martes, 25 de noviembre de 2014

La máquina del día después



Aquel veinte de junio de 2004 cambiaría mi vida para siempre. La mañana en que se produjo el accidente en el laboratorio de mamá estaba en la escuela (¿adónde si no?) sobrellevando como podía al baboso de don Claude y su aburrida lección sobre los ríos y afluentes de Francia.
Al girar el autobús escolar para entrar en la calle Saint Germaine, hacía rato que Cyntia, Olivier y una servidora esperábamos de pie a que se abrieran las puertas. Yo ese día estaba especialmente ansiosa por llegar a casa y soltar el puñado de mariquitas que había secuestrado en el patio del colegio con el fin de acabar con la plaga de pulgón que asolaba el jardín y huerto de mamá. Aunque he de confesar que en realidad lo que me interesaba era analizar su comportamiento y anatomía como ya hiciera anteriormente con una colección de hormigas y gusanos. No podía ni aún hoy puedo evitarlo, me pirran los animales, grandes y pequeños. No en vano mantenía por entonces el firme propósito de estudiar veterinaria
Faltarían unos cincuenta metros para llegar a la parada cuando el bus frenó y se detuvo inesperadamente. Lo primero que hice tras la sacudida fue palpar el bolsillo de la chaqueta del chándal para asegurarme que la cajita de cartón con las mariquitas seguía en su sitio. Luego bajé distraída los tres escalones de un brinco. A punto estuve de aterrizar sobre Cyntia y Olivier que permanecían en la acera quietos como dos pasmarotes.
Iba a protestar cuando me dio por mirar hacia el final de la calle. Estaba completamente tomada por una ambulancia, tres coches de patrulla de policía y uno de bomberos. No vi fuego ni humo por ninguna parte. Pero supe que había ocurrido algo terrible. Mis dos amigos me observaban con un poso de preocupación en la mirada. Ellos vivían y viven en los números 25 y 43. ¡Y yo… en el 103! Precisamente al final de la calle en cuyo sótano mi madre había montado su propio laboratorio.  De pronto eché a correr. Recuerdo que quería gritar. Llamar a mamá. Pero la agitación y turbación que me embargaba en aquellos momentos ahogaron mi voz.
Dejé a un lado el coche de bomberos y busqué la ambulancia con los ojos nublados. Di varios saltos mientras miraba a través de las puertas traseras. Pero sus cristales tintados no me dejaban ver nada. Entonces corrí hacia las ventanas laterales. Pero antes de que pudiera asomarme, un gendarme me sorprendió y me condujo hasta la casa vecina donde un par de hombres interrogaban a mi padre.
La Policía Judicial determinó que la muerte de Adèle, la ayudante de laboratorio de mamá, se había producido a consecuencia de un cortocircuito en la computadora con la que trabajaban. Durante días registraron sin resultado cada palmo del laboratorio medio calcinado recogiendo y analizando muestras en busca de los restos mortales de Claire, mi madre. Finalmente, la declararon oficialmente muerta y la familia y amigos dimos cristiana sepultura a su alma, que no a su cuerpo. Sin embargo, yo me ancoré desde el principio en la convicción de que seguía con vida. Dónde y por qué había desaparecido eran cuestiones que habría de averiguar. Por suerte, había heredado la tenacidad y espíritu inquisitivo de mi querida madre.
Precisamente por mi carácter despierto sabía que habían estado trabajando desde hacía años en un experimento muy ambicioso que mantuvieron en absoluto secreto. Tenía también conocimiento de que Claire, tan meticulosa como era, se había encargado de guardar  en la caja fuerte de casa cuantas anotaciones diarias había ido haciendo sobre el tipo y características del experimento, los procedimientos y programas informáticos empleados, los ensayos fallidos, sus incidencias y progresos. Al fin, después de varios intentos y gracias a la ayuda de mi padre, di con la clave de acceso y pude ojear los dos palmos de papel impreso con notas manuscritas en los márgenes que había dentro de la caja y constituía todo el legado científico de mi madre.
No sin gran sorpresa y fascinación, descubrí enseguida que Claire y Adèle habían creado una máquina del futuro. Durante el año anterior y los primeros meses de 2004, habían estado experimentando con objetos, organismos microscópicos, insectos y ratones. Con el fin de evaluar la eficacia de su invento, decidieron que una de ella habría de viajar al 20 de junio de 2014. Si lo lograban, cruzar la barrera del tiempo presente dejaría de ser una vieja aspiración humana relegada por entonces al mundo de la ciencia ficción para convertirse en un hecho constatado científicamente. Además de pionera en su campo, mi madre habría sido testigo de que no sólo organismos simples como las bacterias eran capaces de desafiar las leyes del tiempo lineal.
