían nacido de una estrella. Y además de una buena, la supuesta hermana de Sirio que, en el momento de alumbrarme, se apagó para siempre del firmamento.
Mis padres se casaron muy jóvenes y enamorados. Dos años después, mi padre acabó la carrera de arquitectura que había compaginado todo ese tiempo con los trabajos de delineante y dibujante de retratos y caricaturas. Desde entonces, su mayor ilusión fue tener hijos.
Tras un lustro y comprarse su primer coche, el sueño de formar su propia familia se había convertido  en una obsesión.
En su décimo aniversario de casados, diseñó una casa más grande con jardín y piscina con la idea de que su futura descendencia tuviera espacio para jugar y correr.
A los quince años, adquirió un telescopio profesional e instaló un observatorio en la buhardilla. No era astrónomo pero su escasa formación inicial la compensó con la pasión y el tiempo que dedicaba  al estudio y observación de aquel remoto y misterioso mundo interestelar.
Con cuarenta y un años recién cumplidos y veinte de matrimonio, le diagnosticaron un cáncer de colon. Y no quiso morirse antes de ver nacer a un hijo de su sangre.
El día que lo operaban, mi madre le anunció con lágrimas de esperanza en los ojos que yo, su primer vástago, por fin estaba en camino. Y mi padre se sintió el hombre más dichoso no sólo del mundo sino del universo entero. Él siempre tuvo una visión interplanetaria y global de la vida y de su entorno físico. Y escrutando con la mirada el techo blanco y aséptico de la habitación del hospital, dijo que me llamaría Estrella o tal vez Estela.
La intervención quirúrgica fue mejor de lo que el cirujano había previsto y mi padre se recuperó relativamente pronto. Durante los meses de baja laboral, cambió de dieta,  programó una tabla de ejercicios que practicaba a diario en el parque. Se apuntó a la moda de las artes marciales y luego al yoga. Nunca estuvo mejor mi padre. Desbordaba tanto optimismo y vitalidad que, apenas empecé a gatear por el parqué de casa, se propuso darme un hermanito.
Tras cinco años de infructuosa búsqueda, abandonó su empresa comprendiendo que yo era fruto de un milagro que no habría de volverse a repetir. Y que dada la naturaleza excepcional de los milagros, debía de celebrarlo cada día. Así que me malcrió aún más. Todos y cada uno de mis caprichos y deseos, sin importar lo caros, descabellados e inútiles que fueran, se materializaban casi al instante para, meses o incluso días después, terminar olvidados en un rincón de mi habitación o la buhardilla.
Cuando cumplí los seis años, mandó instalar en el jardín un tiovivo calcado al que había en el parque de atracciones de Montjuïc pero a menor escala. Una semana antes me había montado en uno de esos caballitos eléctricos y me había fascinado su movimiento continuo hacia arriba y hacia debajo mientras el tiovivo giraba sin fin como una peonza. Aquel juguete era una preciosidad y la envidia de amigos y enemigos del que me hastié tras dar una docena de vueltas. No obstante, accedía con agrado y una sonrisa no exenta de orgullo y prepotencia a viajar con mis amigos y primos, los hijos de mi único tío y hermano de mi padre. Además de no querer contrariar su anhelo expreso o tácito de montarse en mi tiovivo, con este gesto conseguía sobrealimentar y extender mi fama de niña rica, feliz y generosa más allá de la zona residencial de Pedralbes.
Ninguna novedad o moda que saliera a la venta relacionada con mis intereses se le resistía al bolsillo de papá. Ya se tratara de juguetes, juegos, entretenimiento, ropa o cultura. De este modo fui la primera de mis amigas en disfrutar y hartarme de la colección completa de Nancys, Leslys, Barbies y su perpetuo novio Kent. Y en alardear de Rosaura, la muñeca hecha a escala humana. También giré en exclusiva el primer aro hula-hop y el yoyó profesional ante la abierta expresión de sorpresa y admiración de mis compañeros de clase. Empapelé rápidamente las estanterías de casa con los títulos ilustrados de Walt Disney y Bruguera y cuantas nuevas ediciones de libros y cuentos salían al mercado. Tampoco me perdía ningún estreno de películas infantiles o aptas para todos los públicos. Ni desperdiciaba la ocasión que tal privilegio me brindaba de desvelar, no sin cierta alevosía, su argumento a mi círculo de fans.
