Tras dos años sin saber de Gabi, nos volvimos a encontrar este verano en la calle Mayor de nuestra ciudad. Gabi y yo nos conocimos en parvulario y fuimos amigos inseparables hasta el instituto. Mientras nos poníamos al día me di cuenta de que pese al tiempo transcurrido seguía existiendo entre nosotros la complicidad de antaño y un fuerte vínculo emocional. Yo me acababa de licenciar en biología y él tenía que recuperar en septiembre Estadística para acabar la carrera de Psicología. Ese contratiempo, no obstante, no había mermado el optimismo de mi viejo amigo y sus ganas de disfrutar a tope del verano. Como ambos llevábamos algo de prisa, Gabi me propuso quedar para el sábado siguiente en un local nocturno de copas, El Danubio, que se había inaugurado hacía pocas semanas en un polígono. Aún lo ignoraba, pero mi vida estaba a punto de dar un vuelco.
El sábado por la tarde/noche, tras
callejear por la ciudad y cenar un frankfurt en la terraza de un bareto, nos
dirigimos a El Danubio. Nada más entrar me quedé boquiabierta. Lo primero que
vi era una especie de muelle o embarcadero. Para llegar a la barra del bar y la
zona de mesas había que franquear un puente de maderos entrelazados con cuerdas.
Como era complicado mantener el equilibrio con tanta oscilación y no caer en el
foso de agua iluminada y teñida de azul por cientos de bombillas, me agarré
rápidamente a los dos pasamanos de cuerda que había a un lado y a otro de la
pasarela.
La barra, que era un viejo barco
reciclado, se iba balanceando ligeramente en el agua. La tarima de tablones de
madera que había frente a la barra para pedir las consumiciones estaba bien
fijada al suelo, por suerte. Desde allí avisté al fondo un coqueto embarcadero
y las primeras parejas que ocupaban las barcas amarradas. Pero Gabi me condujo
a otro lugar sin darme explicaciones. Y yo lo seguí como una corderita perdida
por el interior de la nave.
Lo que no me esperaba en absoluto que
para llegar a las mesas hubiera de descalzarme, lavarme los pies en una ducha
baja y ponerme una especie de calzón impermeable y desechable como mínimo dos
tallas por encima de la mía. Todo por
ser una estudiante pobre y no poder pagar el acceso al embarcadero y disfrutar
de la velada subida a una barca. Y sin mojarme ni arrugarme como una pasa. Al
salir del vestuario, miré con cierto horror y reproche a Gabi porque me había
obviado aquellos detalles y decirme que me trajera mi propio biquini. Descendí
la escalinata cabizbaja y pudorosa. De inmediato sentí cómo el agua fría iba
subiendo de los pies a los tobillos, a las pantorrillas... No pude reprimir un súbito
estremecimiento al rozarme los muslos.
De pronto Gabi me pidió disculpas y se
fue a saludar a un grupo de chicos que había sentados a una mesa cercana a la
escalera. La incomodidad de sentirme húmeda y ridícula con aquellos calzones
hizo que tardara un rato antes de reparar en uno de los jóvenes. Verlo me
provocó un instantáneo temblor de piernas y de la mano con la que sujetaba la
sangría. No podía ser. Era Joan, ese compañero tan guapo, homosexual y de
exquisitos modales del instituto. Mi amor platónico. Ese amor imposible que
siempre deseé en secreto y que me generó en la adolescencia tanta vergüenza y
culpabilidad hasta el punto de no atreverme a confesárselo a nadie o admitirlo
abiertamente, ni siquiera a Gabi, estaba ahora aquí en El Danubio. De repente a
la incomodidad que experimentaba se añadieron unas ganas imperiosas de salir
huyendo y desaparecer ipso facto del campo
óptico de Joan, aun a riesgo de hacer el ridículo luciéndome por las calles con
aquellas pintas danubianas.
Traté de disimular lo mejor que supe en
aquellos instantes para intentar no llamar demasiado la atención. Me senté con
premura en el primer poyete que me encontré. Y al hacerlo algo helado seguido
de una quemazón en la piel me sobresaltaron. Me había caído un cubito de hielo sobre
el muslo derecho. No me lo creía, cómo podía ser tan torpe.
Me entretuve un rato tratando de rescatar
al díscolo cubito del agua donde flotaba corriente abajo (llevaba tres
infructuosos intentos y mi impaciencia por atraparlo iba en aumento) mientras dilucidaba
qué demonios haría después con el hielo, si devolverlo al vaso o aguantarlo en
la mano hasta derretirse o ya no soportara más tanto frío que lo tuviera que
dejar caer de nuevo con disimulo en aquel río de mentirijillas. Pero al oír de
pronto la voz de Gabi dirigirse a mí, me
incorporé de inmediato y mis ojos se tropezaron inesperadamente con los de
Joan. Apenas entendía lo que trataba de decirme mi amigo. Creo que me quería explicar
algo así como: “ Mira a quién me he encontrado, a Joan. ¿Te acuerdas de él de
cuando íbamos al insti?”. No me dio tiempo a pronunciar ninguna respuesta. Ni
buena ni mala. Porque el tiempo de reacción de mi mente de pronto era lentísimo,
incluso inexistente o se había paralizado al igual que la expresión de mi cara,
congelada, inanimada.
Joan me miró fijamente y acercándose comentó:
“Siempre supe que acabaríais juntos porque en el insti erais almas gemelas,
inseparables”. Gabi se sonrió y contestó que nos queríamos como hermanos y que
nunca podríamos ser pareja porque sería algo así como traspasar la frontera del
incesto. Una posibilidad inconcebible, vamos. Dicho lo cual, Joan se inclinó
hacia a mí para estamparme dos besos y yo le ofrecí una mejilla. Y al ir a
girar la otra mejilla, mi boca entreabierta
se tropezó inesperadamente con sus labios húmedos, suaves pero decididos. Luego
su fina piel se separó por un momento de la mía apenas un milímetro. Sus ojos
verdes entornados me miraban ahora con un inusitado brillo e intensidad y nuestros
labios se atrajeron de nuevo pero esta vez como dos fuerzas magnéticas
irresistibles y se besaron trémulos, delicados y anhelantes una, dos y tres
veces. Por unos segundos, me asaltaron las dudas. Tal vez Joan había bebido. Sin
embargo, su aliento no lo delataba. Sus ojos tampoco mentían al igual que la
vehemencia de sus besos. Eran puro fuego. Deseo. Pasión. La ternura en mayúsculas. Y me sonreí con
cierto regusto a autoreproche por haber estado
tan errada todo este tiempo.
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