Los datos, fórmulas y jerga técnica con que se expresaba mi madre en aquel legajo de papeles representaban para una niña a punto de cumplir los once años un colosal jeroglífico tan incomprensible como apasionante. Con la idea obsesiva de desembrollar aquel galimatías y el incierto destino de mi progenitora, empecé a trazar con sumo cuidado y perseverancia mi carrera en el ámbito de las ciencias matriculándome simultáneamente a los dieciocho años en la facultades de Física e Ingeniería de Telecomunicaciones  en la Universidad de la Sorbona (París).
En mis primeras pruebas recurrí a pequeños objetos, bacterias y ácaros microscópicos. Luego pasé a organismos de uno a tres milímetros de longitud, como los pulgones. Empleé prácticamente un año en copiar el ADN de un arácnido y mandarlo al futuro. O cuanto menos, conseguí que desapareciera de la placa horizontal de la computadora. Pero tras estudiarlo y meditarlo con detenimiento, me percaté de que algo fallaba. Enviar materia inerte al futuro no constituía ningún problema. La dificultad parecía estribar en desplazar seres vivos. Gracias a la colaboración de genetistas, biólogos, ingenieros electrónicos y especialistas en nanotecnología detecté al fin algunas imprecisiones en las variables de las fórmulas y cálculos efectuados por mi madre y su auxiliar donde podía hallarse la clave de la solución al problema. Errores que traté de subsanar en la medida de lo posible.
Sin embargo, el tiempo pasaba raudo y la fecha límite para reencontrarme con mi madre, el diecinueve de junio de 2014, acechaba en la próxima esquina del calendario. Ya no era posible hacer más ensayos. Mi turno para viajar al futuro había llegado. En menos de un mes tuve que dejar atados los últimos cabos sueltos y prepararme psicológicamente con el fin de afrontar una aventura de cuyo éxito empecé a albergar no pocas dudas. Porque si no lo lograba perdería, tal vez, la única oportunidad de recuperar a mi madre.
La noche del dieciocho al diecinueve de junio tampoco conseguí dormir. Me levanté hastiada por el calor y mareada de dar vueltas en la cama. Salí a la terraza y me senté en el balancín de madera. Observé contemplativa e inquieta el cielo estrellado.
A las nueve de la mañana, ojerosa y con un dolor pulsátil clavado en las sienes y la nuca, me dirigí al laboratorio. Paul, mi padre, ya estaba dentro.
Me embutí el mono gris confeccionado con una malla inteligente producto de la nanotecnología. Me cubrí la cabeza y el rostro con un pasamontañas diseñado con el mismo tejido y color que el mono. Me ajusté a la muñeca un ordenador portátil en forma de reloj pulsera. Encendí la computadora del tiempo. Programé la hora, el día, mes y el año al que me trasladaría, el veinte de junio del año en curso, o sea, el día siguiente. Y añadí la fecha de regreso. Tecleé las coordenadas geográficas del número 103 de la calle Saint Germaine en Le Blanc. Y luego sincronicé la computadora  central con mi microordenador.
Me enfundé los guantes y antes de ponerme las gafas que me daban una visión caleidoscópica similar a la que tienen los insectos y, en definitiva, tapar la única zona de mi cuerpo descubierta, miré entre emocionada y nostálgica a mi padre. Quería acompañarme y compartir mi misma suerte, fuera la que fuera, pero era del todo imposible. Su cara reflejaba desasosiego. El miedo de perderme también a mí.
Estuve tentada de prometerle que regresaría con mamá. Pero me mordí la lengua parapetada tras mi armadura nanotecnológica. Luego lo abracé con ímpetu. Quería transmitirle seguridad y confianza. Y, por fin, encajándome las gafas protectoras y colocando las palmas de las manos sobre la pantalla de la máquina del tiempo, le di la orden de que pulsara el Enter.
Al oír el clic del botón me vino el pensamiento fugaz de que estaba a punto de vivir mi propia eutanasia asistida por Paul. Fugaz porque los acontecimientos se precipitaron de tal modo que borraron de mi mente cualquier pensamiento o emoción que no fuera mi particular travesía al futuro.
