jueves, 28 de julio de 2016

El muro de los lamentos




Cada día una docena de alumnos de secundaria almorzaba en un banco del parque que había detrás del instituto. Una mañana uno de los chicos, Nacho, rogó silencio de pronto mientras se acercaba entre curioso y enigmático a una vieja casa deshabitada de dos plantas. Sus ventanas y puertas estaban enrejadas y tapiadas, de cuyo balcón, igualmente cegado por una capa de mortero, colgaba un gastado letrero casi inteligible escrito a mano que decía En venta.  Al llegar junto a una de las dos ventanas de la primera planta arrimó un oído a la pared. Rosa y Miquel se aproximan y lo imitan. Y tras unos segundos de profundo silencio y no conseguir oír nada, Miquel proclamó histriónico y divertido:
-¡Uy, qué miedo, un hombre-lobo aullando!
-Debe ser que estamos sordos como tapias, espetó con sorna casi de inmediato Carles.
El grupo se  ríe a excepción de Nacho que vuelve a suplicar silencio uniendo las manos delante de su barbilla y mirando hacia ellos.
-Vamos, Nacho, cuéntanos que oyes, le animó poco después María.
-Se escuchan los lamentos de un hombre que pide auxilio con un hilo de voz. Parece muy cansado  o que está ya moribundo.
Sus compañeros lo miraron entre temerosos e incrédulos antes de dirigirse de nuevo a las aulas. Pero Nacho permaneció en el parque unos minutos más recorriendo y golpeando la desconchada fachada de hormigón. Y comprobó que a las súplicas del hombre se superponían los maullidos breves y tristes de un gato. Su mirada subió hasta la segunda planta y se posó pensativa en  el tejado mohoso cubierto con las florecillas amarillas del diente de león.
Día tras día, durante una semana, Nacho sintió aquel continuo y sordo sufrimiento hasta que una mañana se apagó de pronto. Nadie más logró oírlo, quizás por esa razón no se atrevió a avisar a la policía. Ni siquiera en ese instante en que comprendió muy apenado qué había sucedido dentro de aquella especie de cárcel. Tampoco fue capaz de presentarse aquella tarde, después del instituto, en la academia de música donde sus profesores siempre habían elogiado su extrema sensibilidad  y  percepción auditiva.
Al comenzar el segundo curso siguió siendo objeto de mofa por parte de sus compañeros. Un día ante una nueva  provocación de Joan, acertó a defenderse  con una frase lapidaria:
-La verdad acaba viendo la luz- y a continuación añadió mirando a todos como hechizado- si no ya veréis de aquí a seis meses cuando uno de vosotros se cruce con la muerte.
Joan no pudiendo contenerse por más tiempo, saltó como disparado por un resorte sobre Nacho estampándolo cual muñeco de trapo contra una pared de la calle. Aquello fue toda una declaración pública de guerra contra Nacho a la que se sumaría el resto del grupo.
El descolorido cartel de En venta desapareció un día de la casa abandonada y su aspecto se fue remozando poco a poco ante las idas y venidas de los alumnos.  En el tiempo que duró la reforma Nacho albergó en secreto el temor de que los obreros descubrieran el cuerpo inerte de aquel moribundo  y su gato cuyos lamentos oyó a lo largo de una semana y que lo perseguían aún en forma de pesadillas. Se sucedieron los meses y finalizaron las obras pero no trascendió pista ni noticia algunas sobre ningún finado ni desaparecido.
Por abril corrió pronto la horrible noticia: Joan había sido arrollado por un tren de largo recorrido a su paso por su pequeña ciudad natal. Nadie en clase se atrevió a verbalizarlo aunque en su fuero interno no les cabía la mínima duda que Nacho era, si no el autor, el responsable de aquella espantosa muerte prematura.
A mediados de mayo el balcón y ventanas de la casa se colorearon de súbito de flores primaverales. Las persianas se subían y bajaban. Tras orearse la vivienda, las ventanas se entornaban. De vez en cuando se podía ver a una chica regando las petunias colgantes, secar el exceso de agua que caía en el balcón.
Los ojos de Nacho escrutaban la casa y a sus inquilinos, una pareja joven y su bebé, con una ciega obsesión no exenta de temor cada vez que pasaba por allí o se quedaba a almorzar en el parque guardando la distancia con sus compañeros. Le intrigaba especialmente saber si entre la familia habría también un gato.
Para quienes lo conocían bien,  Nacho había cambiado mucho.  Ahora era solitario y retraído y hasta huraño. Vivía obcecado y torturado por el insoportable peso de la muerte de Joan y de aquel hombre agonizante al que no se atrevió a socorrer. En los últimos meses visitaba con regularidad a un psiquiatra, pero no volvió a ser el mismo. A decir verdad, continuaba oyendo voces que nadie más podía oír pese a la medicación prescrita (y que él no tomaba porque nunca dudó de su salud mental).
Despedían el curso los estudiantes con desigual satisfacción y calificaciones, cuando la televisión pública se hizo eco del siniestro final que había tenido Martí Puig la semana precedente. Mientras su familia pasaba unos días en casa de sus suegros, el hombre, de 30 años, fue asaltado en su domicilio por unos ladrones que, después de atarlo a un sillón y robarle, le asestaron tres puñaladas que lo sumieron en una lenta agonía. Junto al cuerpo se halló el gato de sus vecinos,  también muerto porque la puerta del patio cerrada le impidió regresar. No hubo testigos. Nadie oyó nada a través del doble acristalamiento y los muros aislantes de la vivienda asaltada. 
-La casa está situada detrás de un instituto de enseñanza secundaria -oyó Nacho informar al periodista. 
El chico se echó las manos a la frente y lanzando dos alaridos pudo, al fin liberado,  llorar las muertes de Joan y Martí Puig.


