Aquel
veinte de junio de 2004 cambiaría mi vida para siempre. La mañana en que se
produjo el accidente en el laboratorio de mamá estaba en la escuela (¿adónde si
no?) sobrellevando como podía al baboso de don Claude y su aburrida lección
sobre los ríos y afluentes de Francia.
Al
girar el autobús escolar para entrar en la calle Saint Germaine, hacía rato que
Cyntia, Olivier y una servidora esperábamos de pie a que se abrieran las puertas.
Yo ese día estaba especialmente ansiosa por llegar a casa y soltar el puñado de
mariquitas que había secuestrado en el patio del colegio con el fin de acabar
con la plaga de pulgón que asolaba el jardín y huerto de mamá. Aunque he de
confesar que en realidad lo que me interesaba era analizar su comportamiento y
anatomía como ya hiciera anteriormente con una colección de hormigas y gusanos.
No podía ni aún hoy puedo evitarlo, me pirran los animales, grandes y pequeños.
No en vano mantenía por entonces el firme propósito de estudiar veterinaria
Faltarían
unos cincuenta metros para llegar a la parada cuando el bus frenó y se detuvo
inesperadamente. Lo primero que hice tras la sacudida fue palpar el bolsillo de
la chaqueta del chándal para asegurarme que la cajita de cartón con las
mariquitas seguía en su sitio. Luego bajé distraída los tres escalones de un
brinco. A punto estuve de aterrizar sobre Cyntia y Olivier que permanecían en
la acera quietos como dos pasmarotes.
Iba
a protestar cuando me dio por mirar hacia el final de la calle. Estaba
completamente tomada por una ambulancia, tres coches de patrulla de policía y
uno de bomberos. No vi fuego ni humo por ninguna parte. Pero supe que había
ocurrido algo terrible. Mis dos amigos me observaban con un poso de
preocupación en la mirada. Ellos vivían y viven en los números 25 y 43. ¡Y yo…
en el 103! Precisamente al final de la calle en cuyo sótano mi madre había
montado su propio laboratorio. De pronto
eché a correr. Recuerdo que quería gritar. Llamar a mamá. Pero la agitación y
turbación que me embargaba en aquellos momentos ahogaron mi voz.
Dejé
a un lado el coche de bomberos y busqué la ambulancia con los ojos nublados. Di
varios saltos mientras miraba a través de las puertas traseras. Pero sus
cristales tintados no me dejaban ver nada. Entonces corrí hacia las ventanas
laterales. Pero antes de que pudiera asomarme, un gendarme me sorprendió y me
condujo hasta la casa vecina donde un par de hombres interrogaban a mi padre.
La
Policía Judicial determinó que la muerte de Adèle, la ayudante de laboratorio
de mamá, se había producido a consecuencia de un cortocircuito en la
computadora con la que trabajaban. Durante días registraron sin resultado cada
palmo del laboratorio medio calcinado recogiendo y analizando muestras en busca
de los restos mortales de Claire, mi madre. Finalmente, la declararon
oficialmente muerta y la familia y amigos dimos cristiana sepultura a su alma,
que no a su cuerpo. Sin embargo, yo me ancoré desde el principio en la
convicción de que seguía con vida. Dónde y por qué había desaparecido eran
cuestiones que habría de averiguar. Por suerte, había heredado la tenacidad y
espíritu inquisitivo de mi querida madre.
Precisamente
por mi carácter despierto sabía que habían estado trabajando desde hacía años
en un experimento muy ambicioso que mantuvieron en absoluto secreto. Tenía
también conocimiento de que Claire, tan meticulosa como era, se había encargado
de guardar en la caja fuerte de casa
cuantas anotaciones diarias había ido haciendo sobre el tipo y características
del experimento, los procedimientos y programas informáticos empleados, los
ensayos fallidos, sus incidencias y progresos. Al fin, después de varios
intentos y gracias a la ayuda de mi padre, di con la clave de acceso y pude
ojear los dos palmos de papel impreso con notas manuscritas en los márgenes que
había dentro de la caja y constituía todo el legado científico de mi madre.
No
sin gran sorpresa y fascinación, descubrí enseguida que Claire y Adèle habían
creado una máquina del futuro. Durante el año anterior y los primeros meses de
2004, habían estado experimentando con objetos, organismos microscópicos,
insectos y ratones. Con el fin de evaluar la eficacia de su invento, decidieron
que una de ella habría de viajar al 20 de junio de 2014. Si lo lograban, cruzar
la barrera del tiempo presente dejaría de ser una vieja aspiración humana
relegada por entonces al mundo de la ciencia ficción para convertirse en un
hecho constatado científicamente. Además de pionera en su campo, mi madre
habría sido testigo de que no sólo organismos simples como las bacterias eran
capaces de desafiar las leyes del tiempo lineal.