Aunque llevaba lentes y tenía los ojos cerrados, noté enseguida los haces de luz azul pasando rápidamente hasta una docena de veces por debajo de mis manos enguantadas. Casi simultáneamente experimenté una sucesión de chispazos de corriente eléctrica de bajo voltaje que recorrían y convulsionaban levemente mi cuerpo, desde las manos a los pies, de los pies a la cabeza. Lo último que sentí fue vértigo, un espasmo en el vientre y náuseas como si realmente hubiera sido impulsada y me hallara viajando a la velocidad de aquella luz que proyectaba la pantalla de la computadora.
Tenía la impresión de que, efectivamente, estaba entrando en otra dimensión de la realidad, si no directamente en el túnel de la muerte. Yo, mujer escéptica donde las haya, tuve de repente la urgente necesidad de creer en la vida después de la muerte. ¿Aventurarse a viajar al mañana no equivalía en cierto modo a adentrarse en el reino de los cielos? ¿A caso el futuro como tal no es un tiempo inexistente, inaprensible? ¿Tomaría forma y realidad el futuro para mí? ¿Y sería un tiempo reversible?
Al abrir de nuevo los ojos, me costó reconocer el laboratorio. Estaba aturdida, mareada. La migraña comprimía mi cráneo. Tardé unos minutos en acostumbrarme a aquella extraña visión caleidoscópica. Consulté el microordenador. Disponía tan sólo de un cuarto de hora para hallar a mi madre y regresar al presente. Inspeccioné con ansiedad la habitación. Conservaba en apariencia el mismo aspecto y orden del día anterior.
Al cabo de unos instantes detecté un movimiento junto a la puerta. Me acerqué cautelosa. Y desde aquellas lentes de insecto se me apareció de improviso la imagen más bella y deseada del mundo: la de mi madre multiplicada por diez, por una veintena de veces. Extendí una mano titubeante hacia ella y mis dedos traspasaron su cuerpo desnudo rozando la pared aséptica del laboratorio. Mis sospechas no tardaron en confirmarse: Claire era un ente virtual proyectado a través de la invisible pantalla del aire.
“¡¿Quién eres?!”, gritó temerosa no reconociéndome.
Tras identificarme, abrió los brazos y trató en vano de estrecharme contra su ser etéreo. Le di instrucciones rápidas y precisas con el fin de salir del futuro lo antes posible. Ella obedeció de inmediato quedándose inmóvil con las extremidades ligeramente separadas del tronco mientras yo iba radiando el perímetro de su cuerpo con ayuda de los guantes inteligentes. Al acabar pulsé el botón rojo del reloj orientando la palma de mi mano hacia la aureola de luz que había dibujado
Cerramos los ojos y contuvimos la respiración. Pero después de un minuto de tensa espera no se produjo ningún cambio. Empezaba a desmoralizarme. Miré a mi alrededor desesperada buscando una salida. Pero no podía pensar. Sentía una claustrofobia anticipada de lo que iba a ser nuestro destino, sin duda más próximo y terrible de lo que jamás hubiéramos querido imaginar. Claire me animó a que probara de nuevo. Esta vez apreté la tecla con todas mis fuerzas manteniéndola pulsada durante unos segundos.
Y después de experimentar un estremecimiento apenas perceptible, regresamos, por fin, al presente y Claire adoptó casi al instante la apariencia humana y juventud de antaño.
Al vernos aparecer, Paul se reunió con nosotras y nos fundimos en un intenso y largo abrazo mientras llorábamos y reíamos de pura felicidad. En esos momentos sentí por primera vez en mi vida que los milagros existían.
Como había previsto, Adèle y mi madre, habían diseñado una máquina que transformaba el ADN de seres vivos en unidades de información expresadas en bytes ante la imposibilidad de copiar y reproducir fielmente el genoma y células de organismos complejos. Adèle habría fallecido a consecuencia de un cortocircuito originado por un fallo en el sistema informático justo después de que Claire quedara atrapada en un futuro virtual, afortunadamente reversible. Un lugar que ahora se me antojaba inhóspito y muy diferente del mañana amable e idílico con el que todos estos años había necesitado soñar. Tal vez porque la dimensión de la realidad donde penetramos mi madre y yo no coincidía exactamente con el futuro o la limitada percepción que tiene la especie humana del tiempo y su devenir. O quizás tan sólo nos habíamos quedado a las puertas del futuro.
Aún era demasiado prematuro para aventurarlo, pero no descartaba la posibilidad de seguir investigando hasta desentrañar las claves científicas que permitieran viajar al futuro sin necesidad de armaduras nanotecnológicas y vivir en él, y no en su antesala, por muy lejano que fuera (¿O es que existía más de un futuro viable?). O en su defecto, hallar la fuente de la eterna juventud y el don de la invisibilidad.
 
