martes, 21 de junio de 2016

Lo sublime


Toni aún soñaba con ser algún día poeta. Componer poemas al estilo de los escritores del siglo de Oro, como Lope de Vega o Góngora. Captar y retener para siempre en un soneto el bello cantar y el aleteo de una avecilla, versificar el delicado perfume de su amada. Lograr en invierno el milagro de despertar la primavera con sus flores vistosas, sus pájaros y mariposas revoloteando. Espantar, e incluso desterrar definitivamente, la melancolía evocando la imagen siempre perenne de árboles en flor mirándose en el agua clara de un riachuelo en una mañana fresca y soleada. Transmitir al lector lo sublime, conseguir hacerle olvidar lo cotidiano y tedioso de la vida moderna.
Hacía quince años que su trabajo de vendedor en unos grandes almacenes consumía gran parte de su existencia. Y el descanso de las largas jornadas le robaba muchas horas de su tiempo de ocio. Pero su vida interior, ese espacio invisible y acorazado donde seguía siendo libre, sabía que nada ni nadie se la podrían arrebatar.
Tras haberse licenciado en filología clásica, un primo suyo lo colocó con veinticuatro años en el centro comercial. Dos años más tarde, se casaría con su novia del instituto, María José. Ahora casi rozando la cuarentena, continuaba siendo un hombre de amores y costumbres estables aunque de espíritu inquieto. Se diría que su mente era una fragua de ideas y sueños incesante como si imaginar constituyera el motor de su existencia o su vida misma. Era una fuerza ciega y dominante, en cualquier caso superior a los dictámenes de su propia voluntad.
Los hijos nunca llegaron y su día a día junto a María José se le antojaba anodino. Pero esa mañana de mayo se sentía agradecido a la vida. Una vida que palpitaba dentro de su ser tan pródiga, generosa y exultante como la primavera que acababa de ver la luz. Nada más levantarse llamó a su empresa para comunicarle que se encontraba indispuesto y que volvería al trabajo en unos días.
Ni siquiera de joven fue lo que se dice un hombre de acción. Sin embargo, ese miércoles preparó un poco de comida, cogió una hamaca, una toalla y una libreta y bolígrafo y se montó en su Citroën.
Recorrió cientos de quilómetros en dirección a Girona, se desvió por un camino de tierra y se detuvo a la sombra de una haya. Bajó al río cargando con todos los bártulos y acampó sobre la aún fresca y húmeda hierba. Todo estaba en silencio, sumido en una serena calma. Se estiró en la hamaca y se puso a contemplar satisfecho el inmenso cielo azul despejado de nubes y de los tachones de humo que dejan sobre él el paso de aviones. Y poco a poco sus párpados se cerraron.
Al despertar de pronto sus ojos de color verde oliva escrutaron nerviosos la hilera de hayas que bordeaba la orilla. Sentía la presencia acechante de alguien que permanecía oculto tras la barrera de troncos. Sin atreverse a mover, estudió de arriba abajo cada uno de los árboles, escudriñó sus pies cubiertos de hierba y camomila acariciados por una sutil brisa. Buscó y buscó en vano sin dejar de sentir sobre él el lastre helador de aquellos ojos invisibles y amenazantes.
Observaba expectante y temeroso entre las ramas más altas cuando experimentó de repente una punzada en el brazo y vio moverse rápidamente algo oscuro y pequeño que tras saltar en uno de los reposabrazos de su tumbona desapareció sin dejar rastro. Se tocó el brazo. Le dolía igual que una picadura de avispa. Contrariado se lo miró y vio que de la pequeña herida brotaba un hilo de sangre. Se levantó y se la cubrió con tierra húmeda, y al ir a sentarse, el brazo se le entumeció y, poco después, se quedó inmovilizado. No quiso perder la calma, enturbiar el remanso de paz que se había propuesto vivir ese día junto al río. De súbito el manso silencio se manchó de ladridos y de lo que parecía el galope sostenido de una caballería alejándose. Toni empezó a palidecer, su frente transpiraba un sudor frío al advertir que además del brazo se le paralizaban el cuello, la otra extremidad superior, y finalmente el tronco y las piernas. Le fue imposible girar la cabeza cuando presintió que alguien o algo se acercaba por detrás de la hamaca. Hizo un esfuerzo denodado por ver u oír algo. Lo que fuera, una presencia, una sombra tal vez. Pero sólo halló oscuridad, una negrura voraz que engulló también su conciencia.
Al volver en sí, por un momento miró a su alrededor. Se sentía desorientado. La idílica estampa del río y su verde ribera se habían evaporado del paisaje. Se encontraba solo en un lugar ignoto, desconocido. A lo lejos el horizonte perfilaba la sólida y formidable estructura de un castillo y sus murallas asomándose sobre un discreto otero en cuya atalaya ondeaba una bandera de color verde. Desde aquella distancia Toni no pudo discernir si portaría algún escudo real o nobiliario. No hizo ningún gesto por miedo a que sus miembros no le respondieran. Oteó de nuevo la fortificación tratando de hacer memoria y ponerle un nombre que finalmente no acertó a encontrar.
Toni se hallaba en el margen de un camino que conducía hasta el castillo. No queriendo incorporarse todavía, sus ojos viraron por los cuatro puntos cardinales, y más tarde, de abajo arriba. Aunque se había prohibido así mismo hacerlo, su miraba por fin se detuvo sobre la herida que se había hecho en el brazo. Y mientras la inspeccionaba con preocupación dio un respingo al percibir de pronto la voz de una mujer que apoyaba una mano sobre su hombro. No supo que lo sorprendió más, comprobar que su miembro había recuperado la sensibilidad o la inquietante aparición de aquella anciana de pelo cano, revuelto y cubierto de agujas de pino. Observó que era enana, de caderas prominentes. Una mujer singular, pintoresca sin duda. A quien menos se hubiera esperado encontrar en ese instante en que andaba más perdido que nunca.