Los
datos, fórmulas y jerga técnica con que se expresaba mi madre en aquel legajo
de papeles representaban para una niña a punto de cumplir los once años un colosal
jeroglífico tan incomprensible como apasionante. Con la idea obsesiva de
desembrollar aquel galimatías y el incierto destino de mi progenitora, empecé a
trazar con sumo cuidado y perseverancia mi carrera en el ámbito de las ciencias
matriculándome simultáneamente a los dieciocho años en la facultades de Física
e Ingeniería de Telecomunicaciones en la
Universidad de la Sorbona (París).
En
mis primeras pruebas recurrí a pequeños objetos, bacterias y ácaros
microscópicos. Luego pasé a organismos de uno a tres milímetros de longitud,
como los pulgones. Empleé prácticamente un año en copiar el ADN de un arácnido
y mandarlo al futuro. O cuanto menos, conseguí que desapareciera de la placa
horizontal de la computadora. Pero tras estudiarlo y meditarlo con detenimiento,
me percaté de que algo fallaba. Enviar materia inerte al futuro no constituía
ningún problema. La dificultad parecía estribar en desplazar seres vivos.
Gracias a la colaboración de genetistas, biólogos, ingenieros electrónicos y
especialistas en nanotecnología detecté al fin algunas imprecisiones en las
variables de las fórmulas y cálculos efectuados por mi madre y su auxiliar
donde podía hallarse la clave de la solución al problema. Errores que traté de
subsanar en la medida de lo posible.
Sin
embargo, el tiempo pasaba raudo y la fecha límite para reencontrarme con mi
madre, el diecinueve de junio de 2014, acechaba en la próxima esquina del
calendario. Ya no era posible hacer más ensayos. Mi turno para viajar al futuro
había llegado. En menos de un mes tuve que dejar atados los últimos cabos
sueltos y prepararme psicológicamente con el fin de afrontar una aventura de
cuyo éxito empecé a albergar no pocas dudas. Porque si no lo lograba perdería,
tal vez, la única oportunidad de recuperar a mi madre.
La
noche del dieciocho al diecinueve de junio tampoco conseguí dormir. Me levanté
hastiada por el calor y mareada de dar vueltas en la cama. Salí a la terraza y
me senté en el balancín de madera. Observé contemplativa e inquieta el cielo
estrellado.
A
las nueve de la mañana, ojerosa y con un dolor pulsátil clavado en las sienes y
la nuca, me dirigí al laboratorio. Paul, mi padre, ya estaba dentro.
Me
embutí el mono gris confeccionado con una malla inteligente producto de la
nanotecnología. Me cubrí la cabeza y el rostro con un pasamontañas diseñado con
el mismo tejido y color que el mono. Me ajusté a la muñeca un ordenador
portátil en forma de reloj pulsera. Encendí la computadora del tiempo. Programé
la hora, el día, mes y el año al que me trasladaría, el veinte de junio del año
en curso, o sea, el día siguiente. Y añadí la fecha de regreso. Tecleé las
coordenadas geográficas del número 103 de la calle Saint Germaine en Le Blanc. Y
luego sincronicé la computadora central
con mi microordenador.
Me
enfundé los guantes y antes de ponerme las gafas que me daban una visión
caleidoscópica similar a la que tienen los insectos y, en definitiva, tapar la
única zona de mi cuerpo descubierta, miré entre emocionada y nostálgica a mi
padre. Quería acompañarme y compartir mi misma suerte, fuera la que fuera, pero
era del todo imposible. Su cara reflejaba desasosiego. El miedo de perderme
también a mí.
Estuve
tentada de prometerle que regresaría con mamá. Pero me mordí la lengua
parapetada tras mi armadura nanotecnológica. Luego lo abracé con ímpetu. Quería
transmitirle seguridad y confianza. Y, por fin, encajándome las gafas
protectoras y colocando las palmas de las manos sobre la pantalla de la máquina
del tiempo, le di la orden de que pulsara el Enter.
Al
oír el clic del botón me vino el pensamiento fugaz de que estaba a punto de
vivir mi propia eutanasia asistida por Paul. Fugaz porque los acontecimientos
se precipitaron de tal modo que borraron de mi mente cualquier pensamiento o
emoción que no fuera mi particular travesía al futuro.
