jueves, 25 de junio de 2015

Y el deseo se hizo carne

Yo era de esa clase de niñas soñadoras que recolectaban conchas en verano y bailaban a escondidas en el patio de casa. De aquellas niñas que en la alborada de su adolescencia emulaban a las Mamachicho. De esas chicas que descubren un día que su vecino la espía. Que me espía no sólo cuando bailo en el patio de mi casa de verano. Si no también mientras camino por el paseo marítimo, me siento a tomar un refresco en algún chiringuito, me bronceo y baño en la playa o me pierdo de noche por algún pueblo cercano que celebra sus fiestas patronales. Pero lejos de violentarme el control remoto que Marcelo parecía ejercer sobre mí yo me mostraba segura y extrañamente coqueta.
Ahora soy de esas mujeres entrada en los cuarenta, divorciada, con dos hijos, que conserva en naftalina un puñado de sueños y algunas conchas viejas en la casa familiar de la costa andaluza que atestiguan un tiempo pasado feliz. Es agosto y nuestro taxi se detiene en ese punto exacto de mi memoria infantil. Al salir me faltan manos. Portar un par de maletas y bregar al mismo tiempo con Isma y Marta, de 7 y 5 años, bajo un sol de justicia supera el límite de mi aguante. Me detengo unos segundos a mitad de camino para coger aire cuando de pronto cae sobre mí el peso acuciante, protector de unos ojos conocidos. Me resisto a levantar la mirada. Tal vez la imaginación, el recuerdo o quién sabe el cansancio, el hartazgo del presente han vuelto a activar el reflejo automático aprendido hace tantos años.
Supe que se trataba de Marcelo un par de días más tarde cuando coincidimos en las fiestas del pueblo vecino. Surgió de súbito entre el gentío, las casetas de pinchos morunos, la neblina y el estruendo de las tracas de pólvora. Lo miré muy sorprendida y algo sofocada. Nos saludamos e intercambiamos a gritos unas palabras. Logro entender que se ha separado y que sus hijos viven con su ex mujer. Han pasado veintiocho años desde el último verano que nos vimos. A los catorce años se enroló en sucesivas campañas estivales de excavaciones arqueológicas, al principio terrestres y luego submarinas.
Hablamos tan cerca que puedo sentir el hálito caliente de sus palabras, su olor a cerveza, el cosquilleo de sus vibraciones en mi oído. Su proximidad empieza a resultarme excitante y peligrosa. Por un momento el leve contacto de su vello con mi brazo hace que salten chispas de mi piel. Aparto el brazo rápidamente abrumada por el deseo contradictorio de dejarme seducir y de escapar al mismo tiempo. Doy un paso atrás y me cruzo con sus ojos. Unos ojos negros aún más profundos bajo la luz de la luna y la humareda de la pólvora. Una mirada que me llama a voces, que me tienta, me cautiva. No puede ser, me digo, me repito a mí misma y me despido torpe, abruptamente. Tropiezo con la gente mientras busco con ansiedad a mi prima para que me lleve de vuelta a casa.
La mañana del martes salgo a correr por la playa. De regreso por la avenida principal Los Pinos su mirada gitana se desploma sobre mí desde lo alto como el rayo más luminoso y fulminante de la mañana. Miro con disimulo y lo localizo reclinado sobre la barandilla azul de la casa de sus padres en la misma postura que lo recordaba cuando me espiaba bailando. Sabe que le observo porque de pronto se inclina un poco más acodándose en la baranda y silba mientras enfilo cansada la calle Cruces, abro y cierro el pestillo de la verja de casa.
Nuestros caminos confluyen la mañana siguiente por la pineda que conduce al paseo marítimo. Corremos un rato en paralelo, acompasados sin decirnos nada. Mi respiración se acelera y siento flato pero continúo corriendo. Al llegar a la playa me refresco la cara en una ducha y me seco con el borde sudado de la camiseta. Me suelto la coleta. Balanceo el pelo de un lado a otro, aliviada, liberada. Los ojos de Marcelo se clavan en mi camiseta empapada y luego se cuelan por el escote. Me cruzo de brazos un tanto ruborizada mientras nuestros pasos horadan la arena. A estas horas la playa está prácticamente desierta de bañistas.
Al llegar a la orilla nos descalzamos y seguimos caminando dejándonos sorprender por el frío batir de las olas. Esquivamos poco después entre risas los hilos transparentes de un par de cañas de pescar separadas apenas un metro y medio la una de la otra. Habríamos recorrido un quilómetro cuando arribamos al final de la playa, donde el agua se recoge en el recodo íntimo de una cala. Marcelo corre de pronto jovial y espontáneo como el niño que un día conocí. Se detiene frente a la roca grande amurallada de la caleta, se agacha y palpa la piedra por debajo del agua buscando probablemente mejillones entre sus oquedades. Sin levantarse, me dice alegre y lacónico:
-¿Te acuerdas?
