Mientras
espero en la cola de una de las máquinas expendedoras de billetes de la
estación de Sants, en Barcelona, recibo la inesperada llamada de mi amiga
Rebeca. Al colgar el móvil, hurgo con impaciencia en el bolso hasta que tanteo
y extraigo el monedero. Ya llega mi
turno y no quiero perder el último tren. Cuento las monedas cuando alguien
llama mi atención. Un chico me pide esbozando una sonrisa amplia y radiante cincuenta
céntimos. La calderilla que lleva no alcanza para comprar un billete sencillo y
la máquina le ha rechazado dos veces la tarjeta de crédito. No puedo dejar de
mirarlo. Es alto, delgado y fibrado y, aun no siendo agraciado, su sonrisa por
genuina y envolvente ejerce en mí un extraño magnetismo. El traje negro le
cuadra perfectamente en la cruz de los hombros, el talle y estatura. Su aspecto
es impecable y distinguido. En el suelo, tocando ligeramente su pierna
izquierda, hay una maleta de ruedas también oscura. Y lleva colgada en
bandolera lo que parece una guitarra enfundada.
Rebusco
en mi monedero. Y al fin, le entrego triunfante los cincuenta céntimos.
Sonriéndome de nuevo, promete devolvérmelos en cuanto pueda. Insisto que no es
necesario. Mientras hablo me observa callado, circunspecto durante un rato. Y luego
asegura con expresión admirativa que el timbre de mi voz es muy musical y
hermoso. Le agradezco el halago con modestia. Introduzco el dinero en la
ranura, recojo mi título de transporte y me encamino a la vía número trece. Él
se ofrece a acompañarme. Acelero el paso. Llevo tanta prisa que valido el billete
sin haberme despedido. Desde el otro lado de la barrera, Daniel me pide mi
número de teléfono abriendo la funda de su móvil. Se lo dicto precipitadamente
en la distancia mientras anuncian por megafonía la arribada de mi convoy.
Dos
días después vuelvo a tener noticias de él. “Por fin he reunido los cincuenta
céntimos. He tenido que pedir un préstamo a mi madre. Perdona la demora. Espero
que no me cobres intereses”, se excusa medio en broma desde el otro lado del
teléfono. Me río de su ocurrencia y añado un comentario pretendidamente
gracioso. “Oye, ¿sabes que tu voz suena más increíble por teléfono?”, me dice
de pronto. Trabajo en un comedor escolar
a tiempo parcial en Barcelona, estudio interpretación desde hace un par
de años y, siempre que me dejan, participo sin demasiada fortuna en castings de
anuncios y películas. Por tanto, entrenar y cuidar las cuerdas vocales es uno
de mis objetivos prioritarios.
Quedamos
en Barcelona, a la puerta de McDonald’s de Plaza Cataluña, junto al Fnac, a las
once de la noche. Una hora intempestiva pero a Daniel le es imposible llegar
más pronto. Se retrasa media hora y acepto sus disculpas. Durante el encuentro
ríe con frecuencia y yo también. Su risa es peligrosamente contagiosa, además
de cautivadora. Y mientras fluye el humor entre los dos, él busca mis ojos. Yo
trato de esquivarlos. Tengo miedo de enamorarme. Hace seis meses que rompí con
mi ex.
Mis
esfuerzos resultan inútiles. Mis hormonas están a flor de piel. Con los labios
untados con el sabor frío y aromático de los frutos del bosque del helado que
he tomado como postre, acerco mi cara a la suya para besarlo. Cierro los
párpados suave y sensualmente, deseándolo, esperando recibir su boca. Y ante mi
gesto de decepción y sorpresa, Daniel me responde con una nueva sonrisa
tranquilizadora. Como siempre, fascinante, irresistible.
Al
subir al bus nocturno, me roza la mano y vuelve a sustituir el beso de
despedida por la consabida inclinación oblicua de la comisura de sus labios.
Una expresión de felicidad que brilla en su rostro, sus ojos, su tez. Antes de
tomar asiento noto un vacío que identifico con añoranza. Tengo ganas de verlo y
besarlo.