La anciana se inclinó hacia él y le acercó a los labios una vasija rudimentaria de forma cóncava y de textura leñosa. Toni sorbió el líquido sin hacer preguntas. Estaba muy confuso. No comprendía qué estaba sucediendo. Segundos después sintió que los ojos le pesaban de nuevo y que la figura de la mujer se iba desvaneciendo al igual que su voluntad por permanecer despierto.
No supo cuánto tiempo habría dormido cuando un estremecimiento recorrió su espalda. Sentía mucho frío, la humedad le calaba los huesos. Comenzó a tiritar. Sus párpados se abrieron pero no consiguió distinguir nada que no fuera una densa oscuridad y vacío. Una suerte de terror se adueñó de sí. Se mostraba cada vez más aturdido, embotado. Intentó pensar en vano. Al sonido del castañeteo de sus dientes se añadió poco después el de unos pasos acercándose despacio, muy despacio como si se arrastraran con mucha dificultad. Unas pisadas que se detuvieron al cruzarse con él. Sintió un golpe seco, como si  algo le cayera encima. Se estremeció y encogió todo su cuerpo al oír el impacto pero inexplicablemente nada logró alcanzarlo. Luego escuchó unos gemidos y una respiración entrecortada muy próxima que pronto se convirtió en una lluvia incesante de sollozos desesperados, tristísimos. La mujer, porque quien lloraba sin duda era una joven, lanzó inesperadamente un alarido desgarrador al mismo tiempo que algo volvía a impactar por encima de la cabeza de Toni sin llegar a tocarlo como si hubiera chocado contra un cristal. Al llanto de la joven, se fueron acoplando las pisadas de una muchedumbre, murmullos y conversaciones cada vez más abigarradas y próximas. Únicamente lloraba aquella primera mujer. Algunos de los presentes dondequiera que estuviera Toni reían incluso.
Transcurrieron horas tal vez, quizás las veinticuatros horas de todo un día y las voces se apagaron  a excepción del llanto de la mujer, que no se había movido de su lado sin que Toni pudiera verla ni rozarla siquiera. Sin embargo, tenía el pálpito de que la conocía. Ansiaba contemplarla, reconocerla. Poder consolarla, amarla. Luchó obstinado porque sucediera el milagro de poder abrir de nuevo los ojos, articular los dedos de las manos, escapar de aquel estado de inmovilidad, de aquella profunda oscuridad, sólo soportable por la compañía de aquella mujer desconsolada y fiel. Tras horas de infructuosos intentos, sus manos adquirieron de súbito el don del movimiento, las falanges de sus dedos se flexionaban y se extendían de nuevo. Sus pupilas volvieron a ser capaces de captar la luz. Una luz tan radiante como aquella última mañana de mayo que se coló por el balcón de su casa y más tarde vislumbraría en el río. Y la caja de cristal en la que yacía proyectó sin obstáculo los rayos solares que se filtraban a través de los ventanales de la gran sala ostentosamente decorada, que luego supo que se trataba de una capilla.  Y también pudo contemplar por fin el bello rostro anegado de lágrimas de la joven mujer y el ramo de flores que había depositado sobre el ataúd. Sin duda la conocía. Era María José, su mujer, que lucía los ropajes suntuosos y ademanes refinados de una princesa. Arrobado de pronto por un inmenso amor hacia ella, le brotaron de los ojos lágrimas emocionadas y la llamó por su nombre a través del cristal que los separaba. Pero no respondía. Probó una vez más llamando con los nudillos. Pero en lugar de socorrerle, la joven le dio la espalda y se dirigió lenta y cabizbaja hacia el otro extremo de la sala. Toni golpeó el ataúd con más fuerza e insistencia mientras gritaba el nombre de María José. En el instante en que la mujer franqueó la puerta y ésta se cerraba tras ella, el hombre se quedó sin aire. Se revolvió con furia dentro de su caja. Pero por un momento se detuvo. Le pareció haber escuchado al fin, a lo lejos, a María José. Su voz era cada vez más clara. Sonaba en sus oídos como un dulce mantra. Como el más bello poema de amor de Quevedo. Sin embargo, de pronto se esfumó todo, la sala, la urna de cristal y María José y se impuso la machacona monotonía musical de su teléfono móvil. Toni lo descolgó absolutamente desorientado. Se trataba de su jefe. Quería saber por qué no se había presentado ese día en su puesto de trabajo. Toni logró balbucear que ya había llamado dando el aviso. Sin embargo, nadie de la oficina dijo haberlo recibido. Tras colgar, se encontró de pronto con su rostro reflejado en el espejo de su habitación. Sin duda, tenía muy mal aspecto. La palidez de un enfermo. Se tocó la frente. Parecía que tenía fiebre.  Miró a su alrededor pensativo, con cierta inquietud. Y lo segundo que se encontró esa mañana fue la bandeja en su mesilla con el desayuno que le preparaba a diario María José. Sonrió al pensar en ella. En cómo se había dado cuenta de lo mucho que la amaba. Pero a diferencia de otros días esa mañana había un sobre apoyado sobre la taza de su café con leche. Olió el sobre antes de abrirlo. El perfume que desprendía volvió a evocarle la mujer de su vida, María José.
“Cariño, me marcho. Lo nuestro ha llegado a su fin. Te deseo todo lo mejor.
María José, decía la escueta nota.
El papel se le cayó de la mano mientras su mirada corría en dirección al armario. Había dos puertas abiertas y advirtió que su interior estaba vacío. Cerró los ojos, se derrumbó sobre la cama y por unos minutos ahogó en lágrimas sus sueños.



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