Por unos instantes nuestros ojos destellan al recobrar la ilusión de cuando éramos niños y adolescentes y veníamos a coger mejillones y cuantos tesoros enterrara la arena, arrastrara el mar a la orilla o anidara en la roca. Claro que me acordaba Eran pedazos de mí que aún vivían en la memoria. De aquellas expediciones marinas conservaba además tres conchas y un guijarro blanco perforado que me había regalado Marcelo el último verano. Una piedra que se deshacía como el polvo por las hendiduras del tiempo. Por la larga espera.
Arrastrada por su entusiasmo y la evocación de aquellos lejanos días compartidos me acerqué y me uní a él en la tarea de hallar moluscos. Apenas había y los que encontramos eran minúsculos, benjamines. El turismo masivo y la pesca furtiva de las últimas décadas provocaban esos efectos dañinos sobre el ecosistema. Exhalé un suspiro de desilusión y añoranza. Viendo Marcelo que la tristeza nublaba por un momento la expresión de mi cara, añadió:
-El mundo cambia. La vida es devenir. El tiempo fluye pero siempre queda algo de su paso, su huella indeleble. Queda el cauce de nuestra memoria que vuelve a llenar el río de agua, guijarros y truchas, de juncos su orilla y de ninfas y seres imaginarios su fondo.
Aparté la mirada por temor a que vislumbrara en ella la tonta fantasía, la ridícula nostalgia que abrigaba desde la adolescencia de llegar a querernos algún día. Porque Marcelo estaba en lo cierto: hay parte del pasado y de los sueños que no mueren jamás. Que incluso pueden ser tan poderosos y reales o más que el presente. Yo, coleccionista de caracolas, me reconocí enseguida en esa bella y turbadora imagen de buceadora de tiempos y sueños.
Mi incomodidad porque pudiera descubrir mi secreto me apremió de pronto a dar media vuelta y desandar el camino recorrido. No habría dado más de un par de pasos cuando me incliné a recoger de la arena una concha moteada. Y me detuve a inspeccionarla con aire admirativo de espaldas a Marcelo. De súbito todo mi cuerpo se estremeció al sentir el contacto de sus manos frías y húmedas sobre mis hombros desnudos y ardientes. Los acarició durante unos segundos sin prisas, con suavidad. Yo me quedé inexplicablemente petrificada como si la amalgama de arena, agua y salitre hubiera fundido mis pies en una peana invisible. El aliento cálido y subyugante de Marcelo erizaba la piel de mi nuca, cuello, espalda al mismo tiempo que la brisa marina revolvía mi cabello y lo salpicaba de gotas de agua.
No sé cómo de repente me giró igual que una peonza y, cediendo al peso del deseo, caímos en la arena, abrazados, uno encima del otro. Nuestros labios se encontraron y besaron sensuales, perezosos, sin urgencia. Sentía su pecho palpitar sobre mí, el frenesí de la pasión anunciándose, el hormigueo rugoso de la arena crujiendo en mi espalda. Sin dejar de explorar mi boca, Marcelo me acarició el brazo y luego quiso entrelazar su mano a la mía. Pero yo seguía inexpugnable con el puño cerrado aferrando la concha que había encontrado, protegiendo mi tesoro. Con amorosa y paciente constancia logró que abriera cada uno de mis cinco dedos. Y arrebatándome el caparazón del bivalvo lo arrojó de pronto al mar.
Contrariada desvié la mirada por unos segundos hacia el horizonte azul esquivando la boca ávida de Marcelo. Pero él deslizó su lengua suave y húmeda por mi cuello venciendo mi resistencia una vez más. Ahora quería fundirme en sus labios, sus brazos, su cintura con la vehemencia, la furia de un caballo salvaje liberado tras un largo cautiverio. Mis labios se deleitaron en su frente, sus mejillas, sus párpados entrecerrados. Y luego recorrieron su mentón recién rasurado, su vigoroso y ancho cuello con sabor a mar. Me perdí durante un rato en el nacimiento de su pecho terso, sin apenas vello y más bien corpulento. Mi boca, mis ojos, mis manos ansían continuar explorando, sentir cada milímetro del cauce de su cuerpo. Adentrarse por primera vez en su selva virgen, el jardín prohibido de Marcelo como si el paraíso, la única felicidad posible en ese instante, se concentrara en su cuerpo. Beber de su boca, mordisquear el lóbulo de su oreja, tierno y sensible, dibujar con la lengua el delicado redondel de su ombligo. Descubrir un lunar justo encima constituye para mí en esos instantes una fuente inagotable de placeres insospechados, de dulzura y sensualidad innombrables. Sus brazos de pronto me acogen firmes y amorosos y me dejo acurrucar en el regazo de su pecho. Mi piel respira su aliento cálido y ubicuo como la brisa marina. Mis manos se deslizan por el hueco de su cintura y se hunden en la profundidad de sus nalgas que semejan rocas cubiertas de algas suaves sumergidas en el fondo del mar.