Relato también publicado en la revista eye2magazine.com



viernes, 14 de noviembre de 2014

Flores de miel, el recuerdo de un amor



Las flores de glicinia perfuman el aire de una encrucijada de calles empinadas. Desde hace un rato mis pies siguen obedientes la línea serpenteante de casas con patio y jardín que dibuja la calle La Laguna. Sin embargo, mi mente vaga sin rumbo fijo sorbiendo los últimos minutos que quedan para empezar mi primera clase de dibujo.
Todo parece nuevo. Es la primera vez que paseo por esta avenida de la urbanización. Mire allá donde mire la primavera retoña fresca y alegre. Pero esas flores dulzonas recién abiertas que cuelgan de pérgolas de madera y muros de algunas casas me huelen a viejo. A un dejà vu. A un amor de juventud que apenas duró cuatro estaciones.
Todo empezó con un beso que me supo a miel un día que olía a glicinia.
-¡Cómo huele  a miel!- exclamé aquella tarde aspirando con fuerza el aire cargado de aromas florales como si quisiera exprimir su esencia y guardarla en un frasco de cristal.
Él se echó a reír  y cogiéndome de la mano, cruzamos la calle. Justo enfrente, grandes racimos de flores lilas sobresalían de la tapia de una finca pintada de blanco. De un salto, arrancó un ramillete y me lo acercó a la nariz. Lo olí con los ojos cerrados confirmando con un cabeceo repetido de que, en efecto, era el mismo perfume que había percibido poco antes.
-¡Parecen flores de miel! -dije llena de alborozo.
Por entonces, mi olfato era inexperto e incapaz de reconocer la fragancia de flores que no fueran rosas o campanillas.
-Se llaman glicinias –aclaró él con una sonrisa mientras me miraba a los ojos.
Mi boca enmudeció al oír su nombre por primera vez. O más bien porque los labios de Roberto se adueñaron por unos segundos de mis palabras y aliento.
Aquel amor no cuajó y se partió en dos a finales de invierno, a las puertas de una nueva primavera. No sé si llegamos a celebrar juntos San Valentín. Sólo recuerdo que las flores amarillas de la mimosa empezaban a marchitarse y desprendían un olor más bien acre. Y también me acuerdo de que hacía unos días había aprendido a llamar aquel árbol por su nombre.
Han pasado ya muchas primaveras desde aquel romance. Su recuerdo fue amargo al principio. Luego, con la distancia del tiempo, el olvido fue haciéndose más grande que el recuerdo que ha permanecido de él. Un olvido que se alargó como la espigada sombra de un ciprés. Como una gota de aceite que se derrama sobre una carta de amor y emborrona sus palabras para siempre con su pringue y olor. Sólo que en vez de oler a aceite rancio, huele a flores de miel.

Relato también publicado en la revista eye2magazine.com



El príncipe feliz