Mis gustos y curiosidad parecían no tener freno. Ni siquiera por razón de mi sexo. Porque entre mis juguetes más valorados, destacaban un escaléxtrix cuya estructura y recorrido cubría la mitad de la buhardilla, un circuito de trenes y juegos de mecano. Pero, sin lugar a dudas, mi predilecto era la colección de aeromodelismo. Setenta fieles reproducciones en miniatura de los modelos y prototipos más significativos en la historia de la aviación.
Desde muy temprana edad tenía muy claro que prefería el cielo a la tierra. Los aviones antes que los coches y el ferrocarril. A los diez años ya me seducía la idea de que no existían límites para mí más allá de la tierra. Que la tierra era solo el comienzo, el punto de partida. Que había un espacio etéreo, infinito que yo, algún día, habría de franquear y explorar como piloto de aviones (profecía que se hizo realidad en cuanto cumplí los dieciocho años).
Con tal cantidad y variedad de juguetes conseguí no sólo ser el centro de envidias de las niñas, sino también de una cohorte de seguidores masculinos cada vez más numerosa. Me gustaba que me admiraran y agasajaran con su compañía y atenciones sin importarles que mi rostro y cuello fuera una constelación interminable de granos de pus y cicatrices frescas incluso a la precoz edad de los nueve años.
Donde no lograba ser la primera era en el colegio por mucho que me esforzara. No sobresalía en matemáticas ni en lengua. Mi impericia saltando el potro tampoco ayudó en nada a elevar mi historial académico a un nivel digno de mi persona y popularidad.
El día de mi primera comunión lucí el vestido largo, con velo y diadema de oro y brillantes más espectacular y ostentoso que cualquier flamante modelo con los que se paseaba Romy Schneider por las pantallas del cine y la televisión en su papel de Sissi, la emperatriz. En cambio, Montse, mi única prima, no pudo ni conformarse con llevar un discreto vestidito corto y una diadema de flores de tela. De modo que hubo de aplazarla para el año siguiente con el fin de que pudiera aprovechar mi vestido. Le quedaba por encima de los tobillos, inconveniente que solucionó mi tía añadiéndole un volantito que confeccionó con la tela de tul del velo. Aquel día tan esperado, Montse entró y salió de la iglesia con la cara descubierta y sin tocado porque yo me negué a prestarle también mi corona. A saber qué hubiera hecho con ella…
Creo que la inquina que sentía hacia mi prima despertó el mismo día que tuve uso de razón. Ella era más agraciada y femenina que yo. Únicamente compartíamos como marco un cabello de tirabuzones oscuros y brillantes. Pero aparte del pelo, ella y yo conformábamos dos cuadros totalmente distintos en cuanto a la forma, el estilo y el color. Incluso diría antagónicos. Yo parecía más bien un retrato pintado por Picasso en su época azul. Ella recordaba a una de esas mujeres de belleza castiza aunque de tez más clara retratadas por Julio Romero de Torres.
Mi rostro era cetrino y anguloso, y lo sigue siendo pero menos, como el de mi tío Felipe y mi primo Guillem. El de Montse, ovalado, delicado, atractivo, de una homogeneidad  y color casi marmóreos. Ella constituía el centro de miradas de niños y hombres por su belleza y su carácter dulce y cercano; yo, por las cosas que  ella no tenía.
Desarrollé muy pronto una intuición avizora cada vez que mi madre se disponía a empaquetar algunos de los juguetes que había dejado de hacer caso para enviárselos a Montse y sus dos hermanos. Encontrándome en este difícil trance, yo invariablemente me plantaba delante de mi madre, con los brazos cruzados y la expresión enfurruñada. Por si mi postura respecto a donar involuntariamente parte de mi botín no era lo suficientemente explícita, en alguna ocasión estuve tentada de retarle  con la frase lapidaria que tanto me gustaba decir cuando jugaba a pistoleros: “antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver”.