Sueño
con él esa noche, o más bien por la mañana. Me despierto con un sudor frío recorriéndome
el cuerpo y con su vago recuerdo alejándose de mi mente.
Nos citamos la segunda vez en Arco de
Triunfo también a las once de la noche. Desconozco por qué ha elegido
precisamente esa zona. Pero tampoco me interesa demasiado averiguarlo. El lugar
me resultaba indiferente. Sólo quiero estar con él.
Un hombre tal vez beodo me dirige,
tambaleante y con la lengua trabándosele, un improperio ininteligible que me
resulta muy desagradable. Siento miedo aguardando sola sentada a aquellas horas
en uno de los bancos de piedra más próximo al monumento romano. Es otoño, un
martes no festivo, sin luna aunque la mayoría de farolas que bordean a uno y a
otro lado el paseo permanecen iluminadas. Me parece una noche embrujada. Apenas
pasa gente y, aún menos especímenes con apariencia normal. Daniel comparece
diez minutos tarde. Suspiro aliviada al verlo llegar con su porte noble y
elegante indumentaria.
Me coge la mano y la besa tan
levemente que apenas la roza con sus labios carnosos. Y anunciándome alegre que
su madre se encuentra en un viaje organizado por el Imserso, me propone una
velada romántica con música y baile en su casa. Invitación que acepto al
momento. Entonces comprendo por qué hemos quedado en Arco de Triunfo.
Tras caminar un cuarto de hora, nos
detenemos en una vieja portería pero bien conservada salvo por el ascensor que
no funciona. Subimos a pie hasta la tercera planta, pasando por el entresuelo.
Es un piso de techos altos con moldura totalmente reformado. Salón con suelo de
parqué color miel. Un lugar muy acogedor y cálido. Sin embargo, estoy nerviosa.
Siento que quizás me he precipitado adentrándome en su territorio en este segundo
encuentro.
Me ofrece una cerveza fría. Manipula
la mini cadena y la música de Bryan Adams hace de pronto más íntima la sala.
Identifico la banda sonora del largometraje Robin Hood. A mi madre le encanta.
Me sorprenden los gustos musicales de Daniel siendo tan joven. Pero me agrada
lo que oigo. Muchísimo en realidad. Estoy excitada, entonada, diría que un
punto o dos desinhibida, ignoro si por el efecto del alcohol, la música, por
Daniel o por todo junto. Me da por reír de repente. Me cuesta controlarme.
Cambio las carcajadas por una sonrisa fija, imperturbable, mostrando los
dientes manchados de carmín rosa cuando, agarrándome por la cintura a media luz,
me conduce al centro del salón, que se convierte en una improvisada pista de
baile.
La tarima cruje mientras nuestro
instinto y cuerpos danzan tan pegados que parecen querer fundirse, hacerse uno.
Sus manos bajan y trepan de mis caderas a la cintura alternativamente. Mi piel
arde, se derrite dentro de la estrechez elástica de mi vestido negro. También
percibo el calor de su piel, de su aliento quemándome el cuello. Parece que
interpreta correctamente las señales que emite mi temperatura corporal porque
deja de abrazarme y sus dedos gatean por encima de mi cintura y se detienen a
acariciar mis senos. La ropa me ahoga. Necesito liberar el fuego que aprisiona
mi pecho. Y entonces, Daniel empieza a descorrer poco a poco la cremallera
frontal del vestido. Cómo ansío sus besos, sus caricias, el contacto sedoso de
su piel ardiente.
Sus manos diestras encienden en mí una
pasión irrefrenable, incontenible. Quiero, necesito más. Giro y levanto el
cuello buscando su boca con ansiedad. No
resisto más. Me urge probar, comerme su boca, fundirme dentro de ella. Pero él
girándose a su vez, rechaza mis labios, mi lengua. Experimento confusión,
desasosiego. No acierto a entender nada. No salgo de mi estupor. Durante unos
segundos lo observo enmudecida, atónita, sin atreverme a pedirle explicaciones.
