miércoles, 5 de septiembre de 2018

La reencarnación

Nací el día cinco de septiembre de 1890 en un suburbio de Londres. Allí mi madre ejerció de prostituta hasta que murió de sífilis cuando yo tenía cinco años. Me había engendrado con una deformidad en la cara. Tenía el ojo derecho medio entornado, una prominente boca de pez y una frente especialmente abombada. Al desconocer la identidad de mi padre y carecer de más familia que mi difunta madre, me encerraron en diferentes orfanatos de la caridad hasta que cumplí la mayoría de edad. Por lo general, en mi nuevo hogar sólo recibí desprecio y maltrato a causa de mi malformación por parte de otros niños y las monjas a cuyo cuidado estaba. Pero a los trece años todo cambió para mí. De pronto las religiosas me invitaban a yacer en sus celdas y, por prodigarles ciertos favores, me premiaban luego con las mejores viandas, los jabones más perfumados y ropas nuevas o seminuevas. Me confesaban admiradas que la naturaleza me había dotado de grandes atributos y que había nacido para hacerlas felices. El caso es que yo, incluso ahora, me sentía sucio, utilizado, un ser destinado únicamente a dar placer a los demás pero a no probar jamás las mieles de llegar a ser querido por alguien. Un terrible sino. ¿Por qué? ¿Tan monstruoso resultaba a la vista del mundo? ¿Acaso la naturaleza no me había dotado también de un alma sensible, amorosa y exquisita? Como no me habían enseñado oficio alguno, me vi impelido al salir del orfanato a ejercer las únicas artes que conocía y que ya dominaba con creces a decir de las hermanas, prioras e incluso otras féminas que habían guardado cola pacientemente en el orfanato esperando recibir por primera vez o repetir mis codiciados servicios. Eso sí, pagando previamente una cuota a las novicias de Dios que, además de servir a su Señor en alma se dedicaban con tanta o más devoción a otros menesteres más carnales y terrenales. Que por lo que parece el cuerpo y el alma no están tan reñidos. Entre mis dones se contaba una fecundidad sin precedentes, según descubrí para mi sorpresa en el último orfanato. Pues, como me enteraría por casualidad a través de los rumores acallados que circulaban por los pasillos del hospicio, me había granjeado la fama de ser el mejor semental del país hasta el punto que se me rifaban las mujeres cuyos maridos ricos eran incapaces de preñarlas. De este modo, deduje por qué para atender determinados servicios, mis queridas monjitas me obligaban a cubrir el rostro con una bella máscara de Adonis. A veces todavía me sonrío pensando cuántos niños y niñas que pasean vestidos elegantemente por las calles de Londres en carrito o de la mano de una institutriz, serán mis hijos y cuántos se me parecerán. Como ya he dicho acabé viviendo de la prostitución en el mismo suburbio que nací y ejerció mi pobre madre, que en paz descanse. Después de años de dedicarme a estos bajos menesteres, mi fama creció en ciertos círculos, no me faltaron, por tanto, clientas ni clientes pero curiosamente tampoco nunca me sobró el dinero ni conseguí conquistar el corazón de ninguna mujer. Únicamente se mostraban interesadas por disfrutar de mis dones y artes y, cuando ocultaba mi rostro tras una máscara, sentían sólo curiosidad por desvelar mis facciones. A decir verdad, en todos esos años de larga soledad, a nadie le pareció importarle mi persona. Hasta que un buen día o más bien una noche, cayó por mi humilde casa y burdel una dama de mucha cultura y compasión, lady Brown, que supo escuchar mis lamentos y quiso ayudarme. Por lo que me invitó a participar en una sesión de espiritismo con el fin de averiguar la razón de mi desdichado destino. Esa noche me vestí con una levita que había alquilado lady Brown para la ocasión. Iba hecho un Apolo (aunque, claro, me abstuve de asistir con el rostro enmascarado), de un elegante y riguroso negro, incluidos el top hat o sombrero de copa y los guantes. Cuando el espiritista preguntó quién quería participar en la tercera y última sesión, pude esta vez reunir suficiente valor para alzar aunque tímidamente mi mano enguantada. Temí por un momento que no me hubiera visto porque el hombre continuó una rato más paseando en silencio su mirada escrutadora por toda la sala. En cuanto divisó mi mano, algo temblorosa en esos instantes por la emoción que me embargaba, me interrogó con quién quería contactar y qué quería saber. Le contesté que deseaba que se comunicara con el espíritu de mi anterior vida porque me intrigaba conocer qué tipo de tropelías habría cometido para merecerme ahora una existencia tan desafortunada. Acto seguido el espiritista se sentó nuevamente sobre una silla de enea y se interesó por saber mi fecha y lugar de nacimiento. Luego guardó silencio, como había hecho en las dos ocasiones anteriores. Los presentes volvieron a permanecer callados y a contener la respiración, preparados para escuchar una nueva revelación sorprendente. Después de un tenso minuto de silencio, al espiritista le empezó a temblar nuevamente el bigote, como si sufriera un tic nervioso totalmente incontrolable por su voluntad. Y entonces comenzó a emitir los primeros sonidos guturales, profundos, cavernosos aunque aún indescifrables. Mientras, sus ojos se abrían y cerraban y se movían sin ton ni son, como si se encontrara en pleno sueño, mostrando cada vez que los abría el blanco de las cuencas oculares. Momento que muchos de los asistentes apartaban la mirada o cerraban los ojos. -Espíritu de Georges en la otra vida, que feneciste el cinco de septiembre 1890, manifiéstate- clamó el hombre esta vez con su propia voz, más suave y terrenal, con un tono elevado. Perezosamente, se fue abriendo camino la otra voz en la garganta del espiritista en forma de saludo confirmatorio de que estaba haciendo acto de presencia. A la pregunta de cuál era su identidad, la voz gutural empezó a relatar: -Viví en el barrio Whitechapel, un suburbio de Londres, hasta los trece años cuando mi madre, que era meretriz, murió asesinada. -¿Cómo te llamas?- insistió en saber el espiritista. -He pasado a la historia como Jack, Jack el Destripador - de pronto se oyó en la habitación un pequeño revuelo de exclamaciones de horror-. A la primera furcia que maté y ultrajé fue a la que decía ser mi madre – de pronto los sobresaltos y gritos de terror recorrieron la sala de extremo a extremo-. Pero dudo mucho que lo fuera. Imposible. Si no jamás la hubiera deseado. Ella fue la culpable de que violara y matara (o matara o violara) a otras prostitutas que se parecían a ella. Por un momento la habitación se sumió en un súbito y denso silencio. Poco después resonaron las risotadas de ultratumba de Jack que hicieron temblar hasta las paredes. -Ja, ja, ja…En verdad, desde que la maté me parecía estar viendo de nuevo a mi madre cada vez que me cruzaba con una furcia por la calle. Y sentía que tenía que poseerlas, matarlas, ensañarme con ellas. Y las asesinaba porque me atormentaba que pudieran gozar… que yo pudiera desear a mi propia madre. Por eso me arrepentía al momento y descuartizaba sus cuerpos, para no desearlas más, borrarlas de mi mente, verlas como despojos irreconocibles y poder convertirlas en objeto de mi desprecio. Y así tratar de redimir el poder que ejercían sobre mí como una de las más terribles y placenteras maldiciones. Pero cuanto más las descarnaba, más parecía que sucumbía al influjo de sus cantos de sirena.

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