Sin embargo, los argumentos que esgrimía mamá me acababan desarmando. Porque apelaba a mi corazón de buena samaritana repitiéndome como una triste cantinela la vida de penurias que sufría mi tío Felipe y su familia.
Y a menudo añadía enigmática:
-Algún día sabrás lo afortunada que eres.
Yo siempre claudicaba. No porque me apiadara de mi prima Montse. No. Lo hacía por mi tío. Era mi manera de agradecerle las entretenidas tardes que me permitía pasar a bordo del autobús que conducía recorriendo las calles de Barcelona una y otra vez hasta caer rendida. O aquellos contados fines de semana que libraba y jugaba conmigo al escaléxtrix y los aviones.
Y mientras yo soñaba con viajar y volar, mi padre continuaba incansable e insaciable escrutando el cielo nocturno con su telescopio. Los días que no quería irme a la cama, él enfocaba la luna, Venus, el carro, la Vía Láctea y cuantos planetas, astros y constelaciones conocía para que yo los contemplara. En verano estando de vacaciones o en los días festivos más claros, sin nubes y coincidiendo con la luna nueva, nos llevaba a  mi madre y a mí a la montaña de Collserola en Molins de Rei o El Papiol. Pasando el Castell Ciuró o les escletxes, buscaba entre las piedras y la hojarasca seca un triángulo llano donde apoyar el trípode del telescopio. Cuando apagaba la linterna yo no sabía qué me impresionaba más si aquella profunda e impenetrable oscuridad que parecía que fuera a devorarnos de un momento a otro, o aquella miríada sin fin de ojos brillantes que nos miraban desde el firmamento. 
Desde aquel lugar, la mancha de color gris blanquecino de la Vía Láctea se apreciaba con un poco más de claridad. Aunque el polvo interestelar dificultaba la observación del centro de la constelación.
Tendría ocho años la primera vez que me habló mi padre de Siria, una supuesta estrella muerta, melliza de Sirio. Por entonces yo pedía con insistencia un hermanito a mis padres. Lo recuerdo bien. Entonces mi padre me contó que yo había nacido de Siria, una buena estrella que compadeciéndose de él accedió a concederle el deseo de tener una hija. De este modo renunció la estrella a seguir viviendo y brillando en el cielo miles de años más para convertirse en la primogénita y salvadora de un hombre enfermo de cáncer.
-Tú, hija, eres un milagro que ayudó a que se produjera otro milagro: que yo siguiera viviendo.
Yo me quedé sin palabras. Y sentí el deseo irrefrenable de localizar el punto exacto que había ocupado Siria en la Vía Láctea escrutando el cielo a través del telescopio.
-¿Ves una estrella muy brillante?
-No –contesté impaciente a mi padre.
-Mira hacia el este de la Vía Láctea, al oeste del Cinturón de orión.
-¿Ves ahora una estrella muy brillante?
-Sí  -afirmé,  por fin, maravillada pegando más mi ojo izquierdo a la lente.
-Pues Siria estaba situada justo a su lado derecho antes de desaparecer y lucía tanto o más que su mellizo.
Aquellas excursiones nocturnas se terminaron de súbito como otras tantas cosas y buenos momentos el día que mi padre murió arrollado por un autobús urbano cruzando una calle de Sants. Siempre me imagino esa tarde a mi padre distraído elucubrando con qué regalo sorprendería a la niña de sus ojos tras recorrer y estudiar los escaparates de juguetería del barrio de Sants. Sin embargo, todo o casi todo apunta a que iba a visitar a mi tío Felipe. Y digo casi porque el sobre con el dinero que llevaba guardado en el bolsillo de su chaqueta para el pago del alquiler del piso de mi tío, se lo robaron antes de que llegara la ambulancia.
Ni en vida ni una vez fallecido, mi padre obtuvo el renombre ni el número de encargos que su admirado Antoni Gaudi,pero ejerció su mismo oficio y murió de un modo parecido. Ironías o tal vez coherencias del destino. Tenía 54 años y yo, 12.
Por un tiempo me sentí una estrella huérfana. Luego supe a qué se refería mi madre cuando me decía que algún día sabría lo afortunada que era. Me confesó que yo había nacido no de una estrella, sino de tres. De mi madre, de mi padre y mi tío. Dos padres. Uno pobre, otro rico. Uno que deseó que naciera, otro que lo hizo posible. Un padre que me enseñó a mirar y desear el cielo y otro que me mostró el medio para llegar hasta él.