El sueño de Ona




Con tan sólo veinte años de edad la fama de Ona ya había traspasado las estrechas fronteras de la comarca que la había visto nacer y crecer. A los ocho años tuvo el primer sueño que le reveló el paradero de su prima desaparecida unos días antes, a la que había estado muy unida. No es que el espíritu de los muertos desaparecidos hablaran con Ona. Se comunicaban únicamente con imágenes del lugar y el estado en que se hallaban, como si tras la muerte fueran capaces de hacerse selfis  y remitírselos directamente al subconsciente de Ona.
A principios de un caluroso mes de julio, una mujer venida del otro extremo del país vestida de llanto y cansancio tocó la puerta de la casa de la clarividente. Hacía dos meses que su hijo de once años no había regresado después de marcharse al colegio una mañana. La policía no lo había encontrado ni había logrado reunir ninguna pista fiable hasta el momento. Ona ofreció a la mujer alojamiento en su casa aquella noche mientras ella invocaba en sueños al hijo desaparecido.
De muy mañana la vidente se despertó sobresaltada y bañada en sudor. Inmersa aún en la oscuridad de su habitación, las imágenes oníricas que conservaba en el recuerdo bailoteaban en su mente entre brumas confusas y entrecortadas como garabatos ininteligibles. Los sueños aparecían velados igual que los negativos de un carrete fotográfico incompleto y en mal estado.
La segunda noche distinguió con claridad a un niño moreno en el fondo fangoso de una laguna, que llevaba sujeta al cuello una gruesa cadena. Ona quiso acompañar a la desolada madre a buscar el cuerpo de su hijo. Su  intuición y nuevos sueños la guiaron finalmente hasta un lago situado a un centenar de quilómetros del domicilio de la residencia habitual de la  familia Rueda Blasco.
Los padres del niño fletaron una barca y remaron hacia donde Ona les iba indicando.  La muchacha se mostraba esa mañana especialmente inquieta y temerosa, mirando de continuo en todas direcciones. De camino al lugar exacto, la embarcación de cuatro plazas se ladeó por un momento tras chocar contra un neumático que sobresalía apenas de la superficie. Y en el breve vaivén Ona cayó al agua. Empezó a agitar con desesperación brazos y piernas y a suplicar auxilio. Y al acercarse el hombre e ir a cogerla de una mano, Ona se hundió en el profundo sumidero de sus aguas oscuras. El padre del niño se zambulló en el agua de inmediato y fue a su rescate. Durante la segunda de las diez inmersiones que llegó a realizar, salió a la superficie el vestido blanco de Ona, encadenando a su alrededor círculos de diferentes tamaños. La prenda resplandecía bajo la luz del sol con un intenso color blanco níveo e inmaculado.
La joven murió ahogada como había vaticinado en un sueño la noche precedente pero hasta el día de hoy la policía científica sólo ha podido rescatar e identificar el cuerpo sin vida del niño y esclarecer las circunstancias de su muerte. El joven y un amigo en lugar de ir al colegio decidieron pasar la mañana de su desaparición en la cercana finca del padre de su amigo. Animado por éste, el niño quiso lidiar una vaquilla sin control sanitario de la que recibió una cornada mortal en el pecho. Al avisar al padre que había muerto, éste trasladó al lago el cuerpo del niño y lo arrojó al agua atándole al cuello la cadena del perro que vigilaba su finca.
En cuanto a Ona hay gente que asegura que nunca murió. Nadie ha vuelto a verla pero desde que se hundió en el lecho de lodo aquella mañana, familiares, amigos y amantes de desaparecidos se acercan a la orilla del lago a llorarlos. Y cuentan que basta que caiga una sola lágrima de las derramadas en el estanque donde yace el alma de Ona para que esa misma noche sueñen con su ser querido y les revele su paradero para que vayan a buscarlo y puedan al fin  enterrarlo en paz.


El príncipe feliz