Aunque
llevaba lentes y tenía los ojos cerrados, noté enseguida los haces de luz azul
pasando rápidamente hasta una docena de veces por debajo de mis manos
enguantadas. Casi simultáneamente experimenté una sucesión de chispazos de
corriente eléctrica de bajo voltaje que recorrían y convulsionaban levemente mi
cuerpo, desde las manos a los pies, de los pies a la cabeza. Lo último que sentí
fue vértigo, un espasmo en el vientre y náuseas como si realmente hubiera sido
impulsada y me hallara viajando a la velocidad de aquella luz que proyectaba la
pantalla de la computadora.
Tenía
la impresión de que, efectivamente, estaba entrando en otra dimensión de la
realidad, si no directamente en el túnel de la muerte. Yo, mujer escéptica donde
las haya, tuve de repente la urgente necesidad de creer en la vida después de
la muerte. ¿Aventurarse a viajar al mañana no equivalía en cierto modo a
adentrarse en el reino de los cielos? ¿A caso el futuro como tal no es un
tiempo inexistente, inaprensible? ¿Tomaría forma y realidad el futuro para mí?
¿Y sería un tiempo reversible?
Al
abrir de nuevo los ojos, me costó reconocer el laboratorio. Estaba aturdida,
mareada. La migraña comprimía mi cráneo. Tardé unos minutos en acostumbrarme a
aquella extraña visión caleidoscópica. Consulté el microordenador. Disponía tan
sólo de un cuarto de hora para hallar a mi madre y regresar al presente. Inspeccioné
con ansiedad la habitación. Conservaba en apariencia el mismo aspecto y orden
del día anterior.
Al
cabo de unos instantes detecté un movimiento junto a la puerta. Me acerqué
cautelosa. Y desde aquellas lentes de insecto se me apareció de improviso la
imagen más bella y deseada del mundo: la de mi madre multiplicada por diez, por
una veintena de veces. Extendí una mano titubeante hacia ella y mis dedos
traspasaron su cuerpo desnudo rozando la pared aséptica del laboratorio. Mis
sospechas no tardaron en confirmarse: Claire era un ente virtual proyectado a
través de la invisible pantalla del aire.
“¡¿Quién
eres?!”, gritó temerosa no reconociéndome.
Tras
identificarme, abrió los brazos y trató en vano de estrecharme contra su ser
etéreo. Le di instrucciones rápidas y precisas con el fin de salir del futuro
lo antes posible. Ella obedeció de inmediato quedándose inmóvil con las
extremidades ligeramente separadas del tronco mientras yo iba radiando el
perímetro de su cuerpo con ayuda de los guantes inteligentes. Al acabar pulsé
el botón rojo del reloj orientando la palma de mi mano hacia la aureola de luz que
había dibujado
Cerramos
los ojos y contuvimos la respiración. Pero después de un minuto de tensa espera
no se produjo ningún cambio. Empezaba a desmoralizarme. Miré a mi alrededor
desesperada buscando una salida. Pero no podía pensar. Sentía una claustrofobia
anticipada de lo que iba a ser nuestro destino, sin duda más próximo y terrible
de lo que jamás hubiéramos querido imaginar. Claire me animó a que probara de
nuevo. Esta vez apreté la tecla con todas mis fuerzas manteniéndola pulsada durante
unos segundos.
Y
después de experimentar un estremecimiento apenas perceptible, regresamos, por
fin, al presente y Claire adoptó casi al instante la apariencia humana y
juventud de antaño.
Al
vernos aparecer, Paul se reunió con nosotras y nos fundimos en un intenso y
largo abrazo mientras llorábamos y reíamos de pura felicidad. En esos momentos
sentí por primera vez en mi vida que los milagros existían.
Como
había previsto, Adèle y mi madre, habían diseñado una máquina que transformaba
el ADN de seres vivos en unidades de información expresadas en bytes ante la
imposibilidad de copiar y reproducir fielmente el genoma y células de
organismos complejos. Adèle habría fallecido a consecuencia de un cortocircuito
originado por un fallo en el sistema informático justo después de que Claire
quedara atrapada en un futuro virtual, afortunadamente reversible. Un lugar que
ahora se me antojaba inhóspito y muy diferente del mañana amable e idílico con
el que todos estos años había necesitado soñar. Tal vez porque la dimensión de
la realidad donde penetramos mi madre y yo no coincidía exactamente con el
futuro o la limitada percepción que tiene la especie humana del tiempo y su
devenir. O quizás tan sólo nos habíamos quedado a las puertas del futuro.
Aún
era demasiado prematuro para aventurarlo, pero no descartaba la posibilidad de
seguir investigando hasta desentrañar las claves científicas que permitieran
viajar al futuro sin necesidad de armaduras nanotecnológicas y vivir en él, y
no en su antesala, por muy lejano que fuera (¿O es que existía más de un futuro
viable?). O en su defecto, hallar la fuente de la eterna juventud y el don de
la invisibilidad.