Relato publicado también en la revista eye2.magazine.com


sábado, 13 de diciembre de 2014

Ojo clínico




Llevaba meses histérica esperando mi primera visita en el hospital para saber si mi problema tenía solución quirúrgica. Las semanas previas a la cita empecé a dormir mal, el pecho me palpitaba arrítmico, inquieto de día y de noche. Me costaba conciliar el sueño y, una vez conseguía dormirme, a las tres o cuatro horas recurrentes pesadillas me despertaban sobresaltada con el corazón bombeando sangre a toda máquina. Este estado de nerviosismo lo achaqué al principio a mis fracasados intentos de acercarme a un compañero de trabajo que no me rechazaba claramente pero que tampoco acababa de darme el sí definitivo.
No sería sino un par de días antes de ir al hospital cuando logré desenmascarar con ayuda de mi mejor amiga, Anabel, el verdadero origen de aquella congoja. Hacía cinco años una tía mía entró en coma debido a un error de cálculo en la anestesia que le administraron durante una intervención quirúrgica y ahora vivía casi como un vegetal. Que el fantasma de la parálisis me perseguía era ahora más que una evidencia. La actitud indecisa, maliciosamente ambigua de Juan también había añadido más leña a mi zozobra, para qué engañarse, pero tras cuatro meses infructuosos yo me mostraba ya escéptica, cautelosa respecto a nuestro futuro como pareja.
Sin necesidad de pedírselo, mi amiga me acompañó al hospital tranquilizándome en todo momento y contagiándome su incombustible optimismo. En cuanto apareció mi número en la pantalla de la sala de espera, me levanté de un salto del asiento dejando caer al suelo la sonrisa que me acababa de regalar Anabel contándome una de sus tantas ocurrencias. Rígida y seria entré en la consulta 512 custodiada por mi amiga.
El cirujano, un hombre joven de cara lunar y algo fornido, apenas me hizo caso ni dio crédito a los síntomas que le relaté apresuradamente y a la vía crucis que estaba viviendo dentro y fuera del baño desde hacía casi diez meses.
Ya empezaba a sospechar que no me operaría cuando de pronto me indicó con un gesto desafiante que me subiera a la camilla con el fin de comprobar si sufría hemorroides, una fisura anal o, por el contrario, una imaginación malsana. Tras de sí desplegó el biombo que había acollado a la pared. Me dijo que me colocara boca abajo con los antebrazos apoyados sobre la camilla y las rodillas dobladas. Se enfundó unos guantes azules desechables y se dispuso a explorar el conducto rectal. Hubo un momento en que dejé escapar un fuerte alarido de dolor, él se disculpó y al finalizar, me acercó dos apósitos. El diagnóstico y el tratamiento no ofrecían ya ninguna duda: se trataba de una fisura anal que requería una pequeña cirugía. Compungida vuelvo a la butaca y me siento de lado mientras mi amiga apoya solícita su mano sobre mi hombro con expresión triste. Las palabras del médico suenan ahora más que consoladoras, alentadoras. La anestesia sería local y la intervención, ambulatoria. Y me mira condescendiente, amable con unos ojos sorprendentemente diáfanos, cálidos, directos tras sus lentes circulares de miope. Le devuelvo la mirada y me sumerjo en la paz, el dulce sosiego de aquellas pupilas castañas casi infantil. Reímos en tres ocasiones sin dejar de entrelazar nuestros ojos como si fueran piedras lunares o cristales de topacio que quisieran engarzarse  para siempre. La camilla de tortura, el dolor físico y hasta Anabel parecían haberse disuelto  bajo el influjo de aquella apacible y secreta alianza.
El hombre se despide extendiéndonos una mano suave, tibia y firme mientras yo además le agradezco sus palabras reconfortantes. Salgo exultante del despacho precedida por una sonriente Anabel. La sala se encuentra medio vacía. Por un instante mantengo la convicción de que la mayoría de pacientes ha debido salir despavorida tras oír mis gritos. De camino al mostrador comento a mi amiga la buena impresión y confianza que el cirujano me ha transmitido. La candidez, la sinceridad y la serena hermosura de sus ojos. Anabel me escucha atenta con una sonrisa expansiva bailándole por las comisuras de la boca, los ojos y los pómulos sonrosados por la calefacción.
Nos acabábamos de añadir a la fila de personas que esperaba ante el mostrador cuando me espeta por fin con su habitual desenfado y picardía:
-Y a él también le ha gustado tu ojo…, digo tus ojos y mucho, no te quepa la menor duda.
La observo boquiabierta entre sorprendida y extrañada por espacio de un segundo antes de soltar una sonora carcajada y sentir una punzada a la altura del cóccix.

