Cada día una docena de alumnos de secundaria almorzaba en un banco del parque que había detrás del instituto. Una mañana uno de los chicos, Nacho, rogó silencio de pronto mientras se acercaba entre curioso y enigmático a una vieja casa deshabitada de dos plantas. Sus ventanas y puertas estaban enrejadas y tapiadas, de cuyo balcón, igualmente cegado por una capa de mortero, colgaba un gastado letrero casi inteligible escrito a mano que decía En venta. Al llegar junto a una de las dos ventanas de la primera planta arrimó un oído a la pared. Rosa y Miquel se aproximan y lo imitan. Y tras unos segundos de profundo silencio y no conseguir oír nada, Miquel proclamó histriónico y divertido:
-¡Uy, qué miedo, un hombre-lobo aullando!
-Debe ser que estamos sordos como tapias, espetó con sorna casi de inmediato Carles.
El grupo se ríe a excepción de
Nacho que vuelve a suplicar silencio uniendo las manos delante de su barbilla y
mirando hacia ellos.
-Vamos, Nacho, cuéntanos que oyes, le animó poco después María.
-Se escuchan los lamentos de un hombre que pide auxilio con un hilo de
voz. Parece muy cansado o que está ya moribundo.
Sus compañeros lo miraron entre temerosos e incrédulos antes de dirigirse
de nuevo a las aulas. Pero Nacho permaneció en el parque unos minutos más
recorriendo y golpeando la desconchada fachada de hormigón. Y comprobó que a
las súplicas del hombre se superponían los maullidos breves y tristes de un
gato. Su mirada subió hasta la segunda planta y se posó pensativa en el tejado mohoso cubierto con las florecillas
amarillas del diente de león.
Día tras día, durante una semana, Nacho sintió aquel continuo y sordo sufrimiento
hasta que una mañana se apagó de pronto. Nadie más logró oírlo, quizás por esa
razón no se atrevió a avisar a la policía. Ni siquiera en ese instante en que comprendió
muy apenado qué había sucedido dentro de aquella especie de cárcel. Tampoco fue
capaz de presentarse aquella tarde, después del instituto, en la academia de
música donde sus profesores siempre habían elogiado su extrema sensibilidad y percepción auditiva.
Al comenzar el segundo curso siguió siendo objeto de mofa por parte de
sus compañeros. Un día ante una nueva provocación de Joan, acertó a defenderse con una frase lapidaria:
-La verdad acaba viendo la luz- y a continuación añadió mirando a todos
como hechizado- si no ya veréis de aquí a seis meses cuando uno de vosotros se
cruce con la muerte.
Joan no pudiendo contenerse por más tiempo, saltó como disparado por un
resorte sobre Nacho estampándolo cual muñeco de trapo contra una pared de la
calle. Aquello fue toda una declaración pública de guerra contra Nacho a la que
se sumaría el resto del grupo.
El descolorido cartel de En venta
desapareció un día de la casa abandonada y su aspecto se fue remozando poco a
poco ante las idas y venidas de los alumnos.
En el tiempo que duró la reforma Nacho albergó en secreto el temor de
que los obreros descubrieran el cuerpo inerte de aquel moribundo y su gato cuyos lamentos oyó a lo largo de
una semana y que lo perseguían aún en forma de pesadillas. Se sucedieron los
meses y finalizaron las obras pero no trascendió pista ni noticia algunas sobre
ningún finado ni desaparecido.
Por abril corrió pronto la horrible noticia: Joan había sido arrollado
por un tren de largo recorrido a su paso por su pequeña ciudad natal. Nadie en
clase se atrevió a verbalizarlo aunque en su fuero interno no les cabía la
mínima duda que Nacho era, si no el autor, el responsable de aquella espantosa
muerte prematura.
A mediados de mayo el balcón y ventanas de la casa se colorearon de
súbito de flores primaverales. Las persianas se subían y bajaban. Tras orearse
la vivienda, las ventanas se entornaban. De vez en cuando se podía ver a una chica
regando las petunias colgantes, secar el exceso de agua que caía en el balcón.
Los ojos de Nacho escrutaban la casa y a sus inquilinos, una pareja joven
y su bebé, con una ciega obsesión no exenta de temor cada vez que pasaba por
allí o se quedaba a almorzar en el parque guardando la distancia con sus
compañeros. Le intrigaba especialmente saber si entre la familia habría también
un gato.
Para quienes lo conocían bien,
Nacho había cambiado mucho. Ahora
era solitario y retraído y hasta huraño. Vivía obcecado y torturado por el insoportable
peso de la muerte de Joan y de aquel hombre agonizante al que no se atrevió a
socorrer. En los últimos meses visitaba con regularidad a un psiquiatra, pero
no volvió a ser el mismo. A decir verdad, continuaba oyendo voces que nadie más
podía oír pese a la medicación prescrita (y que él no tomaba porque nunca dudó
de su salud mental).
Despedían el curso los estudiantes con desigual satisfacción y calificaciones,
cuando la televisión pública se hizo eco del siniestro final que había tenido Martí
Puig la semana precedente. Mientras su familia pasaba unos días en casa de sus
suegros, el hombre, de 30 años, fue asaltado en su domicilio por unos ladrones
que, después de atarlo a un sillón y robarle, le asestaron tres puñaladas que
lo sumieron en una lenta agonía. Junto al cuerpo se halló el gato de sus
vecinos, también muerto porque la puerta
del patio cerrada le impidió regresar. No hubo testigos. Nadie oyó nada a través
del doble acristalamiento y los muros aislantes de la vivienda asaltada.
-La
casa está situada detrás de un instituto de enseñanza secundaria -oyó Nacho informar
al periodista.
El chico se echó las manos a la frente y lanzando dos alaridos pudo,
al fin liberado, llorar las muertes de
Joan y Martí Puig.