A la curiosidad y necesidad de conocer a Marcelo, le siguió el imperioso deseo de unirme a él en carne y en espíritu. Me apreté contra él. Quería sentirlo tan cerca como mi propia piel. Romper las últimas fronteras que separaban nuestros cuerpos. La frontera de nuestra epidermis para que su piel fuera mi piel. Que su hálito se confundiera con mi hálito, que mi boca exhalara sus gemidos. Pero antes de que el deseo extinguiera la última pavesa que alumbraba mi razón y dejarme arrastrar hacia la más absoluta de las locuras, mi mente garabateó una rápida composición de lugar y situación. Estábamos en la playa a la vista de los primeros bañistas del día, muchos de ellos acompañados de menores. Marcelo captando al momento mi repentina conciencia de vergüenza me alzó inesperadamente en brazos. Yo hundí mi rostro en su torso sabiendo de antemano adónde me llevaba. Su respirar ya de por sí agitado resollaba en mi oído mientras se alejaba de la playa y su hipnótico murmullo. Empecé a cubrirle de besos cuando ascendía, como yo había anticipado, por el cerro. Besos por la piel delicada de su cuello, besos en su hombro, su tórax pétreo y erizado por el sobreesfuerzo y la excitación. Besos, un océano de besos en su boca exhausta pero insaciable y jugosa.
Una vez en lo alto del cerro, recorrió con dificultad los últimos cincuenta metros. Después agachándose se dispuso a entrar conmigo en brazos en la cueva que de niños nos servía de refugio y lugar de juego. Por mucho cuidado y atención que puso en el empeño, mi pie izquierdo rozó la pared rasposa de la roca. Me quejé riendo y él tambaleante e hilarante estuvo a punto de dejarme caer de bruces.
Me recuesta sobre la tierra batida y me besa mirándome a los ojos bajo la tenue e íntima luz que se cuela por la recoleta gruta. Sus besos son tranquilos, sensuales, exploradores, intensos. Yo me impregno poco a poco de sus labios, de la textura suave y húmeda de su piel, su sabor, su olor a sudor y mar salada. Me recreo en su labio inferior, viajo de una comisura a otra, sintiendo el calor, el fuego de toda la superficie de su piel entregada, inflamada por el deseo y el amor. Las yemas de mis dedos delinean el contorno de su boca exuberante, recorren tranquilas cada una de las líneas verticales que la franquean, rastrean con deleite todos los caminos que confluyen en su boca, esa fuente y sumidero inagotable de placer y regocijo. Y luego lo beso con extrema dulzura asiéndolo por el mentón, acercándolo un poco más hacia mí. Acoto y sello el perfil de su boca, sus labios, los caminos trazados, recién aprendidos por mis dedos. Rozo su perilla y un estremecimiento me incita, me apremia a besarlo con más ímpetu, imperativamente.
Lo miro durante un instante sobrexcitada, enfebrecida por su contacto tan próximo, por mi sed desbocada, por el deseo quemando en sus ojos. Y él sin dejar de mirarme, se desprende de su camiseta, la dobla y solícito y amoroso me la coloca como almohada. Se reclina y siento su olor sobre mí, su torso resplandeciente, sudoroso y bello mientras se acomoda en mi cadera, en la cavidad de mi vientre. Lo abrazo y le acaricio la espalda, el hueco bien definido y firme de su cintura. Mis manos después se dirigen decididas hacia las suaves y sólidas mesetas de sus nalgas y masajean su redondez. Noto cómo su deseo va creciendo bajo mi abdomen. Me muestro confiada, libre para amarle sin ataduras, sin tapujos. Porque este encuentro y los tres sucesivos que tendríamos para mí son mucho más que meros escarceos. Marcelo transciende lo meramente físico. Es carne y espíritu.
Marcelo residía en Alicante y viajaba mucho por España y el extranjero impartiendo conferencias sobre arqueología submarina. Precisamente el sábado siguiente partía para Gijón. Una lástima porque aparte del placer que compartimos, sabía que de un modo u otro había amado a ese hombre desde el día, ya lejano, que lo sorprendí espiándome. Desde aquella tarde que nos despedimos me acompañaría la sospecha de que los sueños, en caso de materializarse, sólo se cumplen una vez. Que el deseo se hace carne y espíritu una vez en la vida. Porque en medio de las promesas románticas que declaramos al viento y al oleaje, tuve el pálpito de que tardaríamos muchos años en volvernos a ver de nuevo. Pero supe que nunca olvidaría lo que vivimos juntos aquel verano, que la voluntad de mi memoria se rebelaría contra las leyes inexorables del tiempo, ese tiempo que al devenir pasado se proclama olvidadizo, se rebela siempre fugitivo, huero como el interior de mis conchas y esas piedras que se empeñan en deshacerse y desaparecer un día definitivamente.

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