Relato publicado también en la revista eye2.magazine.com

viernes, 5 de diciembre de 2014

Diario de Elisabeth Holmes



Londres, 8 de abril de 1858

A las seis y media he encendido el fuego de la cocina, donde habré dormido unas seis horas. Luego me he puesto a limpiar el hollín, a barrer y quitar el polvo. He lustrado ocho pares de botas y seis de zapatos de los señores Ashton y sus cuatro invitados, los matrimonios Stewart  y Tull.
Después me entretuve en acabar de afilar la otra mitad de cuchillos que me había quedado pendiente de ayer. Tras lo cual corté un trozo de cuero y lo embadurné con la pasta de tiza y manteca de cerdo que había preparado hacía dos días. Engrasé los cubiertos para que no se oxidaran y los guardé envueltos en papel. Deslié los que había afilado la mañana anterior, los lavé, sequé y coloqué. 
A medida que los dueños de la casa y sus invitados se fueron despertando, subí a cada dormitorio dos recipientes de agua que previamente había calentado en la cocina y seis paños limpios, dos para secar los vasos, otros dos para las sillas de los orinales y un par más destinado al aseo personal.
Preparé después el desayuno que sirvió la joven Florence. Bajé las jofainas del agua sucia y los trapos usados. Hice las camas y vacié los orinales procurando como siempre que ni los señores ni sus huéspedes pudieran cruzarse conmigo y sus orinales por la escalera y el pasillo.
Lavé los platos. Empecé a preparar la comida. Salí a hacer un encargo para la señora Ashton. Al volver el señor me propinó una azotaina con su vara porque había ido a comprar con la ropa sucia del trabajo. No he llorado como lo hice ayer cuando me pegó tras servir la cena por oler mal y no haberme presentado debidamente aseada. Anoche al terminar mis servicios, a las doce, tampoco me bañé. El cansancio y las lágrimas me sumieron rápidamente en un sueño intranquilo.
Acabé de cocinar y Florence volvió a encargarse de servir la comida. Fregué de rodillas el suelo y la escalera de la casa así como la acera de la calle. Lavé la vajilla y cubiertos. Limpié la repisa de las ventanas. Ordené la despensa.
He preparado la cena y fregado los platos. A las diez de la noche he tenido que ponerme a calentar y subir a los dormitorios cerca de cincuenta cubos de agua para que los señores Ashton y sus huéspedes pudieran disfrutar de un relajante baño antes de irse a dormir. Y ya de madrugada, cansada en extremo, sucia y sudorosa me he caído rendida en la cama una vez más.

Relato publicado también en la revista eye2magazine.com
El príncipe feliz