Estampándome un súbito y sonoro beso
en la otra mejilla, desaparece tras la puerta de color cerezo de una
habitación. Regresa con una guitarra, probablemente la misma que le vi el día
de la estación. Apaga el aparato de música. Se sienta en una silla blanca de
piel e interpreta la melodía de una canción de Sting. Yo permanezco en pie,
rodeándole el hombro. Su manejo del instrumento es proverbial. Las notas cobran
vida. Vibran de sentimiento y vida. Lo contemplo embelesada, rendida. Sigo
deseándolo. Creo que me he enamorado sin remisión. Siento la tentación de
volver a besarlo. De intentarlo de nuevo. Refreno mi impulso a tiempo. No
quiero que me responda con otro desaire.
Al acabar la pieza aplaudo exaltada.
Por mis ojos asoman lágrimas. Le confieso con sincero entusiasmo que nunca
antes he oído acordes tan cristalinos y bellos, tan semejantes a la voz humana.
Al timbre femenino, en realidad. Sonriendo Daniel tensa una cuerda y la suelta
dejándola vibrar con sus tonos agudos. Mis dedos corren a tocar las cuerdas
blancas perladas de la guitarra. Su tacto es muy suave y recuerda a la
membrana o a la piel de un animal. Él
molesto retira mi mano inesperadamente. “Suena tan bien porque sus cuerdas
están vivas”, asegura circunspecto. Abro mucho los ojos y, nuevamente, no atino
a decir nada.
Luego adoptando una expresión más
relajada y fascinante, sonrisa incluida, me propone que le cante una canción.
Que desea deleitarse con mi bonita voz. Yo, estando acostumbrada a la
improvisación y flexibilidad que me exige mi carrera de actriz en ciernes, no
me extraña demasiado su petición y accedo encantada a cumplir su deseo. Elijo
para la ocasión el tema Stop, de la
cantante de los años ochenta, Sam Brown, intuyendo que siente especial
debilidad por la música de aquella época que no corresponde con nuestra
generación. Voy a arrancar a cantar, cuando con un gesto, me indica que espere
un momento. Baja la cabeza y pulsa las cuerdas de su guitarra muy concentrado y
de veras encantador. Los acordes corresponden a la melodía de Stop.
Entonces ya sí me dispongo a entonar una versión muy personal de la
canción.
Daniel alza la vista de tanto en tanto
sin perder la concentración ni el ritmo en ningún momento. Me estudia unos
segundos complacido con lo que oye y luego vuelve a bajar los ojos. En tres
ocasiones veo que los cierra y se estremece de emoción. Qué sensibilidad y don tiene para la música. Yo, por mi parte,
no recuerdo haber interpretado con tanto sentimiento y entrega como canté Stop aquella madrugada. Al terminar, yo
continúo pegada a su lado acariciándole el hombro amorosa y solícitamente. No
recibo aplausos ni sonoras ovaciones. Sólo sé que entonces, y sólo entonces,
pegó su nariz a la mía y, por fin,
ladeando la cabeza ligeramente, me besó, derramando su humedad y carnosidad
sobre mis labios anhelantes. Quiero repetir pero él, dirigiendo su boca a mi
oído, me susurra excitado “cómo me gusta tu voz, me la comería ahora mismo”. Yo
sonrío dichosa paseando voluptuosa mi cara por la suya hasta alcanzar de nuevo
su concavidad bucal entreabierta. El segundo beso es mucho más largo. La
lengua brota de su garganta y se
prolonga hacia mi boca y después al paladar. Un apéndice flexible, extenso y
ancho, ávido de deseo. Al tocar la campanilla con la punta de su lengua, siento
que me asfixio, que no puedo respirar. Intento protestar pero de pronto de un
mordisco me arranca la lengua. Aprovechando que me quejo y revuelvo de dolor,
me lleva en brazos a su habitación. Me ata a la cama y, obligándome a abrir la
boca, me extirpa las dos cuerdas vocales inferiores (los pliegues o músculos
elásticos responsables de la producción de sonidos al efectuar la vibración) valiéndose
de una especie de tenazas de acero. Quiero gritar y de mi boca salen borbotones
de sangre y pena. Mucha pena y dolor.